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Su ropa estaba doblada sobre el respaldo de la silla donde yo estaba sentado. Le pasé los téjanos, de cuyo bolsillo trasero sacó el billetero, del que extrajo un sobre muy maltrecho, que me tendió.

Dudé un momento.

Pero ella insistió:

– ¡Por favor!

Lo tomé y saqué de él una carta. Dentro de mi cabeza reinaba una gran agitación. Como he dicho antes, yo había sentido un profundo afecto por el hombre que había escrito aquella carta, lo había querido como un niño solitario puede querer a un adulto que le comprende y que le ofrece su apoyo. Sentía la necesidad de volver a aquella fuente que lo había sido para mí de fuerza, puesto que sus palabras, aunque fueran dirigidas a otra persona, serían como establecer un nuevo contacto, aquella vez un contacto con una pesadilla.

La carta estaba escrita a lápiz, sobre un papel áspero, propio de la miseria que entraña la guerra:

«Mi muy querida Elly:

»Un nuevo alto en el camino, una oportunidad más de garabatear unas cuantas palabras para mi querida esposa y para nuestra hijita, con la esperanza de que, en el momento que sea, puedas leerlas. Como las otras veces, no estoy autorizado a decir dónde me encuentro, y sí a comunicarte sólo que estoy en Europa. Si te digo que estamos “camino de la victoria”, imagino que te doy una indicación que no puede acarrearme complicaciones. También estoy en libertad de decirte que todavía no me han herido, gracias a Dios. Cansado, muy cansado, pero no herido. Voy a superarlo, nena, no lo dudes ni un momento.

»No quiero hablar más de mí. ¿Ya dice “papá” la pequeña Alice? Supongo que sería pedir demasiado. ¿Me creerás si te digo que, en el lugar donde me encuentro, hay niños? En la zona de fuego encontré algunos, vagando entre los escombros, que me pidieron chicle. Siempre llevo encima. ¿Qué haremos los tres cuando vuelva? ¿Qué opinas de un picnic en Central Park? ¿O en Coney Island? Quiero llevaros un día a Washington, para que veáis la Casa Blanca.

»Ten ánimo, querida mía. Que mis palabras te lleguen con todo el amor del mundo y con besos para las dos.

»Tuyo siempre,

»Dave.»

La doblé y se la devolví. Para hablar con franqueza, no me había conmovido como yo esperaba. Se trataba de una carta sencilla y digna, escrita por un hombre a su esposa, y yo no tenía nada que ver en aquel aspecto de su vida. En realidad, la sensación de ser ajeno a aquel aspecto no suponía una contrariedad, sino un alivio.

– Una carta hermosa, ¿no te parece? Me importa poco lo que este hombre haya podido hacer; la carta es hermosa y el que la escribió era mi padre -dijo.

Asentí con la cabeza, advirtiendo que aquél era un momento importante. Ahora había que convencerla. En un alarde de cautela, traté de ponerme en su lugar:

– Alice, tienes toda la razón del mundo. Esta carta es un maravilloso recuerdo para ti. Es evidente que este hombre te amaba a ti y amaba a tu madre por encima de todas las cosas. Es algo que recordarás toda tu vida. Pero, ¿por qué no dejas las cosas como están?

Mi intento había resultado fallido, no me importa admitirlo. Me demostró la poca importancia que le concedía inclinándose hacia adelante y preguntando:

– ¿Cómo lo recuerdas, Theo? ¿Cómo era?

– Yo era un niño en aquel entonces. Si has terminado con tu historia, voy a tomar una ducha -dije secamente, dando la cuestión por zanjada.

Pero ella siguió insistiendo. Mientras yo dejaba correr el agua en el cuarto de baño contiguo al dormitorio, Alice comenzó a hablar, sirviéndose de argumentaciones persuasivas, a la vez que exactas, acerca de que las experiencias de guerra debían provocar en quien las vivía impresiones realmente perdurables. ¿Cómo se puede olvidar haber sido trasladado a un ambiente extraño y haberse visto envuelto en una sucesión de acontecimientos que culminaron en un asesinato y en un juicio en el Old Bailey?

Hice girar el mando de la ducha y la regulé para que el agua fuera tibia, temperatura acorde con mi estado mental. Por razones que me atañían personalmente, me sentía extremadamente reacio a bucear en el pasado, pese a admitir que Alice Ashenfelter (o Donovan) tenía derecho a informarse sobre los fatales acontecimientos ocurridos en noviembre de 1943. El conocimiento que ella tenía de los hechos era fragmentario, recogido a través de unos cuantos recortes de periódicos. Al parecer, no sabía que habría podido leer informaciones detalladas de aquel suceso en una docena de fuentes diferentes, puesto que el caso Donovan era considerado, en Gran Bretaña, un clásico del campo de la detección forense. En un estante de mi biblioteca tenía dos libros que le habría podido dejar leer. Como los asesinatos eran moneda corriente en América, supongo que no se imaginaba que el caso de su padre podía haber sido objeto de escritos y análisis por parte de criminólogos, patólogos y policías.

Tras salir de la ducha y envolverme en un albornoz, le dije:

– Dormiré en la otra habitación. Sin ánimo de ofenderte, debo reconocer que en esta cama no hay sitio para dos personas.

– Theo, todavía no me has dicho nada -insistió.

– ¿Quieres café? Yo no quiero más champán.

– Sí, por favor. Voy a ayudarte.

– No es necesario.

– ¿Puedo tomar una ducha, entonces?

– Por supuesto.

Ya abajo, busqué los dos libros sobre el caso Donovan y los cerré bajo llave en un cajón de mi escritorio. Sea lo que fuere lo que pueda usted pensar de mí, la verdad es que no tenía el más mínimo deseo de causar penas innecesarias a Alice Ashenfelter ni estaba dispuesto a que viera aquella fotografía de la solapa del libro donde se veía el cráneo destrozado de la víctima junto a la fotografía de archivo de su padre.

Adivinaba que la chica encontraría alguna excusa para seguirme escaleras abajo, lo que hizo efectivamente. Se había puesto mi batín y se había recogido el pelo en la nuca, atándoselo con la cinta que usaba para la trenza. Tenía el cabello mojado de la ducha.

– Me he acordado de la mochila -dijo.

– Debe de hacer mucho frío fuera.

Pero, sin hacerme ningún caso, salió corriendo y entró con la mochila.

– Tengo un saco de dormir -dijo-. No hay razón para que te saque de la cama.

– ¿Con leche o sin?

Después de servirle el café, le dije que tenía algo que darle.

– ¿Qué? -me preguntó ávidamente-. ¿Una fotografía?

– No. Nada más que un recuerdo. Una cosa hecha por él.

Y le tendí una figurilla de unas cinco pulgadas de altura, tallada en un trozo de madera, que representaba un policía rural montado en su bicicleta, en la base de la cual, toscamente talladas, se leían las crípticas palabras siguientes: Or I then? [1]

Si uno observaba la figura con mirada indiferente, seguramente la habría desdeñado por considerarla kitsch, aun admitiendo que se trataba de un trabajo que denotaba una cierta pericia.

La chica siguió la talla con las yemas de los dedos, como quien acaricia un ser vivo.

– ¿De veras fue él quien la hizo?

Asentí con la cabeza.

– ¿Y te la regaló? Esto quiere decir que te apreciaba mucho.

Después, fijándose en las palabras escritas en la base, frunció el ceño:

– No entiendo el significado de las palabras.

– Or I then? Escritas así, no tienen sentido.

– ¿Se trata de un mensaje secreto?

– No constituyen ningún mensaje profundo -sonreí-. En Somerset, cuando era niño, solía encontrarme con el policía local que me saludaba siempre con unas palabras que sonaban de ese modo. Hablaba en el dialecto local, ¿comprendes? Or I then?

Alice movió la cabeza, dando a entender que seguía sin entender.

-All right, then? [2] -dije, para aclararle la frase.

– ¡Ah, ya comprendo! -exclamó con una sonrisa.

Y como parecía estar todavía algo desorientada, le expliqué:

– Duke estaba intrigado con la manera de hablar de la gente de Somerset y acostumbraba tomar nota de sus dichos. Como yo vivía en casa de una familia de la localidad e iba a la escuela con los chicos del pueblo, recogía ejemplos y se los pasaba. Or I then? era uno de ellos.

– ¿Y ésta fue su manera de darte las gracias? ¡Me encanta!

– Quédate con la figurilla.

Se ruborizó y dijo:

– Theo, no puedo. La hizo para ti. Tú la has conservado todos estos años.

– A Duke le hubiera encantado legar a su hija algo hecho por él.

Su respuesta fue rápida y espontánea; se levantó y, yendo directa hacia mí, me besó en los labios. Sin embargo, si estaba usted pensando que este hecho preludiaba una nueva sesión de expansiones amorosas, mejor será que lo piense dos veces. Creo que estaba profundamente impresionada, pero yo tenía la sana intención de mostrarle la puerta a la mañana siguiente, puesto que no entraba en mis propósitos instalarla en mi casa como huésped. En consecuencia, después del beso, le puse las manos sobre los hombros y, apartándola de mí, la situé fuera de mi alcance.

Nos quedamos un momento en silencio paladeando el café, sentados uno frente al otro a ambos lados de la mesa de la cocina. Ella había puesto la figura junto a su pecho, como si quisiera darle su calor. Un instante después, incapaz de contenerse un minuto más, me dijo:

– Tú lo apreciabas, ¿no es verdad, Theo?

– Sí.

– ¿Era amable contigo?

– Mucho.

– Pero declaraste contra él en el juicio…

Asentí con la cabeza.

Después de una pausa, siguió en voz baja:

– ¿No quieres contarme lo que ocurrió?

Yo me sentía agotado y era tardísimo para empezar a contar una historia como aquélla, pero que me la sonsacaría como fuera antes de irse de mi casa era algo de lo que hacía rato estaba convencido. Desde un punto de vista humanitario, me sentía obligado a darle una explicación de algún tipo. Pensé, pues, que lo mejor era que fuera en seguida, porque a la hora del desayuno no es que las historias se me den especialmente bien.

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[1] «¿O yo después?» (N. de la T.)

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[2] «¿Todo bien?» Ésta y la frase anterior suenan igual. (N. de la T.)