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La agarró de la muñeca y la arrastró sin miramientos. Después de atravesar la cocina a toda velocidad, golpeó con el hombro la puerta que daba al patio y se abrió paso empujando un contenedor de basura, cuyas ruedas chirriaron. Zofia comprendió por fin lo que ocurría al ver una silueta que se recortaba en la oscuridad. A la sombra de figura humana se sumaba la del arma automática que apuntaba en su dirección. Zofia tuvo unos segundos para constatar con una rápida mirada que tres paredes los cercaban, antes de que cinco detonaciones desgarraran el silencio.

Lucas se abalanzó sobre ella para cubrirla con su cuerpo. Zofia intentó apartarlo, pero él la inmovilizó contra la pared.

El primer disparo le dio en un muslo; el segundo le rozó la pelvis e hizo que se le doblaran las rodillas, pero se recuperó enseguida; el tercer impacto rebotó en sus costillas, produciéndole un dolor sorprendente; el cuarto proyectil hizo lo mismo contra la columna vertebral; Lucas se quedó sin respiración y le costó recobrarla. Cuando el quinto proyectil lo alcanzó, fue como si una llama le quemara la carne; la quinta bala era la primera que penetraba en su cuerpo…, bajo el hombro izquierdo.

El agresor huyó inmediatamente después de haber cometido el crimen. Cuando el eco de las detonaciones se apagó, sólo quedó la respiración de Zofia para turbar el silencio. La joven estrechaba entre sus brazos a Lucas, cuya cabeza descansaba en su hombro. Él tenía los ojos cerrados y parecía sonreírle aún.

– Lucas… -le susurró al oído, acunando su cuerpo inerte. En vista de que no respondía, lo sacudió un poco más fuerte.

– ¡Lucas, no hagas el tonto, abre los ojos! El parecía dormir con la misma placidez que un niño abandonado al sueño. Y cuanto más invadía el miedo a Zofia, más fuerte lo abrazaba. Cuando una lágrima empezó a correrle por la mejilla, sintió que una fuerza inaudita le oprimía el pecho y se sobresaltó.

– Esto no podía sucedemos, somos…

– ¿Invencibles?… ¿Inmortales? ¡Sí! Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes, ¿verdad? -dijo Lucas en un tono casi jovial mientras se enderezaba.

Zofia, lo miró, incapaz de comprender el estado de ánimo que la invadía. Lucas acercó lentamente el rostro al suyo; ella se resistió hasta que los labios de él rozaron los suyos en un beso de sabor opiáceo. Zofia retrocedió y se miró la palma enrojecida de la mano.

– Entonces, ¿por qué sangras?

Lucas siguió el hilillo rojo que le corría por el brazo.

– ¡Es absolutamente imposible! ¡Esto tampoco estaba previsto! -dijo.

Luego se desvaneció.

Zofia lo sostuvo entre sus brazos.

– ¿Qué nos está pasando? -preguntó Lucas cuando volvió en sí.

– En lo que a mí respecta, es bastante complicado. En lo que respecta a ti, creo que una bala te ha atravesado el hombro.

– ¡Me duele!

– Tal vez te parezca ilógico, pero es normal. Tenemos que ir al hospital.

– ¡Ni hablar!

– Lucas, no poseo ningún conocimiento médico en demonología, pero yo diría que tienes sangre y que estás perdiéndola.

– Conozco a alguien en la otra punta de la ciudad que puede coserme la herida -dijo, apretándose el hombro.

– Yo también conozco a alguien, y tú vas a acompañarme sin discutir, porque la noche ya ha sido bastante agitada. Creo que he cubierto mi cupo de emociones.

Zofia lo sujetó y lo llevó hacia el callejón. En la entrada vio el cuerpo de su agresor, que yacía inánime bajo un montón de cubos de basura. Zofia miró sorprendida a Lucas.

– Bueno, tengo un mínimo de amor propio -dijo él, pasando de largo.

Pararon un taxi, que diez minutos más tarde los dejó en la puerta de la casa de Zofia. Esta lo guió hacia la escalera de entrada y le indicó con una seña que no hiciera ruido. Abrió la puerta con mil precauciones y subieron la escalera en silencio. Cuando llegaron al descansillo, la puerta de Reina se cerró muy despacio.

Petrificado tras su mesa de trabajo, Blaise apagó la pantalla de control. Las manos le chorreaban y tenía la frente bañada en abundante sudor. Cuando sonó el teléfono, conectó el contestador automático y oyó a Lucifer invitándolo en un tono poco afable al comité de crisis que se celebraría a la hora del ocaso oriental.

– Te conviene llegar puntual, con soluciones y una nueva definición de «¡está todo controlado!» -concluyó el Presidente antes de colgar, furioso.

Se agarró la cabeza entre las manos. Temblando de arriba abajo, descolgó el auricular, que se le escurrió de entre los dedos.

Miguel miraba la pared cubierta de pantallas que tenía enfrente. Descolgó el auricular y marcó el número de la línea directa de Houston. El contestador automático saltó. Se encogió de hombros y consultó el reloj: diez minutos más tarde, el Ariane V saldría de la rampa de lanzamiento en Guayana.

Después de haber instalado a Lucas en su cama, con el hombro apoyado sobre dos gruesas almohadas, Zofia se acercó al armario. Sacó la caja de costura que estaba en el estante superior, escogió una botella de alcohol del botiquín del cuarto de baño y volvió al dormitorio. Se sentó a su lado, destapó la botella y sumergió el hilo de coser en el desinfectante. A continuación trató de enhebrar la aguja. -El zurcido va a ser una carnicería -dijo Lucas sonriendo, burlón-. ¡Estás temblando!

– ¡De eso nada! -repuso ella en tono triunfal, al tiempo que el hilo pasaba por fin a través del ojo de la aguja.

Lucas le asió la mano y la apartó con suavidad. Le acarició una mejilla y la atrajo hacia sí.

– Temo que mi presencia resulte comprometedora para ti.

– Tengo que confesar que las noches en tu compañía están plagadas de sucesos imprevistos.

– Cosas del jefe.

– ¿Por qué ha hecho que te disparen?

– Para ponerme a prueba y llegar a las mismas conclusiones que tú, supongo. No debería haber resultado herido. Pierdo mis poderes por estar en contacto contigo, y casi sería capaz de rezar para que también sucediera lo contrario.

– ¿Qué piensas hacer?

– A ti no se atreverá a atacarte.

Zofia miró a Lucas al fondo de los ojos.

– No me refiero a eso. ¿Qué haremos dentro de dos días?

Lucas rozó con la yema de los dedos los labios de Zofia y ella dejó que lo hiciera.

– ¿En qué estás pensando? -le preguntó la joven, confusa, reanudando la sutura.

– El día que cayó el muro de Berlín, los hombres y las mujeres descubrieron que sus calles eran muy parecidas. A ambos lados las bordeaban casas, circulaban coches por ellas, había farolas que las iluminaban de noche. Sus dichas y desdichas no eran las mismas, pero tanto los niños del Este como los del Oeste se dieron cuenta de que lo opuesto no se parecía a lo que les habían contado.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque oigo a Rostropovitch tocar el violonchelo.

– ¿Qué obra? -preguntó Zofia, acabando el tercer punto de sutura.

– Es la primera vez que la oigo. ¡Eh, me has hecho daño!

Zofia se acercó a Lucas para cortar el hilo con los dientes. Apoyó la cabeza sobre su torso desnudo y esta vez se abandonó. El silencio los unía. Lucas deslizaba los dedos entre el cabello de Zofia, acunándole la cabeza con caricias. Ella se estremeció.

– Dos días pasan volando.

– Sí -susurró él.

– Nos separarán. Es inevitable.

Y por primera vez, tanto Zofia como Lucas temieron la eternidad.

– ¿Se podría negociar que te dejara venir conmigo? -dijo Zofia con voz insegura.

– No es posible negociar con el Presidente, sobre todo cuando le has plantado cara. De todas formas, mucho me temo que el acceso a tu mundo esté fuera de mi alcance.

– Pero antes había muchos lugares de paso entre el Este y el Oeste, ¿no? -dijo Zofia, acercando de nuevo la aguja al borde de la herida. Lucas hizo una mueca y profirió un grito-. Esta zona la tienes muy sensible, apenas te he tocado. Tengo que darte algunos puntos más.