Consideré que lo mejor era procurar sacar hierro al momento y, en el tono más natural que me fue posible adoptar, le dije:
– He dejado el coche en la parte de arriba, pero no hay necesidad de que me acompañes.
Bernard, sin embargo, hizo como que no me había oído. Con una voz totalmente fría, más temible que si hubiera sido amenazadora, me dijo:
– Vete directo al granero.
– ¿Para qué? -pregunté.
En el mismo tono de voz indiferente, me respondió:
– Hay que bajarte los humos.
Me sentía igual que un animal atrapado.
Mi primera reacción fue de pánico total. Unos segundos de aturdimiento en los que me pareció que caminaba sin tocar con los pies en el suelo. Y a continuación ira total, necesidad urgente de atacar y de luchar por mi vida.
No tenía ninguna posibilidad.
Me dije a mí mismo que había que razonar, que puesto que tenía un cerebro, debía hacerlo funcionar.
– Es de asesinato de lo que estás hablando -le dije.
Apretó el arma contra mi columna vertebral con más fuerza todavía, obligándome a seguir adelante. Yo fui cojeando lentamente hacia el granero, el mismo donde Morton había sido asesinado. Su estructura de piedra destacaba al lado de las restantes edificaciones, con su tejado gris dibujándose remoto entre la niebla helada.
Me iba diciendo que debía hablar con él, que eso era lo único que podía hacer.
– No vas a querer matarme -le dije, como una observación jovial, hecha entre amigos-. Es seguro que te llevaría más complicaciones. Tú no eres un asesino, Bernard. No debes repetir los errores de tu madre.
– Sigue adelante o te dejo seco aquí mismo -masculló.
Yo seguí adelante, sin parar de hablar un momento, tratando desesperadamente de meterle aquella idea en la cabeza.
– Tú no tienes las manos manchadas de sangre. Fue tu padre quien la ayudó a deshacerse del cadáver de Morton después de que ella le disparara, ¿no es verdad? Metió la cabeza en uno de los barriles de sidra y enterró el resto del cuerpo en un lugar cualquiera de la granja. Quería que el barril se quedara aquí, pero alguien lo cargó en un camión y lo trasladó a Shorn Ram. Esto fue lo que ocurrió, ¿no es verdad?
Estábamos a unos veinte metros de la puerta del granero y, para la respuesta que conseguí, más me hubiera valido ahorrarme esfuerzos, porque los iba a necesitar.
– Tu padre es un encubridor, pero tú estás a salvo. No hay manera de que cubras los delitos de tus padres. Vendrá la policía, la prensa. News on Sunday ya ha destacado un periodista. Esto ha sido hoy mismo, Bernard. Están en camino.
Llegamos al granero. Pensé incluso en precipitarme en el interior y en darle con la puerta en las narices, pero la cosa no pasaba de ser una idea, puesto que contaba con una agilidad que en realidad no poseía.
Por otra parte, el bastón tampoco era un arma que yo pudiera esgrimir contra una escopeta encajada en mis riñones. Habría apretado el gatillo antes de que tuviera tiempo de levantar el brazo. Además, sabía que no era una baladronada por su parte. Cuando la muerte es inminente hay como un instinto, un sentido animal primigenio que parece advertirte del hecho.
Sentía un sudor frío que me resbalaba por el costado, como si nos encontráramos en pleno verano.
Me metí en el granero.
El granero estaba bastante oscuro, pero no lo suficiente para tratar de desaparecer de su alcance.
¿Podía hacer otra cosa que suplicar por mi vida?
– Es tanto tu futuro como el mío. ¿Lo has pensando bien? -le pregunté.
Bernard hundió el arma todavía con más fuerza en mi espalda.
– ¡Arriba!
Quería que subiese al desván donde se guardaba la paja y donde se había cometido el crimen. Buscaba el lugar exacto. El sudor que me empapaba el cuerpo se convirtió en hielo. Hasta aquel momento me había figurado que tenía tratos con un hombre que era racional, pese a serme hostil. Sin embargo, aquella esperanza me había abandonado. Estaba planeando un asesinato ritual.
Junto a la escalera de mano, a través de la cual debía trepar hasta el desván, le dije lisa y llanamente:
– No puedo subir.
Dicho esto perdí el equilibrio. De una patada había hecho volar el bastón que yo tenía en la mano y yo, por instinto, me agarré a uno de los barrotes de la escalera para impedir la caída. Golpeé con el cuerpo la madera al balancearme alrededor de la escalera.
Una punzada dolorosísima me atravesó la región lumbar, como si una de mis costillas acabase de partirse en dos. Después vino otra. Bernard me pinchaba bárbaramente los riñones con el cañón del arma.
Me incorporé como pude y empecé a trepar por las escaleras como un loco tratando de huir de su ataque. Me aupé sirviéndome únicamente de los brazos, después traté de afianzarme con ayuda de la pierna buena y forcé mi cuerpo dolorido a alcanzar la altura suficiente para agarrarme a la vigueta en la que se apoyaba la escalera. Puse encima la rodilla y conseguí encaramarme en los tablones.
Ya arriba, me retorcí y contorsioné víctima de agónicos sufrimientos mientras el dolor me mordía en la espalda. Creo que en aquellos momentos no me hubiera importado que me disparara un tiro en la cabeza con tal de que me dejara los riñones en paz de una vez para siempre. Me arrastré hasta la bala de paja más cercana para protegerlos. Pero a medida que los espasmos iban aquietándose hasta alcanzar niveles tolerables y yo iba adquiriendo conciencia del ambiente que me rodeaba, fui dándome cuenta de que Bernard no me había seguido por la escalera. Oí que ésta rechinaba al rozar la vigueta y golpeaba el suelo con un ruido sordo. Por alguna razón insondable, la había retirado del desván y me había dejado abandonado en él.
Hay un estadio en que el dolor agudo se transforma en tormento generalizado y palpitante. Traté de buscar un asidero y arrastré mi cuerpo torturado hasta el mismo borde del desván, al objeto de contemplar lo que había abajo, al tiempo que me obligaba a mirar. Bernard me había abandonado en el desván. Su intención era matarme y yo estaba plenamente convencido de que todo cuanto le había dicho no serviría para cambiar su decisión.
Había dejado la escopeta apoyada en la pared. Por una oscura razón, estaba cambiando las balas de paja de sitio y arrastraba hasta el centro las que estaban atrás. Después sacó una navaja del bolsillo, cortó la cuerda de una de ellas y desparramó la paja por el suelo del granero.
De pronto desapareció de mi vista y pude oír inmediatamente un ruido sordo de algo que era arrastrado de un lado a otro, lo que me hizo pensar que se trataba de otra bala de paja que iba a ser incorporada a la que ya estaba esparcida por el suelo.
Pero me equivocaba. Aquello que Bernard estaba arrastrando a través del granero era el cuerpo de un ser humano. Un cadáver. El cadáver de un hombre.
Tenía la camisa y la chaqueta manchadas de sangre. No podía decir aún si conocía a la persona en cuestión, porque desde el lugar donde yo estaba no se podía ver su rostro.
Prescindiendo de quién pudiera ser, mi cuerpo se vio recorrido por un escalofrío. Ahora comprendía por qué Bernard había pasado por alto mis reflexiones. De nada había servido decirle que matarme equivaldría a algo diferente, a un crimen distinto, porque la verdad es que él ya estaba involucrado en aquel tipo de crimen. Tenía las manos manchadas de sangre, era un asesino, igual que su madre.
Querer razonar con él era un trabajo inútil. Estaba dispuesto a matarme y no había manera de poder disuadirlo.
Vi cómo disponía el cadáver sobre las balas. Era como un catafalco, una especie de túmulo, aunque el cadáver estaba con los brazos y piernas extendidos, uno de los brazos colgando y los ojos abiertos, como clavados en mí.