Выбрать главу

– ¡Por el amor de Dios! ¿Qué tengo yo que ver con el incendio de tu casa? He dado a la policía cuenta exacta de todos mis movimientos.

– ¡Mentira! -dijo Harry.

– Es la verdad. Cuando empezó el incendio, yo estaba en la carretera.

– ¿Y cómo sabes cuándo empezó?

– Por la policía. Escucha, Harry, yo no tenía ningún motivo para matar a Sally. Había quedado en encontrarme con ella esta tarde y he estado esperándola una hora en The Pump Room.

– Dejando pistas para que te vieran, ¿verdad?

– En absoluto.

Me echó la cabeza para atrás ayudándose con el tubo y me incrustó la rodilla en el estómago. Con el movimiento reflejo de proyectarla hacia adelante, por poco me decapita. Vomité. Se echó para atrás y me dio un manotazo en la cara. Me doblé para adelante lanzando quejidos.

– Desembucha de una vez, voy a sacarte la verdad como sea -me dijo con la boca pegada a mi oído.

Le pedí que me diera agua.

Me pegó otro manotazo. Sentí que se me abría el labio, que por él me rezumaba la sangre y noté su calor resbalándome por la barbilla.

– ¡Siéntate! -me gritó.

Le obedecí y aplasté los hombros contra el respaldo de la butaca.

Harry entonces cometió un imprudente error: se hizo para atrás para admirar su obra. Lo que vio, sin embargo, fue el Colt 45 al nivel del pecho, apuntándole. Las manos se le crisparon sobre el tubo de plomo.

– Suéltalo -le ordené-. Esto funciona y, además, está cargada.

Con una mueca que contrajo su cara y con una coloración del rostro que ahora había virado hacia el gris, obedeció.

– De espaldas a la pared… el rostro vuelto hacia mí -seguí diciendo.

Desde el lugar donde me encontraba sentado, el tiro era directo.

Con la calma que permitían las circunstancias, dije:

– Quizá así pueda nacerte entrar en vereda. Por lo visto te figuras que soy el autor del incendio, ¿no es eso? ¿Por qué?

Hubo un silencio. El acceso de agresión lo había dejado exhausto.

– ¿Has perdido la voz? ¿Te ha dado una laringitis?

Nervioso, se mojó los labios. Era evidente que en él se había instalado el pánico.

Yo, en cambio, me encontraba en lo mejor de mi vena sarcástica.

– No vayas a decirme que eres uno de ésos que, cuando están delante del cañón de un arma, no dan pie con bola.

– No dispares -logró decir por fin y, con voz débil, añadió-: lo lamentarías.

– ¡Venga, Harry! Estoy en mi derecho defendiéndome de un chalado como tú.

– ¿Con el arma de un asesinato? -dijo, presa de inesperado frenesí-. Conozco el arma. Es americana, del ejército, automática… la que la policía no encontró, pese a buscarla, cuando mataron a Morton. ¡Niégalo!

Franco, como siempre, me limité a encogerme de hombros y a no decir nada.

Harry volvía a la carga. Hablaba rápido y a gritos, como un verdadero histérico.

– Te conozco, Sinclair. En menudo lío te has metido. Estás que no sabes dónde meterte. Te viniste abajo cuando apareció Alice y empezó a hurgar en el pasado. Todo estaba olvidado y enterrado, ¿verdad? La mar de ordenadito… hasta había crecido hierba encima. Y tú aquí como un rey, con tu casita en el campo y tu trabajo en la universidad. Aquí nadie sabe nada de tu pasado.

– ¿Qué pasado?

– Un pasado en el que tú volaste los sesos a Morton con esto que tienes en la mano.

Lo contemplé con suprema indiferencia. Como estaba al corriente del montaje, sabía qué seguiría a continuación. Harry Ashenfelter era otro detective aficionado, víctima de sus emociones.

– Lo mataste tú -dijo como remate de una actuación que ya había caído en ruinas a su alrededor-, y encima dejaste que colgaran a mi compañero por algo que no había hecho.

Como dándose cuenta de que debía echar un poco de agua al vino, levantó una mano temblorosa hacia mí:

– Lo sé, lo sé, tú entonces no eras más que un niño. Estabas sometido a presión y todas estas cosas que se dicen. Lo admito. Sabes que tendrías ayuda. Todo lo que necesitas es un buen abogado.

Lancé un suspiro. El hombre se estaba poniendo patético.

Con toda la preocupación que supo imprimir en aquel rostro abotargado y agresivo, dijo:

– ¿Sabes que Sally estaba apenada por ti? Me dijo que no habías entendido nada del caso de Barbara Lockwood.

Sin disimular mi cansancio, le recordé:

– Esto ya me lo dijiste el domingo, lo cual no quiere decir que yo matara a Cliff Morton.

Harry no dio muestras de haberlo oído. Estaba demasiado excitado para librarse a deducciones. Las palabras brotaban de su boca en virtud del mismo principio que impulsaba a hablar a Scherezade; quería impedir que apretara el gatillo.

– Sally y yo volvimos a hablar del caso. Me dijo unas cuantas cosas que yo no sabía. Cosas que no sabía nadie más que ella. ¡Dios Santo!, ¿a quién puede extrañar que fuera alcohólica?

– ¿Qué cosas te dijo?

– Secretos de Barbara.

La boca se me secó de pronto. Tratando de mostrarme indiferente, le dije:

– ¿Ah, sí?

– Escucha bien, Sinclair. Barbara estaba loca por Morton. Lo quería con locura. El hijo que llevaba se lo había hecho él.

Dentro de mi cabeza se inició un tamborileo de locas pulsaciones. No era fácil aceptar, al cabo de veinte años, que uno se ha equivocado de cabo a rabo en algo por lo que habría estado dispuesto a poner las manos en el fuego. Ya le había escuchado a Alice la misma historia, pese a que ella no podía saberlo con certeza. Ella se había limitado a hacer sus cábalas sobre Morton y Barbara y yo no había querido creerla. En lo más profundo de mí estaba convencido de que Sally se levantaría contra aquello y lo denunciaría como una cruel difamación.

Sin embargo, no era éste el caso. Barbara, mi Barbara, me había engañado. Se había servido de mí para propagar la mentira de que estaba enamorada de Duke. Me daba cuenta de que ahora debía admitirlo.

Con voz monocorde y distante, le pregunté:

– ¿Fue Barbara la que se lo dijo a Sally?

– Naturalmente que sí -y enlazando los dos dedos índice de ambas manos, dijo-: Aquellas dos eran uña y carne. Barbara le había dicho a Sally que ella se lo dejaba hacer a Cliff Morton siempre que a él se le antojaba. Pero a los viejos Lockwood no les gustaba Morton. No era santo de su devoción.

– En eso tienes razón -admití-. ¿Qué más?

– Habían ordenado a Barbara que dejara de verse con el chico. Esto después de que George Lockwood lo cogiera con las manos en la masa.

– ¿En el huerto?

– Exactamente. Barbara estaba destrozada. La pobre estaba embarazada y, encima, a Morton le habían llegado los papeles para ir al frente. Entonces a Morton se le ocurrió una idea. No era tan lerdo como eso. Se ofreció a casarse con la chica. Se figuró que podría rehuir el ejército escapándose con Barbara a Irlanda. Irlanda era terreno neutral. La chica se casaría con él y tendría el crío.

Harry hizo una pausa para respirar y me miró para ver cómo me sentaba la historia. Posiblemente se dio cuenta de que yo estaba navegando en un mar de confusiones.

– Sinclair, es la pura verdad.

– ¿Hay más?

Harry volvió a coger la hebra:

– Sí, hay más. Necesitaban papeles con nombres falsos. Morton conocía a uno que trabajaba en el ayuntamiento que le dijo que eso se lo arreglaba si le pagaba bien. Después había que buscar a un barquero dispuesto a llevarlos a Irlanda a través del canal de Bristol. Entretanto, Morton necesitaba un sitio donde esconderse. La idea fue de Barbara. Dijo que se escondiera en uno de los graneros de la granja. Ella se encargaría de llevarle comida. Y esto fue lo que ocurrió.