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– Nos hemos dado cuenta de que la puerta de la cocina estaba abierta -la interrumpió Digby-, por lo que yo he aconsejado a Alice que nos metiésemos en el cobertizo de la maquinaria.

– Después te hemos visto salir por la puerta de atrás, con Bernard empuñando la escopeta y pegándotela a la espalda.

– ¿Y qué has deducido de la situación? -le pregunté a Alice, francamente divertido-. ¿Yo… el sospechoso número uno?

Me pareció que, pese a su rostro negro y lleno de carbonilla, Alice quedaba como la grana.

– Te acabo de decir que había variado de opinión con respecto a este punto. Bueno, como íbamos diciendo, Bernard te ha conducido al granero. Al cabo de un momento ha salido y ha dejado fuera la escopeta, ha ido a buscar gasolina y entonces yo me he acercado para echar una ojeada dentro del granero. Cuando he visto que empezaba a derramar la gasolina por el suelo, me he dado cuenta de que había que intervenir.

Después lanzó un suspiro y su rostro dibujó una sonrisa triste.

– Me hacen falta unas cuantas lecciones para incapacitar a un hombre.

Le tendí la mano y la dejé sobre las suyas.

– Lo has hecho muy bien. De no haber sido por ti, yo no habría salido con vida del granero.

A lo que ella se echó a reír, esta vez abiertamente y me dijo:

– Creo más bien que nunca habrías entrado de no haber sido por mí.

Me parece que aquélla fue la primera vez que la vi reír sin ninguna sombra de recelo en la expresión de su rostro. Tenía las gafas torcidas y su bella nariz tiznada de negro, pero me inspiró una gran ternura. Me eché a reír y, en un impulso, le dije:

– Ahora que hemos rectificado un montón de errores, me parece que tenemos que conocernos mejor.

Digby, tentándose los bolsillos, observó:

– Voy a anotar esta frase, si no le importa.

– Cierre la boca, por favor -le dije.

Pero como usted sabe muy bien, querido lector mío, las cosas de esta vida no son como las quiere uno, sino como vienen. Alice tenía su pasaje de regreso a Nueva York fechado para el día siguiente. Ni siquiera pudimos estar una noche juntos -para salir o para entrar-, porque aquel cabeza de chorlito de Voss me tuvo el resto de aquella tarde y parte de la noche interrogándome sobre lo que había ocurrido en el granero. Yo admití que había disparado contra Bernard en defensa propia, cosa que por otra parte era bastante evidente, pero Voss estaba hecho un lío tratando de dilucidar si la acción podía ser calificada como homicidio impremeditado u homicidio justificable. Como, por otra parte, no entraba en sus propósitos acusarme, la cosa me hacía perder la poca paciencia que me quedaba. Cuando, por fin, me dejaron marchar, hacía ya muchísimo tiempo que Digby había devuelto a Alice a Reading.

La fotografía de Digby no salió, dicho sea de paso, pero por lo menos tuvo su historia en exclusiva y estoy convencido de que le reportó unos buenos dineros.

Si lo que usted espera es un final feliz, no tengo mucho más que ofrecerle. George Lockwood admitió su participación en la desaparición del cadáver de Morton en 1943. Llevó a la policía a un lago cercano a Frome, donde había arrojado el cuerpo de Morton decapitado y debidamente lastrado. Pese a que encargaron del cometido de localizarlo a unos cuantos hombres rana, no creo que de momento hayan encontrado nada.

La señora Molly Lockwood fue acusada del asesinato de Sally Ashenfelter y tuvo que afrontar la condena de cadena perpetua. Confesó igualmente que había disparado contra Clifford Morton en 1943 y cometido perjurio en el juicio de Duke Donovan. Dado lo avanzado de su edad, el tribunal decidió no procesarla por estos delitos.

He sabido que el ministro del Interior probablemente recomendará la concesión de un perdón real póstumo para Duke, cosa que supongo complacerá a Alice. A mí me satisface, por lo menos.

La gente me dice que no debo sentir remordimientos por mi participación en la condena de Duke. Me aseguran que no podía hacer otra cosa, puesto que dije lo que yo creía verdad. Estoy de acuerdo. Pero esto no quita que yo no pueda olvidar. Que nunca llegue a olvidar.

Y ahora no me queda más que meterme en el berenjenal de trabajo atrasado de la universidad que, mientras me he entregado a escribir esta historia, se ha ido acumulando en mi mesa. No lo lamento y espero que usted tampoco. Le había prometido una historia extraordinaria y he hecho todo lo que he podido para ofrecérsela. Pero antes de que llegue septiembre tengo que hacer un montón de cosas. El mes pasado presenté una solicitud para una plaza de lector en la Universidad de Yale y, para satisfacción y suerte mía, me la han concedido. Yale está situada a sólo cuarenta kilómetros de Waterbury, Connecticut, en dirección sur.

Debo de estar algo chalado.

Peter Lovesey

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