Nos apeamos en un cruce, donde fuimos depositados en manos de otro funcionario, encargado de alojar refugiados. Las esperanzas que me había hecho se vinieron abajo al leer los nombres en el poste indicador. Belcher fue adjudicado a una anciana que vivía en una pequeña casita con terraza y a mí me llevaron a unas cuantas millas de distancia, a la granja Gifford, en la aldea de Christian Gifford, entre Shepton Mallet y Glastonbury.
Una vez allí, perdí todo contacto con la gente que conocía, descontando un par de visitas del señor Lillicrap quien, al parecer, quedó satisfecho de la educación que se me dispensaba en la escuela, situada en la parte alta del pueblo, que frecuentaba junto a los demás niños de la localidad.
Para hacer justicia a la familia Lockwood, debo decir que no se habían ofrecido voluntariamente a alojar refugiados, sino que tuvo que intervenir el gobierno, con una Orden de Evacuación, para recordarles su deber. La gente de la localidad sabía que tenían un dormitorio vacante, debido a que su hijo Bernard se había ido de la casa, por lo que se vieron obligados a aceptarme.
El primer contacto que tuve con la familia fue a través de la señora Lockwood, la cual me dio la impresión de una persona atormentada. La conocí moviendo la cabeza y mascullando palabras en un dialecto que yo no entendía. Cuando, años después, he pensado en aquella situación, he deducido que estaba preocupada por la reacción que podía tener su marido, al enterarse de que me habían introducido en su casa medio de tapadillo. Con todo, en honor a la verdad, debo decir que, por lo que a mí respecta, lo primero que hizo fue llevarme a la cocina de la granja y darme de comer: un par de rebanadas de pan, generosamente untadas con salsa de carne. Debo reconocer también que el pan era más tierno y menos terroso que las hogazas del pan de racionamiento que comía en mi casa.
Mientras observaba a la señora Lockwood, que cortaba unas ciruelas y les extraía los huesos para hacer un pastel con ellas, sentada al otro lado de la mesa de madera, decidí que aquella mujer no iba a hacerme ningún daño. Era robusta y tenía los cabellos negros y relucientes, sujetos a la cabeza con horquillas y, aunque su rostro ancho era casi tan oscuro como la piel de las ciruelas y era evidente que era más vieja que mi madre, aparentaba gozar de mejor salud. Por lo menos, debajo de sus ojos no tenía aquellas medias lunas oscuras como mi madre, testimonio de horas robadas al sueño.
El inconveniente de la señora Lockwood era su voz, tan queda que me obligaba a pedirle que me repitiera prácticamente todo lo que decía. Y cuando accedía a hacerlo, apenas si aumentaba el volumen en un semitono. Por otra parte, como yo debía repetirme en silencio todas sus frases para descifrar las complejidades del dialecto que hablaba, la comunicación procedía de forma muy lenta. Me llevó el resto de la mañana averiguar qué personas componían la familia y qué hacían.
Hube de enterarme de que el señor Lockwood hacía poco tiempo que había adquirido otra granja más pequeña, situada a poca distancia, llamada Lower Gifford, para su hijo Bernard de veintiún años, el cual se había trasladado a vivir allí, y que dicha granja estaba situada a una milla de distancia en dirección hacia abajo. Parece que el plan era que Bernard acabase ocupándose de las dos granjas en cuanto el trabajo de la grande excediese las posibilidades de su padre. Los padres acabarían sus días en la granja grande, de la que también se ocupaba su hija Barbara.
Yo había detectado una o dos prendas femeninas secándose sobre la hierba que, incluso para mi inexperta mirada, me habían parecido insuficientes, por no decir ridículas, para la señora Lockwood. Gradualmente me fui enterando de que Barbara tenía diecinueve años y que trabajaba en la granja.
Compareció a la hora de comer y, pese a que ni siquiera advirtió mi presencia, me cautivó al momento. Aunque la afirmación suene al más puro estilo Mills & Boon, la verdad es que es exacta. Ésta fue la impresión que aquella muchacha causó en un niño de nueve años que, la noche antes, había derramado en silencio lágrimas sobre su almohada. Morena de piel como su madre, aunque más fina y con rasgos más delicados, Barbara se quedó junto a la puerta mientras desataba el pañuelo verde con el que llevaba cubiertos sus cabellos. Sobre sus espaldas se derramó una cascada de cabello negro y sedoso. La chica movió la cabeza para soltarlo al tiempo que hablaba de algo que había sucedido en una de las granjas próximas a la nuestra. Quedé sorprendido al descubrir que entendía prácticamente todo lo que ella decía.
A continuación observó mi presencia y en seguida pasó a ocuparse de mi persona. Unas cuantas preguntas rápidas, dirigidas a su madre, la informaron de los hechos esenciales que me atañían y, cogiendo mi maleta y la máscara antigás, me condujo escaleras arriba, a la habitación que Bernard había dejado vacante hacía muy poco tiempo. Me llevó junto a la ventana y, poniendo su mano en mi hombro, me indicó las gallinas, los patos y su yegua preferida, un animal de color castaño que pacía junto a la era. Después nos sentamos en la cama y yo le dije que mi padre había muerto en Dunquerque, que mi madre se ocupaba de labores asistenciales y que mi tía Kit nos invitaba a comer a su casa los domingos. Como Barbara no había estado nunca en Londres, le hablé de Trafalgar Square y de Buckingham Palace. Nadie, hasta aquel día, me había escuchado con tanta atención como ella.
Aquella noche no lloré. Recuerdo que estuve mucho rato despierto en la cama, con la mirada perdida en el techo de mi nueva habitación, preguntándome qué diría el granjero Lockwood cuando se enterase de que tenía un refugiado en su casa. Era época de cosecha y, a lo que parece, el nombre no volvería a casa hasta después de que yo me hubiera metido en cama. En un momento dado, oí la voz de un hombre que hablaba lentamente y con gran solemnidad, pero después advertí que se trataba de las noticias de las nueve, retransmitidas por radio. Al poco rato, me sumí en un profundo sueño.
No sé con certeza cuándo hablaron a George Lockwood de mi existencia. Tengo fundadas sospechas para creer que las mujeres de la casa mantuvieron en secreto mi presencia por lo menos un día entero. Mi presentación al dueño estuvo muy orquestada. A las cuatro de la tarde del día siguiente la señora Lockwood cogió una gran cesta en la que puso unos panecillos acabados de sacar del horno y un cuenco de crema de leche y nos dirigimos con ella al campo donde trabajaban los hombres. Yo llevaba la jarra de sidra con la que debía llenar sus vasijas hasta el tope. Cada hombre tenía su pichel o su vasija de madera, en forma de barril, con su corcho y su tapón de aire. No paraban un momento de requerirme, superándose unos a otros en la articulación de mi nombre, pronunciado en lo que se me antojaba acentos típicos de la clase campesina. Había como mínimo nueve hombres y Barbara, todos sentados alrededor de la cesta. La sonrisa de Barbara me turbaba de tal modo que, al servir la sidra al hombre que tenía a su izquierda, derramé una parte. Éste se levantó al momento y, agarrándome por el brazo, me dio un susto soberano.
Parte de la sidra se había derramado en su plato y él era el único que lo usaba para comer. Era un plato de color de rosa, con un ribete dorado en el borde. Resultaba un refinamiento muy curioso, porque aquel hombre era el más alto de todos, alrededor de un metro ochenta y cinco, y tenía los brazos cubiertos de vello y una serie de huecos entre los dientes. Además, tenía un ojo entrecerrado e inyectado de sangre.
Otro detalle de él me llamó la atención: llevaba corbata. No una corbata especial, a rayas, como la del señor Lillicrap, ni tampoco anudada con afectación, sino una corbata negra y llena de manchas, pero cuyo uso era un signo de clase, puesto que no tardé en descubrir que aquel hombre no era otro que el granjero, mi benefactor, el señor Lockwood.