Выбрать главу

Pero me había equivocado. No había pasado un segundo y la mujer se había librado del obstáculo de la silla y, rodeando la mesa, se había situado junto a su hijo, con el cual empezó a pelear para apoderarse del arma. A él no le habría costado derribarla de un manotazo, pero se limitó a agarrar la caja del arma con una mano y los dos cañones con la otra y resistió la embestida.

Posiblemente estuvieron un cuarto de minuto persistiendo en aquella lucha desigual, hasta que la señora Lockwood claudicó y pareció conformarse con mantener una mano representativa sobre el cañón del arma, si bien no se abstuvo de gritar amargamente a su marido:

– ¿No puedes hacer otra cosa que quedarte ahí sentado?

Sospecho que George Lockwood sabía que su hijo bastaba y sobraba para contrarrestar la fuerza de los dos juntos y que por ello no se dignó siquiera a moverse de la silla.

¿Qué está pensando de Theo Sinclair? ¿Qué le parece que hizo para ayudar a la anciana señora y ayudarse a sí mismo? Con todo, no debe olvidar la situación en que me encontraba metido. Tenía la escopeta a pocos centímetros del pecho y no podía hacer otra cosa que tratar de apaciguar a Bernard. Sin embargo, todavía encontré aliento suficiente para articular:

– Está bien, me voy. Ya me marcho.

– Pues no faltaba más -comentó Bernard.

Había dado a mis palabras un sentido retorcido, transformándolas en una amenaza en la que yo, en el fondo, no creía. Nunca lo había catalogado como un auténtico asesino. Resultaba un hombre peligroso porque tenía en las manos un arma letal, pero dudaba que fuera lo bastante arrebatado, o lo bastante estúpido, para matar a un hombre a sangre fría.

Así que opté por apelar a lo mejor de su naturaleza; apoyándome pesadamente en el bastón, mi viejo compañero de fatigas, me encaminé con aire patético hacia la puerta.

Mientras Bernard iba moviendo el arma para seguir cubriéndome con ella, su madre volvió a la carga y trató de desviarla para abajo. En ningún momento surgió la posibilidad de que pudiera apartar de mí el arma el tiempo suficiente para poder escapar sino que, como hube de descubrir muy pronto, estaba más preocupada por su hijo que por mí. Súbitamente, le dirigió una súplica desesperada:

– No te dejaré. Mi hijo no es un asesino. ¡No matarás! Matar es otra cosa, Bernard.

Y él, con voz tajante, le respondió:

– Tú lo sabes mejor que yo, madre.

Y con aquellas siete palabras me dijo lo que yo había venido a averiguar.

No podía creerlo.

La señora Lockwood lo miró, atónita. Soltó al momento la escopeta y dio un paso atrás. Se llevó una mano a la boca y la apretó contra los dientes al tiempo que profería un gemido largo y ahogado, después del cual su cuerpo empezó a encogerse hasta quedarse reducido a un ovillo, en una postura que reflejaba toda su desesperación.

Bernard se había refrenado para no recurrir a la agresión física, pero sus palabras no cedieron a la piedad:

– ¡Hipócrita blasfema! Me sale con los mandamientos de la ley de Dios cuando huele a muerto.

La mujer se había desplomado en una silla y, levantando los ojos, exclamó:

– No es verdad.

– ¿Que no es verdad?

La mirada de Bernard era desafiante y sus ojos ardían con la llama de la recriminación.

– Y lo de ayer, ¿qué?

La señora Lockwood dio un respingo, como si acabara de alcanzarla en lo más vivo. Quiso decir algo, pero no pudo.

Pero él, haciendo una cruel imitación de su voz, dijo:

– «Bernard, hijo, ¿querrás llevarme en el coche a Frome, mañana, a primera hora? Tengo hora con el médico de la vista.» ¡Qué médico ni qué niño muerto! Vi cómo entrabas en la tienda y salías con dos botellas metidas en una bolsa. Vi cómo ibas a la estación y comprabas billete. La cita no era en Frome ni con el médico. El tren que cogiste iba a Bath.

Y volviéndose hacia su padre dijo:

– ¡Padre! ¿No has leído el periódico? ¿No sabes qué le ocurrió a Sally Ashenfelter?

El viejo George Lockwood había salido de su estado de pasividad y contemplaba horrorizado a su mujer.

Bernard, inexorable, seguía a la carga:

– Mi madre decía siempre que había que compadecer a Sally y disculpar su debilidad por el alcohol. Y también decía que, en recuerdo de los viejos tiempos, un día le haría una visita. Pues sí, la visita se la hizo, pero con dos botellas de vodka y una caja de cerillas.

George Lockwood, entonces, con sorprendente ternura, se dirigió a su mujer con estas palabras:

– Molly, cariño mío, ¿cómo has podido hacer una cosa así? Me prometiste que no habría más muertes. Dijiste que no habría más sangre.

La mujer profirió un lamento de dolor.

– Lo hice para protegernos. Todo había quedado olvidado, y ahora…

Se cubrió el rostro con las manos.

Pero Bernard no se dejó conmover. Apretando el arma con más fuerza, me indicó con un gesto que saliera.

Yo me sentía presa de un cúmulo de sentimientos encontrados: repugnancia, horror, indignación, piedad… Por otra parte, también había sitio para una cierta satisfacción. Mi suposición de que la clave del misterio estaba aquí, en casa de los Lockwood, había sido acertada. Pese a todo, debía admitir que no había catalogado a la señora Lockwood como asesina por partida doble.

¿Y usted?

¿Necesita más pruebas para convencerse?

Yo sí. Retrocedí mentalmente hasta el año 1943 y reviví en unos instantes, como una grabadora a rápida velocidad, los acontecimientos básicos de los que había sido testigo. Morton copulando con Barbara en el granero, yo soltando atropelladamente la noticia a Duke y, después, a la señora Lockwood…

Duke no había asesinado a Morton. Había echado una ojeada en el granero, se había detenido a escuchar, había llegado a sus propias conclusiones y se había marchado.

Los Lockwood se la tenían jurada a Morton. La señora Lockwood, enfurecida, había cogido el arma del cajón del mueble. A ella le importaba poco que Morton estuviera violando a su hija o que la poseyera con pleno consentimiento de ella. Le disparó a bocajarro, dejó caer el arma y condujo a Barbara a la granja.

Sally y yo estábamos en la cocina de la granja cuando entraron Barbara y la señora Lockwood. Sally, únicamente Sally aparte de la familia, sabía que Barbara y Morton se querían y que el ataque de histeria de Barbara no podía ser resultado de una violación.

Sin embargo, cuando Duke fue juzgado, Sally no fue llamada a declarar como testigo. Mi declaración constituyó la prueba irrefutable que condujo a Duke a la horca. La mía y la de los Lockwood. Tanto el fiscal como la defensa dieron por buena la versión de que Morton había sido asesinado porque había violado a Barbara. La versión de Sally habría entrado en conflicto con mi declaración y con la de los Lockwood.

Todos en Christian Gifford cotilleaban en relación con el alcoholismo de la pobre Sally, pero sólo había una familia que supiera realmente por qué bebía: los Lockwood. Así que cuando Alice y yo aparecimos en Gifford Farm y supimos por Bernard que Sally vivía en Bath, la señora Lockwood comprendió que se acercaba el desastre. Se puso en contacto con ella para decirle que quería verla y compró unas botellas de vodka.

Un asesinato proyectado y ejecutado a sangre fría.

Y no el último del que voy a hablar.

Si usted es una persona de carácter nervioso o tiene proyectado dormir pacíficamente dentro de un ratito, lo mejor que puede hacer es cerrar el libro en este punto. Gracias por su compañía y buenas noches.

Para usted, en cambio, aquél a quien nada puede impedir que vaya pasando páginas, voy a exponerle el resto de lo que ocurrió y tal como ocurrió. Habíamos dejado a Bernard apuntándome con la escopeta y sacándome a punta de cañón de la granja. Entretanto, su madre estaba sollozando y tratando de lavar las penas de su corazón mientras su desventurado George procuraba consolarla.

Yo cooperé en la acción abriendo la puerta y saliendo a la era. Supongo que había sido demasiado optimista al abrigar la esperanza de que Bernard me permitiría salir discretamente en tanto él se dedicaba a solucionar la crisis doméstica. Pese a todo, me presionaba la espalda con el arma para que tuviera la plena conciencia de que lo tenía pegado detrás.