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Observé el rostro con mayor atención ya que ahora lo tenía vuelto a mí y podía ver a quién pertenecía.

Era Harry Ashenfelter.

22

La muerte le había prestado coloraciones azuladas y blanquecinas: un azul cárdeno con manchas blancas en la parte izquierda de la frente, así como en la mejilla y mandíbula de ese lado. Había permanecido boca abajo sobre una superficie dura durante un cierto tiempo y aquellas manchas indicaban los puntos de contacto con la misma. No era preciso ser patólogo para descubrirlo. Otra observación que podría ser de interés para usted, en el supuesto de que sea médico, era que sus miembros habían quedado pendientes junto a los costados de las balas de paja y el hecho había impedido que el rigor mortis alcanzara un nivel evidente. Tal como describo la escena, me permite ceñirme a sus aspectos clínicos, lo que mitiga su horror.

Lo contemplé desde el desván con más respeto que el que nunca había sentido por él como ser vivo. Había mostrado muy escasa consideración hacia sus dos mujeres mientras éstas habían vivido, pero parecía que algún vestigio de fidelidad o algún resto de sentimiento de deber conyugal con respecto a Sally lo había empujado a tratar de encontrar a su asesino. Por lo que se veía, después de dejarme sin sentido en Pangbourne, debía de haber conducido toda la noche hasta Somerset. Me había prestado crédito al decirle que la clave del misterio estaba en Gifford Farm. Como yo, había decidido investigar por su cuenta.

Ésta había sido la causa de que le atravesaran el corazón de un disparo.

Aquella gente estaba empapada de sangre.

A continuación me tocaba el turno a mí.

Usted, astuto lector, posiblemente habrá deducido de qué modo había proyectado matarme Bernard Lockwood. Yo lo ignoraba. Debo decir que mi apabullado cerebro se negaba a funcionar. Después de contemplar el cadáver de Harry, me era imposible pensar.

Tenía los ojos todavía clavados en él cuando oí el crujido de la puerta del granero. Bernard la había abierto y había entrado.

Parpadeé, concentré mis pensamientos y desplacé mi mirada. Había cogido la escopeta.

«Escapa», murmuró una voz dentro de mí. La voz me instaba a moverme. A salir de allí. Me decía que podía amortiguar la caída dejándome caer sobre las balas de paja. Me decía que sí, que tenía razón, que allí había un cadáver, pero que yo me convertiría en otro si ahora me andaba con remilgos.

Me dispuse a actuar, pero sentí un dolor que me incapacitaba para cualquier cosa al tratar de incorporarme y ponerme en cuclillas. Miré para abajo y contemplé aquellos ojos de Harry que ya nada veían. Y sentí un frío de hielo.

La puerta volvió a crujir por segunda vez y Bernard volvió a entrar en el granero, esta vez sin la escopeta. Ahora llevaba algo igualmente letaclass="underline" una lata de gasolina.

Sin levantar los ojos siquiera, desenroscó el tapón y roció generosamente con gasolina el cuerpo de Harry y las balas sobre las que descansaba. Hasta mí llegaron los vapores que exhalaba. Lo que yo estaba contemplando no era un catafalco, sino una pira funeraria. Una pira que daría cuenta de Harry así que en ella prendieran las llamas. Por no hablar, además, de mí, atrapado a tres metros de distancia.

– ¡Loco maniático! -le grité.

Totalmente abstraído, Bernard estaba ocupado en cubrir el suelo con paja, que arrojaba a manos llenas, para formar una especie de reguero que se extendía desde el cadáver hasta la puerta. Al verlo alejarse, retrocediendo hacia ésta, le grité otros insultos. Pero tampoco sirvieron de nada.

Su intención no era hacer llegar la paja hasta la misma puerta. Cuando faltaban unos dos metros para llegar a ella, se detuvo. Quería tener espacio para poder girarse con rapidez y salir rápidamente del granero. Abrió la puerta de par en par.

A continuación fue siguiendo aquel camino que había hecho con la paja, rociándola con gasolina, preparando aquella espoleta que él mismo se había fabricado. Después volvió a la puerta, dejó la lata en el suelo y se sacó un mechero del bolsillo.

Con el pulgar hizo chasquear el mechero para encenderlo. Vi saltar una chispa, pero no apareció llama. Al segundo intento, prendió la llama pero una bocanada de aire procedente de la puerta abierta la apagó. Cuando pienso en la escena, me parece arrancada de una película de Hitchcock; todo preparado para la hoguera y el encendedor se niega a funcionar. Lo amparó con su pecho y, con la mano libre, trató de encenderlo una vez más.

Esta vez apareció la llama. Bernard se agachó y se dispuso a acercar el mechero al camino de paja empapada de gasolina.

Pero en ese momento se dibujó de improviso en la puerta la figura de una persona empuñando la escopeta.

¡Por el amor de Dios!, casi me parece oírle decir, ahórrenos ese manido cliché del hombre que aparece de pronto en la puerta con un arma. ¡Está muy visto!

Bueno, pues para empezar, no era ningún hombre, sino una chica. Y además llevaba la escopeta agarrada por el lado opuesto, como si fuera una almádena. Le aseguro que en aquel momento bendije a Alice Ashenfelter. Le perdoné todas las cosas calumniosas y falsas que había dicho contra mí, todas sus desfachateces contra mi vida y mi actuación. Aquella intromisión suya me parecía de perlas.

Con la escopeta agarrada por el cañón, descargó sobre la figura agachada de Bernard un soberano golpe con la culata. Era un golpe atrevido cuyo primer intento no podía fallar.

Desgraciadamente, falló.

Bernard debió atisbar el movimiento con el rabillo del ojo, porque esquivó el golpe súbitamente, bajando la cabeza y hurtando el cuerpo. El arma lo alcanzó en el hombro derecho, consiguiendo únicamente hacer que perdiera el equilibrio. Alice lanzó un grito ahogado y se hizo a un lado, soltando el arma al mismo tiempo, que causó un ruido terrible al caer.

Bernard no había resultado herido. De un movimiento rápido, la derribó como un bolo, pero ella, a puntapiés, se las arregló para esquivar el ataque huyendo a gatas.

Bernard se puso de pie sin prisas y se le acercó cautelosamente. Estaba fuera de mi campo de visión, pero yo sabía que la había acorralado en el interior del granero, debajo del desván. Había caído en la trampa.

– ¡Theo! -la oí gritar.

Me acerqué al borde del desván.

Hasta aquel momento, la vida me había ahorrado la visión de una persona muerta y, por supuesto, su contacto físico. La perspectiva me repelía. La reacción, sin embargo, fue automática y tan instantánea que puede decirse que no me afectó siquiera. Me dejé caer sobre el cuerpo informe de Harry, sentí cómo su carne, bajo la ropa, respondía fláccidamente al peso de mi cuerpo y cómo después me arrastraba hasta el suelo.

Yo tenía los ojos puestos en Bernard. Estaba a unos tres metros de distancia, medio agachado, y Alice estaba tendida a su lado. Iba a decir que estaba boca abajo, pero no habría sido exacto porque la verdad es que el rostro miraba para arriba, y bastante esfuerzo le costaba que así fuese. Bernard la tenía agarrada por el nacimiento de la trenza, con la que tiraba hacia el suelo, mientras que con la rodilla la tenía inmovilizada pecho a tierra. Daba la impresión de que el cuello se le iba a romper de un momento a otro.

La chica profirió un gemido agónico.

Yo había iniciado una operación de salvamento que no estaba preparado para terminar. Con el bastón fuera de mi alcance, tirado al otro extremo del granero, lo máximo que podía hacer era trasladarme a rastras hasta donde ellos estaban para conseguir que Bernard me hiciera pedazos o hiciera de mí lo que le viniera en gana.

Tenía que haber una manera mejor de hacer las cosas.

La noche anterior, Harry me había quitado el Colt 45. Si todavía lo tenía encima…

Palpé el cadáver con la mano y le tenté la chaqueta.

Nada.

Pasé después al otro bolsillo. Estaba fuera de mi alcance.