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– ¡Que esperen! ¡Está rojo!

– Sí, por tercera vez.

– No entiendo qué me pasa, claro que ya no entiendo nada, pero sé que me siento bien junto a ti y que esas palabras tampoco forman parte de mi vocabulario.

– Es un poco pronto para decir ese tipo de cosas.

– ¿Es que encima hay momentos para decir la verdad?

– ¡Sí, los hay!

– Pues entonces necesito urgentemente ayuda. Ser sincero es más complicado aún de lo que pensaba.

– Sí, ser honrado es difícil, Lucas, mucho más de lo que crees, y casi siempre es ingrato e injusto; pero no serlo es ver y afirmar que se es ciego. Resulta muy complicado explicarte todo esto. Somos muy diferentes el uno del otro, demasiado diferentes.

– Complementarios -dijo él, lleno de esperanza-, en eso estoy de acuerdo contigo.

– ¡No, completamente distintos!

– Y pensar que esas palabras salen de tu boca… De verdad, yo creía que…

– Ah, ¿ahora crees?

– No seas mala. Yo pensaba que, en todo caso, la diferencia… Pero debía de estar equivocado, o más bien tenía razón, lo que, paradójicamente, es desolador.

Lucas bajó del coche y dejó la puerta abierta. El estruendo de bocinas aumentó cuando Zofia echó a correr detrás de él bajo la lluvia. Lo llamaba, pero él no la oía; el chaparrón había arreciado. Por fin lo alcanzó y lo asió de un brazo; él se volvió y la miró a la cara. Zofia tenía el cabello pegado a la cara; Lucas le apartó con delicadeza un mechón rebelde de la comisura de los labios y ella hizo un ademán de rechazo.

– Nuestros mundos no tienen nada en común, nuestras creencias son opuestas, nuestras esperanzas, divergentes, nuestras culturas, completamente distintas… ¿Adonde quieres que vayamos, si todo nos enfrenta?

– ¡Tienes miedo! -dijo él-. Sí, es eso, el terror te paraliza. Eres tú quien, en contra de las órdenes establecidas, se niega a ver, tú, que hablabas de ceguera y de sinceridad. Te pasas el día predicando, pero las promesas no son nada si no las acompañan los actos. No me juzgues. Sí, es cierto que soy tu opuesto, tu contrario, tu disímil, pero también soy tu semejante, tu otra mitad. No puedo describirte lo que siento porque no conozco las palabras necesarias para calificar lo que me obsesiona desde hace dos días, hasta el punto de permitirme creer que todo podría cambiar, mi mundo, como tú dices, el tuyo, el de ellos. No me importan nada los combates que he librado, me dan absolutamente igual mis noches negras y mis domingos, soy un inmortal que por primera vez tiene ganas de vivir. Podríamos enseñarnos uno a otro, descubrirnos y acabar por parecemos…, con el tiempo.

Zofia le puso un dedo sobre la boca para interrumpirlo.

– ¿En dos días?

– ¡Y tres noches! ¡Pero bien valen una parte de mi eternidad! -respondió Lucas.

– ¡Ya empiezas otra vez!

Un trueno estalló en el cielo; el aguacero estaba convirtiéndose en una amenazadora tormenta. Lucas levantó la cabeza y miró la noche, que era más oscura que nunca.

– ¡Deprisa! -dijo con decisión-. Tenemos que irnos de aquí enseguida, tengo un mal presentimiento.

Sin esperar más, arrastró a Zofia de la mano. En cuanto las portezuelas estuvieron cerradas, se saltó el semáforo, alejándose de los conductores pegados a su parachoques. Giró bruscamente a la izquierda y se adentró, a salvo de las miradas indiscretas, en el túnel que pasaba bajo la colina. El paso subterráneo estaba desierto y Lucas aceleró en la larga recta que desembocaba en las puertas de Chinatown. Los tubos de neón desfilaban por encima del parabrisas, iluminando el habitáculo con destellos blancos intermitentes. El limpiaparabrisas se detuvo.

– Debe de ser una mala conexión -dijo Lucas en el momento en que las bombillas de los faros estallaban simultáneamente.

– ¡Más de una! -repuso Zofia-. ¡Frena, no se ve casi nada!

– Me encantaría -contestó Lucas pisando el pedal, que no oponía ninguna resistencia.

Aunque había levantado el pie del acelerador, el coche había alcanzado tal velocidad que no se detendría antes del final del túnel, donde se cruzaban cinco avenidas. Eso no implicaba ninguna consecuencia para él, sabía que era invencible, pero volvió la cabeza y miró a Zofia. En una fracción de segundo, apretó el volante con todas sus fuerzas y gritó:

– ¡Agárrate!

Con mano firme, desvió el vehículo hacia la pared hasta tocar el bordillo; grandes haces de chispas saltaron junto a la ventanilla. Sonaron dos detonaciones: acababan de reventarse los neumáticos. El coche dio una serie de bandazos antes de atravesarse en la calzada. La rejilla del radiador chocó contra el raíl de segundad, el eje trasero se levantó y el vehículo comenzó a dar vueltas de campana. El Buick acabó con el techo en el suelo, deslizándose inexorablemente hacia la salida del túnel. Zofia apretó los puños y el coche se quedó por fin inmóvil a tan sólo unos metros del cruce. Incluso cabeza abajo, a Lucas le bastó mirar a Zofia para saber que estaba indemne.

– ¿No te has hecho nada? -le preguntó ella.

– ¿Estás de broma? -repuso él, sacudiéndose el polvo.

– Esto es lo que se llama una reacción en cadena -dijo Zofia, contorsionándose para colocarse en una postura menos incómoda.

– Probablemente, así que salgamos de aquí antes de que el próximo eslabón nos caiga encima -contestó Lucas, dando una patada a la puerta para abrirla.

Rodeó la carcasa humeante para ayudar a Zofia a salir. En cuanto ella estuvo en pie, la agarró de la mano y se la llevó corriendo. Los dos se escabulleron a toda prisa hacia el centro del barrio chino.

– ¿Por qué corremos tanto? -preguntó Zofia. Lucas continuó sin decir nada-. ¿Puedo al menos recuperar mi mano? -dijo ella, jadeando.

Lucas la soltó y se detuvo ante una calleja iluminada por unas débiles luces.

– Entremos ahí -dijo, señalando un pequeño restaurante-. Estaremos menos expuestos.

– ¿Expuestos a qué? ¿Qué pasa? Pareces un zorro al acecho perseguido por una jauría de perros.

– ¡Deprisa! -Lucas abrió la puerta, pero en vista de que Zofia no se movía ni un centímetro, se acercó a ella para arrastrarla hacia el interior. Ella se resistió-. ¡No es el momento! -insistió Lucas, tirándole del brazo.

Zofia, se desasió y lo apartó.

– Acabas de hacer que tengamos un accidente, me obligas a correr a toda velocidad cuando nadie nos persigue, tengo los pulmones que me estallan y no me das ni la más mínima explicación…

– Ven conmigo, no tenemos tiempo de discutir.

– ¿Por qué debo confiar en ti?

Lucas retrocedió hacia el pequeño local. Zofia lo observaba, vacilante, pero acabó por seguirlo. La sala era diminuta; había ocho mesas. Lucas escogió la del fondo, le ofreció una silla a Zofia y se sentó también. No abrió la carta que el anciano vestido con traje tradicional le presentaba; se limitó a pedirle cortésmente, en un mandarín perfecto, una infusión que no figuraba en la carta. El hombre se inclinó antes de dirigirse a la cocina.

– ¡O me explicas lo que pasa, Lucas, o me voy!

– Creo que acabo de recibir una advertencia.

– ¿No ha sido un accidente? ¿De qué quieren advertirte?

– ¡De ti!

– Pero ¿por qué?

Lucas inspiró antes de responder:

– PORQUE LO HABÍAN PREVISTO TODO, SALVO QUE NOS CONOCIÉRAMOS.

Zofia tomó una porción de pan de gamba del pequeño bol de porcelana azul y se lo comió despacio ante la mirada desconcertada de Lucas. Él le sirvió una taza del té humeante que el anciano acababa de dejar sobre la mesa.

– Me gustaría muchísimo creerte, pero ¿qué harías tú en mi lugar?

– Me levantaría ahora mismo y me iría de aquí.

– ¡No irás a empezar otra vez!

– Y preferentemente por la puerta de atrás.

– ¿Y es eso lo que desearías que hiciera?

– Desde luego. Sin volverte bajo ningún pretexto, cuando cuente tres te levantas y cruzamos la cortina. ¡Ya!