Perdió el aliento ante la exquisita y erótica sensación. No hubo confusión, torpeza o titubeo. Sus lenguas bailaron con un ritmo viejo como el tiempo. Quería más, lo quería todo. Deseaba sentir sus manos en el cuerpo, tocarlo y restregarse contra él. No quería que ese beso acabara nunca.
Su boca sabía a whisky y a postre de chocolate; quería probar el resto de su cuerpo, explorarlo y…
Tuvo un súbito atisbo de racionalidad y se apartó un poco. Eric captó el mensaje e interrumpió el beso.
Se miraron bajo la luz difusa del aparcamiento. Hannah se alegró al comprobar que su respiración era tan rápida y desacompasada como la suya. Hubiera odiado haber sido ella sola la devastada por el beso.
Eric tenía los ojos oscuros, la boca húmeda y aspecto de estar pensando en la cama; supuso que ella daba la misma impresión. La cercanía de su habitación asaltó su mente unos segundos, pero recordó que había una docena de razones para no seguir adelante.
Para empezar, apenas conocía a Eric y el sexo con desconocidos no era su estilo. Además, cuatro meses antes había creído estar locamente enamorada de otra persona. Había sido un error, pero era obvio que su juicio en lo concerniente a los hombres dejaba mucho que desear. Por último, salir con él y mantener su embarazo en secreto era una cosa, tener intimidad física y no confesar la verdad sería de un gusto pésimo.
– No pretendía que se me fuera de las manos -se disculpó él-. Me atraes mucho, pero no estaba preparado para una reacción química tan fuerte.
– Sé lo que quieres decir. Casi empañamos las ventanas -corroboró ella, mientras deseaba dar saltos de alegría al saber que la reacción era mutua.
– Debería haberte preguntado cuándo podíamos vernos antes de ese incendio; ahora pensarás que lo hago sólo por los besos -dijo él, acariciándole la mejilla.
– Confío en ti -afirmó ella, aunque no le importaría que él tuviera ese tipo de motivación.
– Entonces te llamaré para que nos veamos otro día esta semana -salió del coche y le abrió la puerta. Cuando salió, agarró su mano. Sus dedos se entrelazaron.
La acompañó hasta la puerta del ascensor y besó su mejilla. A ella le temblaron las rodillas y su determinación de actuar con sensatez se disolvió.
– Estaré en contacto -prometió él. Ella asintió.
– Buenas noches -pulsó el botón del ascensor y soltó un suspiro. Sabía que contaría los minutos hasta que sonase el teléfono.
Hannah regresó al hotel después de pasar la mañana mirando muebles para la sala. Quería algo resistente, que aguantase los efectos de un niño en la casa, pero que también fuera atractivo y cómodo.
Después de mirar miles de muestras de tejido, encargó un sofá y dos sillones a juego, que dejó reservados hasta firmar la compra de la casa. Le había costado más elegir las mesitas auxiliares; seguía debatiéndose entre dos estilos diferentes.
En cuanto abrió la puerta miró el teléfono, para ver si la luz de mensaje parpadeaba. Sonrió como una tonta al comprobar que sí.
Eric y ella llevaban dos días jugando al ratón y el gato telefónico. Él la había llamado cuando estaba fuera y ella a él cuando estaba reunido. La noche anterior había llamado mientras ella hablaba con una amiga; colgó a las once menos cuarto y vio su mensaje, pero era demasiado tarde para llamarlo.
Sabía que se estaba comportando como una adolescente enamorada de un chico guapo, pero eso la divertía y excitaba. Eric había sido su fantasía durante varios años, así que consideraba que la situación actual era su recompensa por haber sido buena chica.
Además, un hombre que besaba tan bien se merecía que una mujer se obsesionara por él.
Con el pulso acelerado, se dejó caer en la cama y levantó el auricular. Escuchó la grabación que ofrecía las distintas opciones, oprimió la tecla correspondiente a «Escuchar mensajes nuevos» y esperó.
«Hola, Hannah, soy Eric. Dime la verdad, ¿te has marchado de la ciudad sin decírmelo? Estoy deseando verte de nuevo, suponiendo que consigamos ponernos en contacto y organizar los detalles». Después daba el número de teléfono de su oficina.
Hannah dudó ante la opción de borrar el mensaje o guardarlo. Por una parte, quería conservarlo para escuchar su voz cuando le apeteciera, pero sabía que era una actitud infantil; lo borró y llamó a la oficina.
Su asistente contestó a la primera llamada.
– Soy Hannah otra vez -dijo-. Estoy devolviéndole la llamada.
– Va a ponerse de muy mal humor cuando se lo diga -Jeanne se rió-. Esta vez lleva horas reunido. Creo que necesita que lo secuestren. ¿Te ofreces voluntaria?
– No me fío de mis dotes como secuestradora. Será mejor que le deje otro mensaje. ¿Puedes decirle que estaré en el hotel toda la tarde?
– Sé lo diré en cuanto salga.
Hannah le dio las gracias y colgó. Después, para distraerse en la espera, llevó a la cama unos muestrarios de papel pintado que había recogido la tarde anterior. Estaba segura de poder perderse entre rayas, flores y cenefas con dibujos infantiles.
Un par de horas después, supo que se había engañado. Decorar la casa era importante, pero sus hormonas tenían otras cosas en mente. En concreto a un viejo amigo, alto, moreno y guapo, que conseguía que se le acelerase el pulso y le flaqueasen las rodillas.
Se abrazó a una almohada. Siempre le habían gustado los chicos y salir con ellos, pero nunca había permitido que interfiriesen con sus objetivos. Con Eric era diferente; desde que lo conoció en el lago había estado encandilada. Quería…
El teléfono sonó. Hannah inspiró con fuerza y lo dejó sonar una vez más, para no parecer demasiado interesada y contestó.
– ¿Hola?
– Hola, soy Eric. Eres una dama difícil de localizar. Debes estar realizando actividades secretas.
– Me gusta la idea de ser una mujer misteriosa, pero sólo he estado comprando muebles. ¿Qué me dices de ti? Jeanne opina que necesitas un secuestro.
– No está lejos de la verdad. ¿Te ofreciste para hacerte cargo de ello?
– Temí no hacerlo bien -Hannah soltó una risita-.Un secuestro exige un plan perfecto.
– Tienes razón. ¿Preferirías salir a cenar? Podría ir a recogerte a las seis y media.
– ¿A qué hora empezaste esta mañana?
– A las siete.
– ¡Dios! Una jornada laboral de casi doce horas.
– Ya lo sé. Es menos de lo que suelo trabajar, pero merece la pena terminar antes por ti.
– Gracias. De acuerdo, esta vez invito yo. No tengo cocina para guisar, pero puedo ofrecerte el delicioso menú del servicio de habitaciones.
Hubo una larga pausa al otro lado del hilo telefónico. Hannah se incorporó en la cama.
– Quizá te tranquilice saber que tengo una suite, con sala de estar y mesa de comedor -aclaró.
– No disminuye el atractivo de la invitación, pero sí resuelve cualquier tipo de ambigüedad.
Ella miró la cama. Por mucho que le gustase Eric, no lo habría invitado si no tuviera una suite. Sería demasiado tentador y una complicación, estar con él junto a una cama. Era mejor pisar sobre seguro.
– ¿Eso es un sí? -preguntó ella.
– Por supuesto. ¿Te parece bien a las siete?
– Muy bien. Me apetece verte -admitió, aunque nunca habría dicho hasta qué punto.
Eric llegó diez minutos antes de tiempo. Pensó en quedarse en el coche hasta las siete, pero estaba deseando ver a Hannah. Había sido incapaz de concentrarse al cien por cien ese día: imágenes de ella relampagueaban en su mente. Pasó el ramo de flores de la mano derecha a la izquierda y llamó a la puerta de la habitación.