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Permanecí un momento inmóvil, escrutando los grises edificios, a la espera de un movimiento, acordándome del día en que Duke y Harry irrumpieron en la granja con su jeep, yo sentado en el asiento trasero, triunfante, pero nervioso por el resultado hasta que Barbara, radiante, con sus negros cabellos resaltando sobre el jersey blanco, salió de la casa con el rostro sonriente.

Puse coto a mis recuerdos y me acerqué a la granja.

George Lockwood respondió a mi llamada. Veinte años pueden operar dramáticos cambios en un rostro. El suyo, sin embargo, apenas se había alterado; entre los dientes había algún hueco más que antes no estaba, las mejillas junto a los pómulos ligeramente más hundidas, pero el ojo izquierdo seguía igualmente inyectado de sangre y las cejas tan negras como antes, pese a que su pelo había encanecido.

No dijo nada. Se quedó estudiándome. Su mirada era directa, exenta de interés, nada sorprendida. Me conoció. Se diría incluso que me esperaba.

Le di una somera explicación:

– Estuve aquí el domingo y esperaba verle a usted y a la señora Lockwood. Soy Theo Sinclair.

Asintió con la cabeza. Por lo menos había alguien que me entendía.

– ¿Puedo pasar?

El hombre modificó el foco de sus ojos para escrutar más allá de mi persona, hacia la era.

– Hoy he venido solo -le dije.

Retrocedió unos pasos, dejando la puerta abierta, se dio la vuelta y se fue pasillo abajo, arrastrando los pies al andar.

Después de cerrar la puerta, seguí tras él.

Hasta mí llegó flotando en el aire el olor a pan cocido en el horno, que se asociaba, en mis recuerdos, al intenso olor de aquella casa, mezcla del que emanaba el moho de las viejas alfombras y el de las piedras antiguas. Todavía fue más evocadora la voz de la señora Lockwood, tenue, apenas audible:

– ¿Quién es, George?

Al entrar en la cocina y verme, exclamó:

– ¡Theo, querido Theo!… -y abrió los brazos para que la abrazara.

Había cambiado más que su marido, había perdido gran parte de los kilos de los tiempos en que yo la conocí y, en cambio, había ganado toda una colección de arrugas que le infundían un aire de suma tristeza cuando de su rostro desaparecía la sonrisa. Por otra parte, la artritis había empezado su labor de deformación de las articulaciones de sus dedos. Iba peinada de la misma manera austera de los viejos tiempos, con el cabello, ahora plateado, echado para atrás desde su nacimiento en la frente y recogido en un moño en la nuca.

– Me parece que todavía podré ofrecerte unos pastelitos acabados de hacer -dijo.

– ¡Estupendo! -dije, pensando que por lo menos el recibimiento era mejor que el de la última vez.

Como de paso, pregunté:

– ¿Dónde está Bernard esta mañana?

– Arando. No puede tardar. Ahora vendrá.

Traté de que no viera el pánico que me producía la noticia. Me acordé de que «ahora», en aquellas tierras de poniente, tenía significados insospechados. De hecho, cabía la posibilidad de establecer unos límites más precisos a través de la expresión del rostro de la persona que pronunciaba la palabra que a través de la entonación de la misma. Yo no me había distinguido nunca por mi capacidad de adivinar el sentido de las palabras de la señora Lockwood.

Nos sentamos los tres alrededor de la vieja mesa de la cocina y comimos pastelitos con mermelada de fresa, acompañados de té, que seguía hirviendo a fuego lento en la tetera marrón, colocada sobre el hornillo de la cocina. Entretanto les conté qué había sido de mi vida desde 1944. Todo expuesto en frases breves y tajantes.

– ¿Y qué te trae por aquí? -me preguntó la señora Lockwood.

– La hija de Duke Donovan quiso que la acompañara aquí el domingo pasado. Estuvimos hablando con Bernard.

– Eso ha dicho.

– Pero no tuvimos la suerte de poder hablar con usted, así que he decidido volver.

George Lockwood pareció encontrar su voz y la empleó de manera expresiva, infundiendo en sus palabras una nota de incredulidad:

– ¿Donovan tenía una hija?

– Sí, nos lo dijo Bernard -le recordó la señora Lockwood con viveza y, dedicándome una sonrisa, añadió-: Se ha vuelto un poco duro de mollera…

– Nosotros no sabíamos que estuviera casado -insistió George.

– Pero George… -dijo la señora Lockwood con voz llena de desaliento y de premura.

Después, dirigiéndose a mí, adoptó un tono más amable:

– Theo, chico, ponte un poco más de mantequilla… Que ahora ya no estamos en guerra…

Cogiendo el plato de la mantequilla, dije:

– La hija de Duke Donovan, Alice, cree que su padre era inocente.

– ¿Y ella qué sabe del asunto? -dijo George, demostrando no ser tan duro de mollera como suponía su mujer.

– Y no es ella sola la que lo cree -dije-. ¿Se acuerda de Harry Ashenfelter, el otro americano?

Detrás de mí sonó otra voz:

– ¿Qué hay de Harry Ashenfelter?

Era Bernard.

No sé cómo se las arregló para entrar tan sigilosamente ni tampoco cuánto rato podía haber estado escuchando, mientras sus padres seguían hablando, embadurnándose los pastelillos con mantequilla, sin darse cuenta de nada. A decir verdad, me dio un susto soberano, como consecuencia del cual me derramé el té sobre los pantalones. Al volver la cabeza, mis ojos tropezaron con los cañones gemelos de una escopeta.

– Siéntate, Bernard -dijo su madre plácidamente-. Es Theo, que ha venido a vernos.

– Para nada bueno -dijo Bernard, acercándome el arma a los ojos-. Ahora mismo va a venirse conmigo.

Madre e hijo se miraron a través de la habitación, como si midieran mentalmente sus respectivas fuerzas. En otro tiempo yo habría apostado por la señora Lockwood. Su voz débil era engañosa, porque poseía una personalidad muy entera y con la suficiente fuerza de voluntad para imponerla, como tuve ocasión de comprobar, para dolor de mis carnes, en tiempo de guerra, al enterarme de la doble aplicación que tenía la tabla de planchar. En aquellos tiempos habría sido un temible contrincante para Bernard, pese a la corpulencia de éste. Él tenía que arriar velas siempre. Pero habían pasado veinte años y la situación era otra. Bernard no estaba en el mismo sitio de antes: ahora el granjero era él.

En honor a la verdad, George Lockwood esta vez se puso a favor de su esposa y dijo a Bernard:

– ¿Qué te ha dado hoy? En esta casa no se llevan armas.

Bernard, en voz muy baja, en la que no se traslucían concesiones de ningún género:

– Si este hijo de puta hace lo que yo le digo, no tiene por qué haber disparos dentro de casa.

Y dándome una patada en la pierna izquierda, me ordenó:

– ¡Levántate!

La señora Lockwood echó su silla para atrás y se agarró a la mesa con la mano derecha, nudosa como un sarmiento.

– Bernard, ésta no es la manera de llevar las cosas -le dijo.

– Madre -dijo Bernard con aquella misma voz tensa y contenida-, mejor que no te metas.

Y seguidamente me apretó el cañón de la escopeta contra el cuello.

– ¡Fuera!

El cuello es una parte del cuerpo muy vulnerable. No tiene carne suficiente para amortiguar presiones. El dolor era intenso, pero los efectos en el gaznate todavía eran peores. Carraspeé, abrí la boca en busca de aire. Era como si me ahogase, como si mis pulmones se vieran privados de aire. Al inclinarme hacia adelante, sentí la mano de Bernard sobre mi frente, empujándola para atrás y forzándome a levantarme. Puede decirse que fue él el que me levantó de la silla y el que me sostuvo de pie con una sola mano. Después me acorraló contra la mesa y me tuvo allí farfullando lamentablemente.

Detrás de mí oía la voz de la señora Lockwood que no dejaba de repetir, más como un ruego que como un mandato:

– Bernard, esa no es manera…

Y, para mi desgracia, hube de llegar a la conclusión de que aquél era el límite de su protesta.