Hasta que llegara ese momento, tenía que ocuparse no sólo de su atracción por Eric, sino también de su familia. No podía esconderse para siempre.
La idea de llamar a su abuela y decirle que había vuelto para instalarse, sin licenciarse en Derecho, le daba dolor de estómago. No había tenido náuseas matutinas, así que el problema era de nervios, no hormonal.
Myrtle no gritaría, ni siquiera alzaría la voz. De hecho, probablemente diría todas las cosas correctas. Pero ella vería la desaprobación en sus ojos.
En momentos así, Hannah echaba de menos a su madre. Incluso si ella no hubiera aprobado el rumbo que estaba tomando su vida, habría intentado entenderla y apoyarla. Además, le habría dado expertos consejos sobre cómo ser una buena madre soltera.
Hannah pensó en su infancia. Aunque escaseaba el dinero nunca lo echó en falta. Su diminuta casa había sido un hogar feliz y alegre, lleno de amor. Siempre se había sentido lo más importante en la vida de su madre.
– Eso mismo deseo para ti -susurró Hannah-. Te querré con todo mi corazón.
Haría lo posible para que eso fuera suficiente. Ella había crecido sin padre y le había ido bien. También a Eric. Se preguntó si a él le había importado que no hubiese un hombre en la casa.
La mejor forma de averiguarlo sería preguntárselo, pero aún no estaba preparada. Su relación no estaba definida. Todo podía cambiar cuando le dijese que estaba embarazada y que no vería de nuevo al futuro padre.
Quizá Eric no deseara intimidad física cuando supiera lo del bebé; a muchos hombres no les atraían las mujeres embarazadas. Quizá la juzgara por lo ocurrido y la culpase por olvidar a Matt tan rápidamente.
Hannah apoyó los codos en el escritorio. Pasaba demasiado tiempo pensando e insuficiente haciendo. Decidió hacer sus listas y ponerse en marcha. Por mucho que especulase sobre Eric, no sabría la verdad hasta hablar con él. Lo maduro y sensato sería contárselo todo cuando lo viera, pero tenía miedo de ser juzgada y condenada. Miedo de que la comparase con su padre, que había dejado embarazada a su madre y había huido.
El vecindario en el que había crecido Eric no había cambiado mucho en los últimos diez años. Las casas habían envejecido y también los residentes, pero las calles seguían siendo estrechas, los árboles altos y los jardines cuidados. Era un barrio de trabajadores por horas, gente resuelta y orgullosa que nunca conseguía ahorrar lo suficiente para emergencias.
Aparcó el coche en el sendero que había a un lado de la casa recién pintada. Había vivido allí hasta que se fue a la universidad y le había sorprendido lo fácil que le resultó convertir otro sitio en su hogar.
Fue hacia la puerta con una botella de vino y una pequeña caja de herramientas en las manos. Desde que su hermana regresó tres años antes, cenaba con ella los domingos y hacía las reparaciones necesarias.
Eric subió los escalones. La barandilla era nueva, la había cambiado en otoño. Al ver las jardineras recordó la obsesión de Hannah con las bayas. A Cecilia, CeeCee, también le gustaba la jardinería, pero su extenso horario de trabajo no le dejaba mucho tiempo libre.
– Hola, hermana, soy yo -gritó, llamando a la puerta y entrando.
– Estoy en la cocina -gritó ella-. Límpiate los pies.
Él sonrió y restregó los pies en la alfombrilla. CeeCee le sacaba once años y siempre lo había tratado de forma maternal. Cuando su madre se puso enferma y CeeCee volvió a casa, ese papel se acrecentó. Pero Eric no se quejaba. CeeCee había llevado la carga de cuidar a su madre para que él pudiera terminar su educación; le debía mucho. Por eso, cuando su madre murió, le cedió la mitad que le correspondía de la casa.
– Dime que estás haciendo filetes a la parrilla -dijo, entrando en la alegre cocina.
– Eso no ocurrirá nunca, Eric -CeeCee, una morena guapa de ojos oscuros que apenas le llegaba al hombro, sonrió-. La carne roja acabará matándote.
– No lo sabes con seguridad. Creo que deberíamos comprobar la teoría con un buen filete jugoso. Incluso encenderé yo la barbacoa, si te da miedo el fuego.
– Eres un pesado -movió la cabeza de lado a lado y se acercó-. ¿Por qué te quiero?
– No puedes evitarlo -se quedó quieto mientras ella estudiaba su rostro.
– Pareces cansado -anunció-. Y no estás comiendo bien. ¿Cuándo fue la última vez que tomaste verdura?
– Había tomate en la hamburguesa que comí ayer. ¡Ah! y lechuga.
– La lechuga no es verdura -rezongó ella.
– Claro que sí. Es verde. Todo lo verde es verdura. Jeanne tiene gominolas en el escritorio y siempre procuro comerme las verdes, para que no te preocupes por mí.
– Eric ya no eres un niño. Tienes que cuidarte más.
Él dejó el vino en la encimera y la caja de herramientas en el suelo. Agarró a su hermana y le dio un abrazo de oso, apretándola hasta que protestó.
– ¿Cuál es el plan? -preguntó Eric-. ¿Dónde está la fuga de agua? ¿En la bañera o en el fregadero?
– En el fregadero. Estoy segura de que es una junta. Voy a poner la pasta al fuego, así que puedes arreglarla después de cenar.
– Sí, señora -fue hacia el fregadero y se lavó las manos. Mientras ella echaba la pasta al agua hirviendo, empezó a sacar los platos.
Cuando su madre murió, CeeCee decidió quedarse con la casa. En los últimos dos años había pintado las paredes y reemplazado el viejo sofá por uno nuevo y alegre. Le gustaba restaurar antigüedades y Eric comprobó que había terminado con el aparador que había empezado en invierno.
– Está muy bonito -dijo, inclinando la cabeza hacia el aparador.
– Estoy contenta con el resultado -sonrió CeeCee-. En la tienda de segunda mano venden un dormitorio que me gusta, de los años cuarenta -encogió los hombros-. Me lo estoy pensando.
– Si es por el dinero…
– Es por el tiempo -lo cortó ella-. No sé si quiero comprometerme a restaurar tantos muebles ahora.
– Podría ayudarte.
– No lo creo, pero agradezco la oferta.
– Así que soy lo bastante bueno como para arreglar una fuga, pero no para trabajo delicado como restaurar muebles, ¿no?
– Así es, exactamente -asintió su hermana, tras pensarlo un instante.
– Vaya, gracias.
– La mesa no va a ponerse sola, jovencito -dijo ella, señalando los platos.
– Eres una mandona.
– En lo que respecta a ti, es cuestión de orgullo.
Él terminó de poner la mesa. Abrió la botella de vino, sirvió dos copas y llevó la ensalada y el pan. Unos minutos después, CeeCee coló la pasta, la puso en una fuente y añadió una cremosa salsa de tomate y salmón.
Cuando se sentaron, Eric empezó a contar mentalmente en silencio. Como siempre, seis o siete segundos después CeeCee inició el ataque.
– No sé por qué tienes que trabajar tantas horas -dijo, pasándole la pasta-. Cuando llego a la clínica veo la luz de tu despacho y siempre sigue encendida cuando me voy.
– Hermanita, vengo a cenar casi todas las semanas y en cuanto empezamos a comer, me atacas -adoraba a su hermana, pero a veces lo sacaba de quicio-. ¿No podríamos hablar de algo fácil y sencillo de resolver, como los conflictos de Oriente Medio?
– Muy gracioso -CeeCee estrechó los ojos-. Me preocupo por ti.
– Yo también me preocupo por ti. Llevas demasiado tiempo sola; te está deformando el cerebro.
– Esta conversación no es sobre mí. Es sobre ti y el imposible número de horas que trabajas. Cuando estabas haciendo el máster y trabajando a tiempo completo, no tenías otra elección. Ahora sí. Necesitas equilibrio en tu vida, Eric. Necesitas una vida.
– Tú tampoco tienes mucho aparte de tu trabajo -dijo él, con la esperanza de distraerla.
– Tengo aficiones y amigos y por lo menos estuve casada. Estás llegando a esa edad en la que es importante empezar a pensar en objetivos a largo plazo.