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– ¿Dos o tres días sin qué?

– … la señorita Ashenfelter en sus talones, para citar sus propias palabras. No vaya a decirme que lo ha olvidado. Tenemos un pacto.

Lo recordaba vagamente, como si fuera un hecho correspondiente a una encarnación anterior.

– ¿Cuándo fue esto, Digby?

– El domingo por la noche. Y le aseguro que esos dos días no me he dedicado a hacer picnic. Insisto, ¿seguro que no lo he arrancado de la cama?

– ¿Qué ha pasado con la señorita Ashenfelter?

Profirió lo que me pareció un resoplido exasperado.

– Ha sido mi inseparable compañera durante las últimas cuarenta y ocho horas.

– ¿Día y noche, Digby?

– Le he puesto el sofá de mi estudio a su disposición, pero ella prefiere pasar la noche hablando sin parar del caso Donovan.

Hice un oportuno bostezo.

– ¿Ha resultado instructivo?

– El comentario está fuera de lugar -dijo Digby, irritado-. Los hechos nos han desbordado, ¿no le parece?

– Sí, la verdad es que han ocurrido muchas cosas.

– Ésta es precisamente la razón de que lo telefonee. Esta mañana, al coger el Western Daily Press y enterarme del incendio de Bath, me he quedado helado. ¿Lo ha leído?

– ¿El periódico? No.

– ¿Sabía lo del incendio? La casa de los Ashenfelter convertida en cenizas, la señora Ashenfelter muerta…

– Pues… sí. Estaba en Bath.

Hubo una pausa de ofendido silencio.

– Bien, gracias por su amabilidad, Sinclair.

– ¿Qué?

– ¿No podía llamarme? Usted me prometió una exclusiva. Dejémoslo ya… Yo soy un periodista, desde el principio al fin.

– En este caso, ha llegado el fin -dije, mientras sonreía porque me sentía mucho mejor. Quizá no había sufrido lesiones cerebrales de carácter permanente.

– Se figura que es muy chistoso, ¿verdad? -dijo Digby en un arrebato de furia para el que no me sentía preparado-. Escuche con atención, Sinclair. Sé perfectamente por qué no me ha llamado. Usted lo tiene más negro que el carbón. Tengo mis fuentes informativas. Usted vio ayer a Sally Ashenfelter y quiso asegurarse de que no hablaría con nadie. Quien la asesinó fue usted.

– Usted se ha salido de madre.

Pero él continuó delirando:

– Tengo escrita la historia. Será la noticia bomba del domingo. Así que métase donde le quepa la exclusiva. Y cuando publique la historia, pienso llamar a la policía y le aseguro por mi madre que lo van dejar como unos zorros.

Colgué sin más, fui a por el frasco de las aspirinas y seguidamente me puse en rápido movimiento.

Ducha, afeitado, cambio de ropa. Café solo. Más café solo.

Para trasladarme de un lado a otro de la casa me ayudaba con un bastón de ciruelo. Después dediqué preciosos minutos a la búsqueda del habitual de ébano, maldiciendo a Harry mientras cojeaba a través del húmedo jardín y veía obstaculizada mi labor por causa de la bruma matinal que soportamos todos los que vivimos junto al río. Antes de localizar el bastón, que había aterrizado en el espacio pavimentado situado delante de la glorieta, mis zapatos y los bajos de mis pantalones quedaron empapados. El puño de cuero era húmedo al tacto pero, aún así, lo prefería al bastón de ciruelo.

Después volví a casa. Ya tenía una cosa más para archivar en mi recuerdo.

Con anterioridad, mientras me afeitaba, había tratado de desentrañar el comportamiento de Harry. No me explicaba por qué me había atacado cuando ya no estaba amenazado y se encontraba camino de la salida. Yo había dejado de ser un peligro para él. Casi nos habíamos dado la mano en señal de despedida en el momento en que salía.

Súbitamente lo comprendí todo, se había llevado el arma.

Me arrastré uno o dos minutos por la alfombra de la sala de estar y escudriñé debajo de los muebles por si había proyectado la pistola en algún rincón al desplazarse a tientas por la habitación durante la noche. Pero no encontré nada.

El cerebro seguía funcionándome al noventa por ciento de su rendimiento, pero lo forcé a hacer ciertas deducciones. Harry sabía que el Colt era el arma del crimen. Había descubierto que estaba en mi poder. Nada de lo que yo le había contado había hecho vacilar su convencimiento de que yo había matado a Morton hacía un montón de años, que había tratado desesperadamente de borrar las huellas durante todo este tiempo y que había dejado que Sally muriera entre las llamas del incendio. El arma constituía la prueba del delito. ¿A qué otro sitio podía llevarla si no era a la comisaría?

Y en caso de que Harry no consiguiera ponerme en manos de la policía, ahí estaba Digby para hacerlo. De un momento a otro, podía llegar el coche celular.

Me dirigí a la puerta.

La primera vez que quise poner el coche en marcha, no lo conseguí. ¡Vaya día para dejarme en la estacada, el coche más fiable que había poseído en mi vida! Lo intenté de nuevo y volví a intentarlo tres o cuatro veces más. Nada. De seguir insistiendo, acabaría agotando rápidamente la batería.

Harry -¡maldito imbécil!- debía haber hecho algo para inmovilizar el motor.

Salí trabajosamente y levanté el capó.

No vi hilos desconectados, todos los contactos parecían en su sitio, la tapadera del distribuidor colocada, todo donde debía estar. No existía sabotaje. La situación era el resultado de haber dejado el coche toda la noche a la intemperie en lugar de meterlo en el garaje. La neblina es peor que la lluvia en cuanto a dejar capas de humedad por todas partes.

Fui a buscar un paño, lo puse sobre el calentador de la cocina y me dediqué a secar cuidadosamente todo el sistema de encendido. Volví a poner en marcha el motor, a dar gas… pero el motor seguía ahogado. En el cine, cuando alguien tiene prisa, se mete en el coche y se larga. En la vida real puede no ser así. Lancé cuatro tacos, volví a probar y conseguí una respuesta tartajosa que fue perseverando hasta convertirse en el ruido normal del motor. Por fin podía marcharme.

No encontré ningún coche de la policía mientras remontaba el sendero con un ruido como el de una matraca. Muy pronto me encontré en la A4, en dirección al oeste. Aquella neblina, que yo creía local, persistió hasta Marlborough, dificultando mi avance, pero al mismo tiempo haciendo menos probable que me descubrieran si se daba por radio alguna orden sobre mi persona a los coches patrulla. Cerca de Devizes, en la A361, la niebla se dispersó durante un tramo, pero volvió a interponerse rápidamente al dejar la ciudad.

Al poco rato me encontré en Somerset. Pronto estuve en Frome, pueblo profundamente encajonado entre dos colinas, donde me había dejado el tren en 1943, junto con mis compañeros refugiados. Después pasé por la población-cárcel de Shepton Mallet, aquel lugar desolado e infeliz donde tenían su base los americanos. Finalmente, pálida como un espectro entre la niebla, surgió Christian Gifford, la granja.

Me detuve a pocos centenares de metros, enfilé un camino hasta una zona boscosa donde nadie podría descubrirme desde la carretera y después anduve el trecho restante. Era duro para mí, pero prefería que nadie me observara mientras salía aparatosamente del coche y, por otra parte, me ponía al abrigo de alguna bala perdida.

El viejo cliché de la niebla envolviendo el paisaje como una mortaja venía aquí que ni pintado. La ausencia de pájaros hacía aquel ambiente más sepulcral que un cementerio. Lo único que se escuchaba era el crujido irregular de los zapatos y el bastón en la calzada. Volví a maldecir a Harry por haberme robado el arma.

Entré en la granja por la parte donde estaban los bidones de leche, preparados para ser recogidos. De haber sido normal la visibilidad, habría distinguido la casa y demás edificaciones en lugar de ver la hilera de arbustos descoloridos y recortados, con sus festones de telarañas y de gotas de lluvia.

Me metí cojeando en la era, la movilidad de mis ojos compensaba la torpeza de mis piernas.