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De repente, la puerta se abrió y apareció Mathilde, apoyada en la escoba que le servía de muleta.

– Yo no tengo la culpa de que las paredes de tu casa sean de papel -dijo mientras se acercaba a ellos cojeando. Se sentó a los pies de la cama-. Dame esa aguja -le dijo en tono autoritario a Zofia-. Y tú, acércate -le ordenó a Lucas-. ¡Menuda suerte tienes! Soy zurda. -Cosió las heridas con mano ágil. Tres puntos de sutura a cada lado del hombro bastaron para cerrarlas-. Después de dos años detrás de la barra de un tugurio, acabas teniendo unas aptitudes de enfermera insospechadas, sobre todo cuando estás enamorada del jefe. Por cierto, sobre esa cuestión tengo dos o tres cosas que deciros a los dos antes de volver a mi cama. Después haré todo lo que pueda para convencerme de que estoy durmiendo y de que mañana por la mañana me partiré de risa recordando el sueño que estoy teniendo en estos momentos.

Mathilde se dirigió a su habitación con la muleta improvisada. En el umbral de la puerta, se volvió para mirarlos.

– Da igual que seáis o no lo que creo que sois. Antes de conocerte, Zofia, pensaba que las verdaderas oportunidades de esta Tierra sólo existían en las novelas malas; al parecer, se las reconocía precisamente por eso. Pero fuiste tú quien me dijo un día que lo peor de nosotros siempre tiene unas alas escondidas en algún sitio, que hay que ayudarlo a abrirlas en lugar de condenarlo. Así que date una verdadera oportunidad, porque si yo hubiera tenido una con él, te aseguro que no la habría desaprovechado. En cuanto a ti, el herido, si le chafas aunque sólo sea una pluma, volveré a darte los puntos de sutura con una aguja de hacer media. Y no pongáis esa cara. Sea lo que sea lo que tengáis que afrontar, os prohíbo terminantemente a los dos que os deis por vencidos, porque, si lo hacéis, el mundo entero se va a venir abajo, o en cualquier caso, el mío.

La puerta se cerró a su espalda. Lucas y Zofia permanecieron callados. Escucharon sus pasos sobre el parqué del salón. Desde la cama, Mathilde gritó:

– ¡Hace mucho que te decía que esos aires de mosquita muerta te hacían parecer un ángel! ¡Pues ya puedes dejar de encogerte de hombros! ¡No era tan tonta como parecía!

Agarró el interruptor de la lámpara que estaba sobre la mesita y dio un brusco tirón del cable. El disyuntor saltó de inmediato. La luz de la luna se filtró a través de los visillos de todas las ventanas. Mathilde se tapó la cabeza con la almohada. En el dormitorio, Zofia se acurrucó contra Lucas.

El sonido de las campanas de Grace Cathedral entró por la ventana entreabierta del cuarto de baño. El eco de la duodécima campanada se extendió sobre la ciudad.

Y atardeció y amaneció…

Quinto día

Estaba clareando el quinto día y los dos dormían. Hasta ellos llegaba el fresco del amanecer perfumado de otoño por la ventana abierta. Zofia se acurrucó contra Lucas. Los gemidos de Mathilde la habían sacado de su agitado sueño. Se desperezó y enseguida se quedó inmóvil al percatarse de que no estaba sola. Apartó despacio la manta y se levantó vestida con la ropa del día anterior. Salió al salón de puntillas.

– ¿Te duele?

– Es que estaba en una mala postura. Lo siento, no quería despertarte.

– No te preocupes, estaba medio despierta. Voy a prepararte un té. -Zofia entró en la cocina y contempló el semblante huraño de su amiga-. ¡Acabas de ganarte un chocolate caliente! -dijo, abriendo el frigorífico.

Mathilde apartó la cortina. En la calle, todavía desierta, un hombre salía de una casa con un perro sujeto de una correa.

– Me encantaría tener un labrador, pero sólo de pensar en que tendría que pasearlo todas las mañanas me entran ganas de inyectarme Prozac directamente en vena -dijo Mathilde, soltando la cortina.

– Uno es responsable de lo que domestica -afirmó Zofia-, y no es una frase mía.

– Has hecho bien en precisarlo. ¿Tenéis planes, Lu y tú?

– ¡Hace dos días que nos conocemos! Además, se llama Lucas.

– ¿Y yo qué he dicho?

– No, no tenemos planes.

– Pues eso no puede ser. Cuando se son dos, siempre se tienen planes.

– ¿Y de dónde has sacado eso?

– Es así, hay estampas de felicidad que no tenemos derecho a cambiar; podemos colorearlas, pero sin salimos de los bordes. Uno y uno son dos, dos es igual a pareja y pareja es igual a proyectos. ¡Es así y no de otra manera!

Zofia rompió a reír. En el cazo, la leche subió; la vertió en la taza y removió despacio el chocolate en polvo.

– Toma, bebe en vez de decir tonterías -dijo, llevándole el preparado humeante-. ¿Dónde has visto una pareja?

– ¡Me pones frenética! Hace tres años que te oigo hablar del amor, que si el amor esto, que si el amor aquello… ¿De qué te sirven todos esos cuentos de hadas, si te niegas desde el principio a interpretar el papel de princesa?

– ¡Qué metáfora tan romántica!

– Sí, mucho, pero si no te importa, ve a «metaforear» con él. Te advierto que, si no haces nada, en cuanto tenga la pierna en condiciones te lo robo sin ningún remordimiento.

– Ya veremos. La situación no es tan sencilla como parece.

– ¿Conoces alguna historia de amor que sea sencilla? Zofia, siempre te he visto sola, y eras tú quien me decía: «Somos los únicos responsables de nuestra felicidad». Pues bien, hija mía, tu felicidad mide un metro ochenta y cinco y pesa setenta y ocho kilos de puro músculo, así que, por favor, no pases por su lado. Tratándose de felicidad, hay que ponerse debajo.

– ¡Muy ingenioso y muy delicado!

– No, es pragmático. Por cierto, creo que «felicidad» está despertándose, así que haz el favor de ir a verlo ahora mismo, porque me gustaría respirar un poco de aire. ¡Vamos, despeja el salón, largo!

Zofia meneó la cabeza y volvió al dormitorio. Se sentó a los pies de la cama y observó el despertar de Lucas. Desperezarse bostezando le daba aspecto de felino. El joven entreabrió los ojos e inmediatamente una sonrisa le iluminó el rostro.

– ¿Hace mucho rato que estás ahí? -le preguntó.

– ¿Qué tal el brazo?

– Ya no noto casi nada -dijo él, efectuando un movimiento de rotación del hombro acompañado de una mueca de dolor.

– Ahora sin hacerte el macho: ¿qué tal el brazo?

– ¡Me duele horrores!

– Entonces, descansa. Quería prepararte algo, pero no sé qué tomas para desayunar.

– Veinte creps y otros tantos cruasanes.

– ¿Café o té? -preguntó ella levantándose.

Lucas la contempló; su semblante se había ensombrecido. La asió de la muñeca y la atrajo hacia sí.

– ¿Has tenido alguna vez la impresión de que el mundo te abandonaría tras de sí, la sensación de que, al mirar cada rincón de la habitación que ocupas, el espacio mengua, la convicción de que tu ropa se ha quedado vieja durante la noche, de que en cada espejo tu reflejo interpreta el papel de tu miseria sin ningún espectador, sin que ello te produzca ya ninguna sensación de bienestar, porque piensas que nadie te quiere y que tú no quieres a nadie, que toda esa nada no será más que el vacío de tu propia existencia?

Zofia rozó los labios de Lucas con la yema de los dedos.

– No pienses eso.

– Entonces, no me dejes.

– Sólo iba a preparar un café. -Se acercó a él-. No sé si la solución existe, pero la encontraremos -susurró.

– No debo dejar que se me entumezca el hombro. Ve a ducharte, yo me ocuparé del desayuno.

Ella aceptó de buen grado y desapareció. Lucas miró su camisa colgada en la estructura de la cama: tenía una manga manchada de sangre seca y se la arrancó. Se acercó a la ventana, la abrió y contempló los tejados que se extendían a sus pies; en la bahía sonaba la sirena de niebla de un gran carguero, como en respuesta a las campanadas de Grace Cathedral. Hizo una bola con la tela manchada y la arrojó a lo lejos antes de cerrar la ventana. Después dio unos pasos hacia el cuarto de baño y pegó una oreja a la puerta. El ruido del agua lo reconfortó; respiró hondo y salió del dormitorio.