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– Eso te haría muy popular.

Llegaron a Melinda, uno de los pocos restaurantes de lujo de la ciudad. Eric aparcó y salió a abrirle la puerta a Hannah.

– ¿Qué te parece? -preguntó, señalando la estación de bomberos reconvertida-. No ha cambiado mucho.

– No solía venir aquí -dijo Hannah mirando a su alrededor-. Los universitarios no frecuentan éste tipo de local. Mi abuela me trajo una vez, antes de que empezase Derecho y me gustó mucho.

Una vez dentro, los condujeron a una mesa en la parte de arriba. Ya sentados, Eric miró la lista de vinos.

– ¿Te apetece algún vino? -preguntó.

– No, gracias -ella negó con la cabeza.

– Eso no está bien. Estás estropeando mis planes.

– Ya -alzó las cejas-. Deja que adivine. Pretendías llenarme de alcohol y aprovecharte de mi debilidad.

– ¿Habría alguna posibilidad de que funcionase? -inquirió él, aunque no había tenido plan alguno.

– Te aseguro que no soy esa clase de chica -replicó ella, mirándolo con aire de superioridad.

– ¿De qué clase eres? -se inclinó hacia ella.

– Ahora mismo, una en transición. Pregúntamelo dentro de un par de meses. Tendré una respuesta mejor.

– No estaba pensando en emborracharte -aseguró él, apartando la lista de vinos.

– Ya lo sé -lo miró de soslayo-. Nunca necesitaste trucos para conseguir lo que querías de una mujer.

– Un momento. ¿Cómo ibas tú a saber eso?

– Oía cosas. Y las veía.

– ¿Qué cosas?

– A todas esas chicas que te rodeaban cuando trabajabas en el lago. Eras el profesor de vela más solicitado.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– ¿Y ha cambiado? No pensarás decirme que te cuesta conseguir una cita, ¿verdad?

Él no quería hablar de su vida privada. No sólo no tenía una, en realidad ni siquiera estaba interesado. Tenía que preocuparse de su carrera profesional.

– Ya basta de hablar de mí. ¿Cuántos corazones rotos has dejado en New Haven?

– Prácticamente ninguno.

El camarero llegó antes de que tuviera que decir más. Tomó nota de las bebidas que querían, les ofreció la carta y se marchó.

– Fue interesante conducir por la ciudad hoy -dijo Hannah-. Noté algunos cambios, pero básicamente, Merlyn County sigue igual.

– ¿Eso hace que lo consideres más como tu hogar?

– Sí -replicó ella tras reflexionar-. Cuando me fui el mundo exterior me asustaba. Nunca había salido del condado y de repente me encontré en un avión.

– ¿Tenías miedo?

– Estaba aterrorizada -admitió ella con una sonrisa-. Nunca había estado en un internado, sólo había leído sobre ellos. No encajaba con el resto de las chicas. La mayoría nunca habían conocido a nadie nacido al oeste de Filadelfia. -Arrugó la nariz-. Pero no todo fue malo. Hice amigas y empecé a adaptarme. Nunca llegué a disfrutar leyendo revistas de moda, pero teníamos otras cosas en común.

– Y viste algo de mundo.

– De eso nada. Un internado de chicas en mitad de la nada -movió la cabeza de lado a lado-. Ni siquiera había un colegio de chicos cercano. Las trescientas teníamos que pelearnos por los cinco adolescentes que vivían en el pueblo. Era horrible. No tuve mi primera cita hasta que entré en la universidad.

– Pero venías aquí en verano -Eric arrugó la frente-. Recuerdo que ibas con muchos chicos.

– Siempre en grupos grandes.

– ¿Ninguno te pidió que salieras con él?

– Supongo que ninguno tenía el valor de enfrentarse a mi abuela cuando fuera a recogerme a casa.

– Entonces, debería estar contento de que te alojes en un hotel, ¿no?

– Depende. ¿Te aterroriza Myrtle Bingham tanto como a mí?

– Cuando tenía dieciocho años, habría conseguido que me temblaran las piernas dentro de las botas. Estoy seguro de que ahora podría manejarla.

– Fantástico. Entonces puedes encargarte de decirle que he vuelto definitivamente. Todavía no he reunido el coraje suficiente para hacerlo yo.

– ¿No lo sabe? -preguntó él asombrado.

– Aún no. Pero hoy vi al tío Ron, así que la voz se irá corriendo.

El camarero apareció con las bebidas. Eric y Hannah consultaron el menú y pidieron la comida. Cuando se marchó, Hannah lo miró seriamente.

– No pretendía que mis años en el internado pareciesen horribles. Recibí una educación fantástica y hubo muchos ratos divertidos. Una amiga y yo encontramos un mapache bebé y lo criamos. Por supuesto, cuando se hizo mayor destrozó nuestra habitación, pero mereció la pena. Y nos visitaban muchos profesores excelentes; venían durante un trimestre y nos enseñaban cosas interesantes, como arquitectura o filosofía. Removió su vaso de soda con la pajita, bebió un sorbo y sonrió.

– Basta de hablar de mi pasado. ¿Qué me dices del tuyo? Eras un rompecorazones cuando trabajabas en el lago. Todas esas jovencitas que siempre te rodeaban con esos bikinis diminutos y la loción bronceadora que eran incapaces de ponerse solas.

– Tuve algunas citas.

– Lo recuerdo. Docenas.

– Cuando no estaba trabajando, me divertía -Eric se encogió de hombros. Había tenido poco tiempo libre, pero lo aprovechaba. Si las chicas querían compartirlo con él, no se negaba.

Pero nunca había salido con Hannah. En aquel momento dos años de diferencia parecían muchos. Además, se hicieron amigos mientras le daba clases de vela. Era distinta de las demás chicas. Más callada y sensata. Con ella podía sincerarse y era la única persona, aparte de su hermana, a la que había confesado su sueño de ir a la escuela universitaria y progresar en la vida.

– Eras una buena amiga -le dijo.

– Gracias. Tú también lo eras. Me escuchabas cuando me quejaba de no encajar con los Bingham y de lo que odiaba marcharme al final del verano.

– Tú me decías a qué chicas les gustaba -recordó él.

– Ya, pero no necesitabas ayuda en ese tema -lo miró a los ojos-. Ahora los dos somos adultos.

Esas cinco palabras crearon una expectación eléctrica en el ambiente. Eric se preguntó si se estaba imaginando la atracción que había entre ellos. Sólo había una forma de averiguarlo, pero no sabía si arriesgarse a pasar al siguiente nivel sin saber si Hannah pertenecía al club de «mientras lo pasemos bien». Siempre había sido una buena chica y no tenía por qué haber cambiado. Decidió permitirse soñar un poco más.

– Háblame de tu trabajo en el hospital -sugirió ella cuando el camarero llegó con las ensaladas-. La placa de tu puerta dice que eres director. Debes ser importante.

– Es un ascenso muy reciente.

– ¿Cómo de alto piensas subir en la cadena directiva?

– Hasta la cima.

– ¿Y cuando llegues allí?

– Encontraré otro reto.

– Genial -levantó el tenedor-. Y mi reto del día era elegir persianas y no pude; había demasiadas.

– Hola, Eric, perdona que te interrumpa -Mari Bingham, una morena atractiva, se detuvo junto a la mesa y sonrió tímidamente-. Lo sé, lo sé: éste no es lugar para hablar de trabajo, pero tenía la esperanza de poder… -se calló al fijarse en su acompañante. Sus ojos color avellana se abrieron con sorpresa-. ¿Hannah?

– Hola, Mari. ¿Cómo te va?

– ¿Qué haces aquí? -la sonrisa de Mari se amplió-. Pensaba que seguías estudiando Derecho en el este. La abuela no mencionó que estuvieras en la ciudad.

– Ya lo sé -dijo Hannah, evitando el tema-. Estas muy guapa. ¿Qué tal va todo?

– Bien. Muy ocupada, claro. Siempre hay cincuenta mil caminos que podría seguir en un momento dado.

Mientras hablaba, Eric examinó a las dos mujeres. Charlaban amigablemente, pero les faltaba intimidad. Mari y ella eran primas, pero no habían crecido juntas.

– ¿Cuándo llegaste a la ciudad? -preguntó Mari.

– Hace unos días.

Mari parecía intrigada pero Eric percibió que Hannah preferiría evitar las preguntas de momento.