Sintiéndose inquieta, al verse objeto de tan minucioso escrutinio, quiso llenar el silencio con alguna explicación:
– Hace muy poco que me enteré del hecho. Yo me figuraba que era una niña como todas las demás, con gafas, un hierro en los dientes y un padre y una madre que de vez en cuando se peleaban. Y cuando digo padre, me refiero a Ashenfelter, ¿comprendes? Sin embargo, cuando vuelvo la vista atrás y lo pienso mejor, me doy cuenta de que nunca me quiso como un verdadero padre. Una noche mi madre y él tuvieron una escena espantosa, porque alguien lo había visto con una mujer, y al día siguiente Ashenfelter nos abandonó. Se levantó de la cama y nos dejó. Yo tenía ocho años. Ya no volvió a interesarse nunca más por mí, ni a mandarme siquiera una tarjeta para desearme un feliz cumpleaños. Cuando se divorciaron, mi madre me pidió que lo olvidara.
Y con una risa irónica y furtiva, añadió:
– A pesar de todo, seguimos conservando su estúpido apellido.
– Tenía buena mano con las mujeres, a lo que parece.
– Ni que lo digas. Lo último que supimos de él era que se había vuelto a casar y que se había venido a vivir a Inglaterra.
– ¿Y tu madre?
– Para mi madre se acabaron los hombres. A partir de entonces se dedicó por entero a mi persona. Supongo que quería compensarme por todo lo que había ocurrido. Me compraba bonitos vestidos, me envió a una escuela de equitación, me llevó de vacaciones a Cape Cod. En aquel tiempo estábamos muy unidas.
Hizo una pausa. Iba a penetrar en un nuevo estadio de la historia. Era evidente que el idilio madre-hija no había durado mucho tiempo. Quise saber su nombre:
– ¿Cómo se llama?
– ¿Mi madre?
Asentí con la cabeza. Mi memoria funciona a base de nombres. Ashenfelter había quedado grabado en ella para siempre, pero ahora me hacía falta un nombre más evocador para una madre.
– ¿Te refieres al nombre de pila?
– Sí.
Titubeó un momento.
– Si te lo digo, ¿me llamarás alguna vez por mi nombre de pila? Me ayudará a fomentar la confianza entre nosotros.
Sonreí irónicamente al pensar que, después de introducirse en mi casa por la ventana, desnudarse y meterse en mi cama, todavía le hacía falta aumentar el grado de confianza entre nosotros.
– Lo tendré presente.
– Me llamo Alice.
– Lo sé.
– Ella se llamaba Eleanor, pero todo el mundo la llamaba Elly.
Tomé nota de que había empleado el pasado.
Alice recuperó el hilo perdido de sus palabras.
– Como te acabo de decir, Ashenfelter hizo que se apartara de los hombres. Me acuerdo de que, cuando estábamos en Cape Cod, solíamos pasar muchos ratos sentadas en un café de la playa tomando un refresco y observando a los chicos. Los machacábamos. Los odiábamos a muerte.
– ¿Qué edad tenías tú entonces?
– Quizás nueve años.
– Así que muy pronto los chicos empezaron a interesarse por ti…
Con el índice se acomodó las gafas sobre la nariz y me miró fijamente a través de ellas.
– Sabes qué voy a decirte, ¿verdad?
– Que Elly y tú partisteis peras.
– Exacto. ¡La rebelión de la juventud! Sí, la rebelión de la adolescencia, y no sólo rebelión, sino hostilidad declarada, si quieres que diga las cosas por su nombre. Los chicos querían salir conmigo, ella sacaba las uñas y yo perdía los estribos. Ninguna de las dos estaba dispuesta a ceder. Me encerraba con llave, me escondía los vestidos, me vapuleaba a más y mejor, en fin… lo de siempre. Pero estaba escrito que las hormonas se saldrían con la suya, y así fue en efecto. No vayas a equivocarte… No me metí nunca en ningún lío. Lo único que quería era dejar bien sentado que saldría con quien me diera la gana siempre que se me antojase.
– ¿Y ella cómo reaccionó?
– Muy mal.
– ¿De qué modo?
– A base de alcohol. A veces, cuando yo llegaba a casa, tenía que acostarla. Tuvo dos caídas malas. Una vez se rompió una pierna, pero ni siquiera esto la hizo desistir de sus propósitos.
Nerviosa, se llevó el pulgar a la boca y se presionó los dientes con él.
– Voy a cortar. El pasado otoño empecé a ir a la universidad y tuve que dejar mi casa. Una mañana de febrero, el jefe de estudios me llamó a su despacho. Mamá había sufrido un accidente de automóvil. Había salido disparada de un tramo recto de carretera para ir a estrellarse contra un árbol.
– ¿Estaba bebida?
– Sí. La autopsia lo confirmó.
Permanecimos un momento en silencio.
– ¿Te dijo alguna vez que Ashenfelter no era tu verdadero padre? -pregunté.
Movió negativamente la cabeza.
– En tal caso, ¿cómo sabes…?
– Ahora voy a aclarártelo. Tuve que revisar sus papeles para saber si había hecho testamento. Los guardaba en una caja de costura de ébano que había pertenecido a su abuela. Dentro encontré un sobre cerrado. Al abrirlo, vi un certificado de matrimonio, unos cuantos recortes de prensa y unas cartas expedidas por las Fuerzas Aéreas. Después de echar un vistazo al certificado, me enteré de algo increíble: mi madre, Eleanor Louise Beech, había contraído matrimonio en la ciudad de Nueva York, el 5 de abril de 1943, con un hombre que se llamaba Duke Donovan. Por poco me caigo de espaldas. Y con esto me estoy refiriendo a que yo nací en febrero del año siguiente. ¡Nada menos que esto!
Y me miró con unos ojos como platos, igual que si en aquel momento hubiera acabado de nacer aquel descubrimiento. Yo mascullé algunos sonidos inaudibles, con la sana intención de cambiar de tema. No puedo soportar las emociones en estado puro.
– ¡Ya veo que no te gusta! -dijo, inventándose el diálogo en el que yo no quería entrar-. A continuación examiné los recortes de prensa y me parecieron de lo más extraño. Hablaban de un juicio que se había celebrado en Inglaterra. El cráneo del barril de sidra. ¡Sórdido a tope! ¿Por qué los habría guardado? Ya iba a desprenderme de ellos cuando, de pronto, me di cuenta de un nombre. El soldado Donovan, acusado del crimen. ¿Imaginas lo que sentí? ¡Dios mío, apenas acababa de descubrir un nuevo padre y me enteraba de que estaba complicado en un asesinato!
Esbocé una sonrisa. Aparentaba indiferencia, pero a mi manera me sentía tan excitado como ella.
Sin embargo, aquello no la afectó lo más mínimo. Me miró con expresión glacial y, de pronto, devolviéndome la sonrisa, dijo:
– ¿Te importa si te llamo Theo?
– Hazlo, por favor -le contesté, sin más.
– Gracias. Bueno pues, durante la semana del funeral me dediqué a pensar a fondo. Estaba hecha un lío. Me sentía presa de una profunda crisis de identidad. O mi padre había sido colgado por asesinato o yo era hija de un amor pasional de mi madre con Ashenfelter. Lo que era evidente era que alguien había manipulado mi documentación. Comprendía que mi madre lo hubiera hecho para permitirme empezar la vida con buen pie, pero pensaba que hubiera debido contarme la verdad cuando tuve edad suficiente para comprenderla. Y debo decirte, Theo, que nunca aludió siquiera a la situación.
– Me has dicho que contabas con pruebas.
– Efectivamente. Están en las cartas que encontré junto con las demás cosas. En un primer momento, no las abrí. Tenía demasiado miedo. Pero, después del entierro, me las llevé a la universidad, las dejé en un estante junto al reloj y allí se quedaron, una semana entera, siempre gravitando sobre mí. Me sentía extremadamente deprimida y quería deprimirme todavía más. Pero una mañana, cuando volvía de escuchar una maravillosa conferencia sobre William Wordsworth que había tenido la virtud de levantarme la moral, una mañana con un sol resplandeciente, me fui derecha al estante y abrí la primera carta. Quisiera leértela, Theo. ¿Quieres acercarme los pantalones?