¡Al cuerno con mis escrúpulos! Si un hombre está solo un sábado por la noche y llama a su puerta una rubia de diecinueve años, no hay que ametrallarla a preguntas y lo único que debe hacer es ir a por el champán. El Perrier Jouet estaba en el frigorífico.
Cogí la linterna que tenía en un estante y, ya me encontraba en el pasillo camino de la puerta de entrada, cuando oí el crujido de una tabla del suelo de mi habitación, situada en el piso de arriba.
¡Mi habitación! Vaya con la niña…
Se había introducido, mediante procedimientos violentos, en mi casa.
Aquello me sacó de mis casillas. Supongo que era la respuesta primitiva del que siente invadido su territorio. De haber tenido dos piernas en buenas condiciones, habría subido las escaleras en dos zancadas y ella las habría bajado en un santiamén. En lugar de eso, mientras me dirigía cojeando a la cocina, mis pensamientos recorrieron toda la escala de reacciones que median entre la indignación y la excitación.
Finalmente, después de reflexionar un momento, decidí que no la echaría. Ni siquiera mascullaría una simple protesta.
La chica había izado sus colores en el mástil.
Así que yo también podía ser práctico; coloqué la botella de champán y dos copas en una bandeja y me dispuse a subir las escaleras. Tengo una especial habilidad para llevar bandejas con un solo brazo, incluso cuando es preciso subir escaleras.
Ni siquiera encendí la luz. Conozco perfectamente el camino hasta mi cuarto para poder llegar a él a oscuras. Me incliné sobre la cómoda situada a la izquierda de la puerta y, antes de depositar la bandeja en ella, pasé la mano por la superficie. Mi previsión no podía haber sido más oportuna, puesto que mis dedos tropezaron con unas gafas. Al mismo momento percibí un ligero olor a almizcle, que me incitó a inspirar más intensamente.
Con todo, para mis adentros seguía repitiéndome que no había que precipitarse. Me libré de la ropa y me acerqué a la cama. Al tocar la almohada, mi mano sintió el contacto de la cabellera de la muchacha, desparramada sobre ella; se había soltado la trenza. Me metí en la cama a su lado; estaba envuelta en mi batín, seguramente para conservar el calor. Nuestros labios se encontraron y en seguida ella guió mi mano hacia su piel, suave y acogedora.
Mientras subía las escaleras, no había podido evitar pensar en la que se habría armado si hubiera traído a Val a mi casa, tal como había planeado. Pero ya había dejado de pensar en Val, salvo para considerar que había quedado derrotada en toda la línea.
Cuando, por fin, salí de la cama para descorchar la botella de champán, Alice Ashenfelter inició la conversación. En lugar de pronunciar una frase trascendental, dijo:
– El pestillo de la ventana del retrete está roto.
– Así que has saltado por la ventana…
La chica se mordió los labios.
– ¿Estás enfadado conmigo?
– ¿Tengo cara de estar enfadado?
– Sin gafas, no te veo bien.
Se las di.
Después de ajustárselas sobre las orejas, dijo:
– Un poco sorprendido, pero no enfadado.
El corcho salió disparado al otro lado de la habitación y yo llené las copas.
Ahora me había llegado el turno de contemplarla. La luz que se proyectaba sobre la cama esbozaba oscuras sombras bajo sus pechos y se derramaba sobre sus cabellos, increíblemente largos y sedosos, partidos en dos mitades. Me gustaba aquella cabellera suelta. Para una chica que, todo lo más, podía tener diecinueve años, aquella trenza constituía un alarde de juvenil afectación. Muchas de mis alumnas llevaban el pelo largo, la más de las veces suelto, en algunos casos recogido en forma de cola de caballo o de moño. Las trenzas, sin embargo, estaban fuera de programa. Posiblemente el peinado de aquella chica respondía a una moda americana que todavía no había cruzado el charco, aunque a mí me daba en la nariz que era un peinado peculiar de Alice Ashenfelter; un peinado que casaba muy bien con aquella manera suya de afrontar las cosas por la vía directa.
Lo que todavía me quedaba por averiguar era si aquellas maneras de colegiala eran pura filfa o constituían un rasgo que formaba parte de su personalidad. Como si su evolución hubiera quedado interrumpida. Pese a todo, no podía decirse -y me congratulaba de haberlo comprobado- que aquella interrupción afectara a todos los aspectos de su personalidad.
Como si hubiera leído en mis pensamientos, se deslizó dentro de la cama y se cubrió los pechos con la sábana. Era como si la modestia ocupara el lugar que le correspondía, así que recogí el batín del suelo y también me cubrí con él.
Ahora, pensé, había llegado el momento de buscar la etiqueta del precio.
Me senté en la butaca colocada frente a la cama y le pregunté:
– ¿Tienes algo que decirme?
Alice levantó la cabeza e hizo como que bebía, pero sin tomar ni un sorbo siquiera. Y a continuación, en un tono de voz que dejaba traslucir una cierta desgana, dijo:
– Va a costarme un poquito. Tienes que ayudarme.
– El champán ayuda mucho en estos casos -dije.
– De acuerdo, pero te ruego que tengas un poco de paciencia. Se trata de algo que cuesta mucho ponerlo en palabras. Si te digo por qué he venido a Inglaterra y he pasado por todas estas cosas para dar contigo, quizá disculpes algunas de las tonterías que he hecho, como por ejemplo desinflarte la rueda del coche.
Aquellas palabras parecían conducir a alguna parte. Hice un gesto de asentimiento con la cabeza.
La chica bajó la voz y empezó a enroscarse un mechón de cabello en los dedos.
– Quiero hablarte de mi padre.
– ¿Cómo?
– De mi padre.
Sentí una especie de escalofrío. ¿Podía pensar algo que no fuera lo que pensé entonces? ¿Que acababa de hacer el amor con una loca? Pese a que dentro de mi cabeza estaba atronando toda una colección de sirenas de alarma, traté de mostrarme impasible.
– La verdad es que yo no llegué a conocerlo -prosiguió en el mismo tono, lleno de tensión contenida-; tú, en cambio, sí lo conociste.
– ¿Ah, sí? -dije con voz hueca, tratando de concentrarme-. Me parece que te equivocas.
– No. Lo conocías muy bien. Lo colgaron por asesinato en 1945.
4
Empezaban a atarse los cabos. ¡Aunque no sin tropiezos! The Old Bailey, mayo de 1945. juicio por el asesinato Donovan. Yo había actuado como testigo. Los periódicos del momento me habían descrito como «un niño pálido de once años, vestido con un traje de franela gris, a quien el juez ha tenido que pedirle repetidas veces que hablase». Por el hecho de ser un niño, el testimonio aportado por mí tuvo que hacerse en forma de declaración no jurada y el juez se había encargado de formularme la mayor parte de las preguntas. Aquel juez, con su peluca y su toga escarlata, el cuerpo proyectado hacia adelante para no perderse ninguna de mis palabras, las cejas negras y enmarañadas avanzando hacia mí, todavía ahora seguía apareciéndoseme en sueños. Por mucho que uno quiera atrincherar una experiencia como ésta en el rincón más oscuro de la memoria y acumule sobre ella millones de acontecimientos felices, no llega a olvidarla en la vida.
Pero la conexión de aquel hecho con Alice Ashenfelter no estaba clara. El hombre que había sido juzgado en aquella ocasión era americano; efectivamente, un soldado americano, destacado en Somerset, cuando yo vivía allí como refugiado de guerra; se llamaba Donovan. Era el soldado raso Duke Donovan.
Como si estuviera leyendo mis pensamientos, Alice explicó:
– Mi madre se casó por segunda vez cuando yo era todavía una niña. El segundo marido se llamaba Ashenfelter y me puso su nombre. Y así consto en los registros, en el carnet de identidad y en toda mi documentación: Alice, hija de Henry Ashenfelter.
– ¿Y no es tu padre? ¿Estás segura?
– Tengo pruebas.
No respondí. Estaba tratando de descubrir algún rasgo de la fisonomía de Duke Donovan en el rostro de Alice. Me acordaba de él como si lo estuviera viendo. Aquel hombre me había cautivado. Tal vez en la boca de Alice Ashenfelter había algo, quizá en la curva de la mandíbula… pero no estaba del todo seguro. Todavía no me había convencido.