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– Pero, Reina, usted no es judía.

– ¿Y qué?

Reina se levantó y sacó la bandeja del aparador; abrió la caja metálica y puso unas galletas en el cuenco plateado. Le ordenó a Zofia que se comiera por lo menos una, y sin rechistar, ya había sufrido bastante esperándola toda la noche.

– Siéntate y cuéntamelo todo -dijo Reina, acomodándose en el sillón.

Escuchó a Zofia sin interrumpirla, tratando de comprender las intenciones del hombre que se había cruzado varias veces en su camino. Miró a Zofia con ojos inquisitivos y sólo rompió el silencio que se había impuesto para pedirle que le pasara una galleta. Sólo tomaba después de las comidas, pero la circunstancia justificaba la asimilación inmediata de azúcares rápidos.

– Descríbemelo otra vez -dijo Reina, después de haber mordido la galleta.

A Zofia le resultaba muy divertido el comportamiento de su casera. Teniendo en cuenta lo tarde que era, habría podido poner fin a la conversación y retirarse, pero el pretexto era perfecto para saborear esos instantes preciosos en que la caricia de una voz resulta más cautivadora que la de una mano. Respondiendo lo más sinceramente posible a su interlocutora, le sorprendió no poder atribuir ni una sola cualidad al hombre con el que había pasado la velada, salvo quizá cierto ingenio en el que parecía predominar la lógica.

Reina le dio unas tiernas palmadas a Zofia en la rodilla.

– Este encuentro no es fruto del azar. Estás en peligro y ni siquiera lo sabes.

La venerable mujer se percató de que Zofia no había captado la intención de sus palabras. Se arrellanó en el sillón.

– Ya lo tienes metido en las venas, y llegará hasta tu corazón. Recogerá las emociones que has cultivado en él con tantas precauciones y después te alimentará de esperanzas. La conquista amorosa es la más egoísta de las cruzadas.

– Reina, en serio, creo que se equivoca de medio a medio.

– No, eres tú quien está equivocada. Sé que me tomas por una vieja chocha, pero ya verás como lo que digo es cierto. Cada día, cada hora que pase, te reafirmarás en tu resistencia, en tu manera de comportarte, en tus regates, pero el deseo de su presencia será mucho más fuerte que una droga. Así que no te engañes a ti misma, es todo lo que te pido. Invadirá tu mente, y nada podrá liberarte de la añoranza. Ni la razón ni el tiempo, que se habrá convertido en tu peor enemigo. La mera idea de volver a verlo, tal como tú lo imaginas, te hará vencer el más terrible de los miedos: el abandono… de él, de ti misma. Es la elección más delicada que nos impone la vida.

– ¿Por qué me dice todo esto, Reina?

Reina contempló en la biblioteca el lomo de uno de sus álbumes. Unas líneas de nostalgia acababan de escribirse en sus ojos.

– Porque tengo la vida a mi espalda. Una de dos: no hagas nada o hazlo todo. Sin trampas, sin falsas excusas y, sobre todo, sin compromisos.

Zofia entrelazaba los flecos de la alfombra entre sus dedos. Reina le dirigió una mirada de ternura y le acarició el cabello.

– Bueno, no pongas esa cara, parece ser que de vez en cuando las historias de amor acaban bien. Venga, ya está bien de palabras trilladas, no me atrevo ni a mirar el reloj.

Zofia cerró despacio la puerta y subió a sus habitaciones. Mathilde dormía como una bendita.

Los dos margaritas chocaron con un tintineo de cristal. Arrellanado en el sofá de su suite, Lucas presumió de preparar ese cóctel como nadie. Amy se llevó la copa a los labios y asintió con la mirada. Con una voz terriblemente acariciadora, él confesó estar celoso de los granos de sal que habían invadido su boca. Ella los hizo crujir entre los dientes y jugueteó con la lengua; la de Lucas se deslizó sobre los labios de Amy antes de adentrarse más, mucho más.

Zofia no encendió la luz. Atravesó la habitación en penumbra para acercarse a la ventana y abrirla con cuidado. Se sentó en el alféizar y contempló el mar que lamía la costa. Se llenó los pulmones del rocío que la brisa oceánica esparcía por la ciudad y miró el cielo, pensativa. No había estrellas.

Y atardeció y amaneció…

Tercer día

Intentó taparse con la colcha, pero su mano la buscó en vano. Abrió un ojo y se frotó la incipiente barba. Lucas percibió su propio aliento y se dijo que el tabaco y el alcohol hacían muy mala pareja. La pantalla del radiodespertador indicaba las seis y veintiuno. A su lado sólo había una almohada hundida. Se levantó y se dirigió completamente desnudo al saloncito. Amy, enrollada en la colcha, estaba comiéndose una manzana que había tomado del frutero.

– ¿Te he despertado? -preguntó.

– Indirectamente, sí. ¿Hay café?

– Me he tomado la libertad de pedirlo al servicio de habitaciones. Me doy una ducha y me largo.

– Si no te importa -dijo Lucas-, preferiría que te ducharas en tu casa. Voy con mucho retraso.

Amy se quedó cortada. Inmediatamente fue al dormitorio y recogió sus cosas. Se vistió apresuradamente, se puso las sandalias y por el pequeño pasillo fue hacia la salida. Lucas asomó la cabeza por la puerta del cuarto de baño.

– ¿No tomas café?

– No, lo tomaré también en mi casa. Muchas gracias por la manzana.

– De nada. ¿Quieres otra?

– No, no hace falta. Encantada, y que pases un buen día.

Quitó la cadena de seguridad y empujó la manecilla. Lucas se le acercó.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Adelante.

– ¿Cuáles son tus flores preferidas?

– Lucas, tienes mucho gusto, pero esencialmente del malo. Tienes unas manos muy hábiles y realmente he pasado una noche de muerte contigo, pero dejemos las cosas ahí.

Al salir se topó de cara con el camarero que llevaba la bandeja con el desayuno. Lucas miró a Amy.

– ¿Estás segura de que no quieres café, ahora que ya está aquí?

– Segurísima.

– No seas mala y dime lo de las flores.

Amy respiró hondo, visiblemente exasperada.

– Esas cosas no se preguntan a la interesada, hacerlo rompe todo el encanto. A tu edad, deberías saberlo.

– Pues claro que lo sé -repuso Lucas en un tono de niño enfurruñado-, pero la interesada no eres tú.

Amy giró sobre sus talones y estuvo a punto de hacer caer al camarero, que seguía esperando a la entrada de la suite. Los dos hombres, inmóviles, oyeron la voz de Amy gritar desde el fondo del pasillo:

– ¡Los cactus! ¡Y puedes sentarte encima!

La siguieron con la mirada en silencio. Sonó una campanilla: había llegado el ascensor. Antes de que las puertas se cerraran, Amy añadió:

– ¡Un último detalle, Lucas! ¡Vas desnudo!

– No has pegado ojo en toda la noche.

– Siempre duermo muy poco.

– Zofia, ¿qué te preocupa?

– ¡Nada!

– Una amiga percibe lo que la otra no dice.

– Tengo muchísimo trabajo, Mathilde, no sé ni por dónde empezar. Temo estar desbordada, no ser capaz de estar a la altura de lo que se espera de mí.

– Es la primera vez que te veo dudar.

– Será que estamos conviniéndonos en verdaderas amigas.

Zofia se acercó al rincón de la cocina. Pasó al otro lado de la barra y llenó de agua el hervidor eléctrico. Desde su cama, instalada en el salón, Mathilde podía ver salir el sol por la bahía bajo una ligera llovizna matinal.

– Odio octubre -dijo Mathilde.

– ¿Qué te ha hecho?

– Es el mes que entierra el verano. En otoño, todo es mezquino: los días se acortan, el sol nunca sale cuando se le espera, el frío tarda en llegar, miramos los jerséis sin poder ponérnoslos aún. El otoño es un asco de estación perezosa en la que sólo hay humedad, lluvia y más lluvia.

– ¡Y se supone que soy yo la que ha dormido mal!