Alice movió la cabeza, dando a entender que seguía sin entender.
-All right, then? [2] -dije, para aclararle la frase.
– ¡Ah, ya comprendo! -exclamó con una sonrisa.
Y como parecía estar todavía algo desorientada, le expliqué:
– Duke estaba intrigado con la manera de hablar de la gente de Somerset y acostumbraba tomar nota de sus dichos. Como yo vivía en casa de una familia de la localidad e iba a la escuela con los chicos del pueblo, recogía ejemplos y se los pasaba. Or I then? era uno de ellos.
– ¿Y ésta fue su manera de darte las gracias? ¡Me encanta!
– Quédate con la figurilla.
Se ruborizó y dijo:
– Theo, no puedo. La hizo para ti. Tú la has conservado todos estos años.
– A Duke le hubiera encantado legar a su hija algo hecho por él.
Su respuesta fue rápida y espontánea; se levantó y, yendo directa hacia mí, me besó en los labios. Sin embargo, si estaba usted pensando que este hecho preludiaba una nueva sesión de expansiones amorosas, mejor será que lo piense dos veces. Creo que estaba profundamente impresionada, pero yo tenía la sana intención de mostrarle la puerta a la mañana siguiente, puesto que no entraba en mis propósitos instalarla en mi casa como huésped. En consecuencia, después del beso, le puse las manos sobre los hombros y, apartándola de mí, la situé fuera de mi alcance.
Nos quedamos un momento en silencio paladeando el café, sentados uno frente al otro a ambos lados de la mesa de la cocina. Ella había puesto la figura junto a su pecho, como si quisiera darle su calor. Un instante después, incapaz de contenerse un minuto más, me dijo:
– Tú lo apreciabas, ¿no es verdad, Theo?
– Sí.
– ¿Era amable contigo?
– Mucho.
– Pero declaraste contra él en el juicio…
Asentí con la cabeza.
Después de una pausa, siguió en voz baja:
– ¿No quieres contarme lo que ocurrió?
Yo me sentía agotado y era tardísimo para empezar a contar una historia como aquélla, pero que me la sonsacaría como fuera antes de irse de mi casa era algo de lo que hacía rato estaba convencido. Desde un punto de vista humanitario, me sentía obligado a darle una explicación de algún tipo. Pensé, pues, que lo mejor era que fuera en seguida, porque a la hora del desayuno no es que las historias se me den especialmente bien.
5
Voy a exponerle todo lo que le conté a Alice. Por razones de brevedad, he decidido prescindir de su apellido. No sé exactamente en qué momento adopté la costumbre de usar lo que ella llamaba «nombre de pila». Sin embargo, aquel sábado por la noche en que mi decidida intención era mostrarle la puerta por la mañana, no me referí a ella dándole ningún nombre. Cuando dirijo la vista hacia atrás, me siento más cortés. Tal vez usted considera poco importante la forma en que yo me dirigiera a ella en aquella ocasión, pero hay un motivo para que yo me muestre tan escrupulosamente sincero con toda persona que lea estas palabras, como podrá comprobar más adelante.
Por descontado que lo que voy a contar no será una reproducción exacta de lo que dije en aquella ocasión, incluidas las interrupciones y preguntas de Alice, porque esto le dificultaría seguir el hilo de la narración, pero le aseguro que no va a perderse ni un solo detalle de todo lo que necesita saber.
Empecé por hablarle de mi evacuación, ocurrida en septiembre de 1943, resultado directo de una incursión aérea alemana, realizada en pleno día. Una bomba, catalogada en aquellos tiempos como altamente explosiva, fue a dar en el edificio de calderas de nuestra escuela, situada en los suburbios de Middlesex, cuando nos encontrábamos cantando la canción conocida como Diez botellas verdes en el refugio subterráneo, y el señor Lillicrap, nuestro azorado director, con su casco de acero y el rostro más blanco que el papel, esperaba a que dieran la señal de que había pasado el peligro. Aquella misma tarde se puso en contacto telefónico con su hermana, que vivía en el campo, y todos los niños de la escuela volvimos a nuestras casas con una carta que debíamos entregar a nuestras familias. Uno de los chicos, que tenía fama de díscolo, abrió la suya y la echó a un canal, pero yo, obediente, se la entregué a mi madre. En la carta se proponía a las familias evacuar a todos los niños a Somerset el lunes siguiente.
Todavía recuerdo la mitad de los niños, entre los que figuraban aproximadamente ochenta compañeros míos, congregados en la estación de Paddington, adecuadamente etiquetados y cargados con máscaras antigás, nuestros juguetes favoritos, paquetes de bocadillos y, en el caso de algunos despistados, cubos y palas. Al volver la vista atrás, se me ocurre que habría podido utilizar alguno de aquellos cubos cuando, después de esperar durante un tiempo desesperadamente largo, con terribles angustias provocadas por una vejiga a punto de estallar y metido en un tren sin pasillo, enfrentado a la perspectiva de un viaje de duración incierta hacia un lugar situado al oeste de Reading, observé furtivamente que mis pantalones de franela adquirían una tonalidad gris más oscura. Al cabo de un par de horas, cuando yo no era el único niño con un secreto (puesto que seguramente la mayoría estaban en mis mismas condiciones), llegamos a Bath Spa, donde nos trasladamos a otro tren más pequeño. Finalmente, mucho después de haber bajado las cortinillas para encubrir la iluminación del tren, se nos dijo que debíamos apearnos en una pequeña estación rural de Somerset.
Yo iba mirando los letreros de las estaciones -tenía edad suficiente para saber leer y me sentía orgulloso de ello- y me encargué de informar a mis compañeros de nuestro destino: Frome. Hice rimar la palabra con home, [3] porque, pese a que la pronunciación no era la correcta, me parecía más reconfortable: Frome, en realidad, rima con dom. [4]
Marchamos en fila india hasta el interior de una iglesia, donde, dispuestos sobre unas mesas montadas sobre caballetes, había bocadillos de queso y zumo de naranja, mientras las personas cívicas del lugar, que se habían ofrecido voluntariamente a acoger un refugiado, hacían una evaluación de nuestras personas. No es de extrañar que la selección procediera a ritmo lento. Incluso yo me daba cuenta de que, después de aquel viaje, tanto nuestro aspecto como el olor que despedíamos eran de lo más deplorable. Sospecho que algunas de las personas que se habían prestado a acogernos se deslizaron furtivamente a la calle, amparadas en la noche, puesto que, al final de la sesión, quedamos sin lugar donde acomodarnos cinco niños (todos varones), junto al funcionario encargado de procurarnos alojamiento. El servicio de voluntarios nos procuró unas literas de campaña y pasamos la noche en ellas, dispuestas en semicírculo, con los pies orientados hacia una estufa de carbón de coque.
A la mañana siguiente fuimos conducidos en coche a los pueblos vecinos con la intención de encontrarnos alojamiento en casa de gente que no tenía noticias de nuestra llegada. Desde la camioneta, conducida por el funcionario, en la que viajábamos, íbamos observando con recelo las puertas de las casas, que iban abriéndose sucesivamente y junto a las cuales se iniciaba una viva conversación. Uno o dos debieron de quedar a buen recaudo, porque cuando nos pusimos en marcha no llevábamos a nadie a nuestras espaldas. Empezaba a tener hambre.
A última hora de la mañana habíamos agotado todas las posibilidades de Frome y todavía quedábamos dos sin alojamiento: un niño gordinflón que se llamaba Belcher Hughes, con unas gafas reparadas con esparadrapo, y yo. Paramos en correos para llamar por teléfono y a continuación se nos comunicó que nos alojaríamos en Shepton Mallet. Por la forma como nos lo dijeron, tuve la impresión de que Belcher y yo habíamos tenido suerte. Imaginé para mis adentros que el señor Mallet debía de vivir en una de aquellas grandes mansiones de piedra que habíamos visto durante el recorrido.