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Fruncí el ceño y lo miré con aire incrédulo.

– ¿Así que estaba en la granja?

– Sí, hasta el mismísimo día que lo mataste.

Quedé tan sorprendido por aquella información que pasé por alto la observación. Harry tenía el auditorio mudo e incondicional que deseaba.

– Barbara era muy lista. Dejó que sus padres creyeran que salía con Duke, cosa que no les importaba demasiado. En su escala de valores, cualquiera era mejor que Morton, incluso un soldado americano.

Por sus labios cruzó un rictus nervioso.

– Cuando los yanquis llegaban a una ciudad, la gente solía encerrar bajo llave a sus hijas. No así en casa de los Lockwood. Barbara hizo que circulara el rumor de que entre ella y Duke había algo. Ya sabes que salió con él un par de veces. Y te utilizó a ti para atizar el fuego.

Yo no había hecho sino repetir aquel cuento en el juicio contra Duke. Sentí un escalofrío.

– ¿Todo esto te lo contó Sally o te lo has sacado de la manga?

– A ella se lo contó Barbara. Más cierto que el evangelio. Tienes que creerme.

Y le creí. Porque sabía que, mal que me pesara, por muy a contrapelo que pudiera aceptarla, aquélla era la verdad. Acababa de arrojarme a un infierno en vida. Mi deshonroso testimonio había contribuido a que colgaran un inocente.

Por fin el manantial de palabras de Harry se había secado. El movimiento siguiente me correspondía a mí, pero la verdad es que yo no estaba en situación de hacer nada. Harry advirtió que mi resolución vacilaba o quizá sólo mi deseo de librarme de él y de actuar por mi cuenta, puesto que su mirada se desplazó del arma a un punto situado más arriba; estaba calculando las posibilidades que tenía de salir con vida de aquella situación.

Nos encontrábamos en un punto muerto.

Yo no iba a matarlo a sangre fría, pero era una temeridad bajar el arma. El no podía moverse y yo, sin el bastón, tampoco. Ni siquiera podía escoltarlo hasta el coche y hacer que se fuera.

En un arrebato, fruto de mis encontradas emociones, quise puntualizar las cosas. Harry creía que yo había matado a Morton y provocado la muerte de Sally.

– Hazme un favor -le dije-, contéstame esta pregunta: si Morton era el amante de Barbara, ¿por qué disparé contra él?

– Por celos.

– ¡Por el amor de Dios! Si yo llevaba pantalón corto…

– Oye, yo también estaba… ¿O no te acuerdas? -dijo Harry, volviendo a coger confianza en el espacio de un segundo-. Tú estabas colado por la chica, ¿no es verdad? Un amor de chaval. Yo lo capté. Como lo captó Sally. Y Barbara se aprovechó. Un fallo fatal. No hay que jugar nunca con los sentimientos de un niño.

Con amargura, con exasperación, le pregunté:

– ¿Qué hice, pues? Disparé contra Morton y lo despedacé, ¿verdad? Eso a los nueve años… ¡A otro con ese cuento!

Harry hablaba con más serenidad que yo.

– No -dijo con voz tranquila-. Duke se encargó del cadáver. Se apiadó de ti.

– ¿Qué?

– Era como un padre para ti. Habría hecho cualquier cosa para sacarte de un apuro. Aquella noche volvió en el jeep a la granja, cortó la cabeza al cadáver y la echó en el barril de sidra. El resto del cuerpo lo llevó con el coche a otro sitio, quién sabe, a kilómetros de distancia.

Me había quedado prácticamente sin habla.

– Supongo que esto no te lo contaría él, ¿verdad?

– No. Pero tiene que ser así. Era un rasgo típico de él. Le encantaban los chavales.

– No tiene por qué ser así.

Harry estaba decidido a terminar la explicación.

– Cuando, por fin, le echaron el guante, se negó a señalarte con el dedo. Estúpido… pero íntegro. Así era Duke Donovan.

– ¿Y yo me guardé toda esta historia durante el juicio? -le grité dando rienda suelta a mi indignación-. Dejé que colgaran al hombre que, según tú, me había salvado. ¿Por quién me has tomado? ¿Por un hijo de puta? ¿No ves que si yo hubiera sabido algo que impidiera que colgaran a Duke lo habría soltado al momento?

– Él era inocente -dijo Harry-. Te dije y te digo que era inocente.

– Lo sé. Y me rompe el corazón. Es monstruoso. Es horrible. Pero yo entonces no lo sabía. Me he pasado veinte años de mi vida figurándome que era culpable, pero ahora tengo la plena convicción de que no lo era y voy a encontrar al asesino. No estoy seguro de quién puede ser, pero sé dónde tengo que buscarlo.

Hubo una pausa.

– ¿En la granja?

Asentí con la cabeza e hice un esfuerzo sobrehumano para parecer razonable.

– ¿Sabes por qué estoy tan seguro?

– ¿Por lo de Sally?

– Sí. La han matado porque sabían que me lo contaría todo.

– ¿Así que crees que la persona que mató a Morton también…?

– Exactamente.

Entre nosotros se interpuso un silencio tenso y poblado de reflexiones, mientras seguíamos mirándonos, ahora más serenos que antes, pero cada uno metido en su propio callejón sin salida. Habría podido decir algo más, pero opté por callar. Lo que había dicho era espontáneo, apasionado. Ya bastaba.

Por fin fue Harry quien tomó la iniciativa.

– De acuerdo, amigo, llámame loco, pero te creo. Si es verdad que no mataste ni a Morton ni has matado a Sally, no tengo por qué preocuparme. Tampoco me vas a matar a mí. Así que voy a decirte lo que pienso hacer. Voy a salir ahora mismito de aquí, cojo el coche y me largo. ¿Entendidos?

Asentí con la cabeza.

Quería asegurarse plenamente de mi asentimiento.

– ¿No vas a impedirlo? Si es así, ¿quieres bajar el arma?

Aquello era, en esencia, lo que venían discutiendo las superpotencias desde lo de Hiroshima. Tenía que establecerse una cierta confianza entre nosotros. La única manera sensata de ir para adelante era el desarme. Bajé la vista y puse el pie sano sobre la tubería de plomo con la que me había amenazado hacía unos momentos. Fijé los ojos en Harry y, lentamente, dejé la pistola sobre mi regazo y coloqué las manos sobre los brazos de la butaca.

Harry inclinó la cabeza en señal de reconocimiento, dio un par de pasos a un lado con movimiento inseguro y en seguida, ya con resolución, atravesó la habitación y se dirigió a la puerta. Le seguí con los ojos sin hacer ningún movimiento.

Una víctima demasiado fácil.

Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Estaba prácticamente detrás de mí y ya había cruzado la puerta cuando, con la mano derecha, agarró algo que estaba colocado sobre un armario de la entrada.

Era un pisapapeles de vidrio multicolor, aproximadamente del tamaño de una pelota de cricket, pero el doble de pesado.

En el borde de mi campo visual apareció un arco de luz, el objeto, al recorrer la órbita desde su mano hasta estrellarse en mi cabeza.

El estampido.

Y después, nada.

21

Un pitido.

Penetrante, insistente y doloroso.

Al abrir los ojos contemplé la luz de la mañana colándose por el espacio que quedaba sobre las cortinas. Palpé con los dedos el chichón detrás de la cabeza. Lancé un gemido.

El pitido no estaba dentro de mi cabeza.

En un momento dado de la noche, había salido de la inconsciencia suficientemente como para trasladarme a rastras hasta el sofá y desplomarme en él. Ahora tenía frío, sentía la ropa húmeda, necesitaba una docena de aspirinas.

A tientas busqué el bastón. Por supuesto, no estaba. Hice un esfuerzo para dejarme resbalar y arrastrarme hasta el teléfono.

Lo descolgué y escuché.

– ¡Vaya! No todo está muerto en Pangbourne. ¿Hablo con el doctor Theodore Sinclair?

La voz pertenecía a un hombre y era retumbante, rimbombante y complacida en sí misma, una voz capaz de convertirse en diarrea verbal sin ayuda de diccionario.

– ¿Quién es?

– Watmore… Digby Watmore. Supongo que lo he sacado de la cama.

– No. ¿Qué hora es?

– Las ocho y veinte… o por ahí. Miércoles. Usted dijo que dos o tres días sin…