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– Entonces, ¿por qué has hecho eso?

– Para que comprendas que mi diferencia es también la tuya, para que no me juzgues, como tampoco yo te juzgo a ti, porque la falta de tiempo que nos aleja podría también acercarnos.

Zofia miró el reloj del salpicadero y se sobresaltó.

– ¿Qué te pasa?

– Voy a faltar a la promesa que le he hecho a Reina y voy a darle un disgusto. Sé que habrá hecho un té, que se habrá pasado la tarde preparando dulces y que me espera.

– No es tan grave. Te disculpará.

– Sí, pero se sentirá decepcionada. Le he jurado que sería puntual; era importante para ella.

– ¿A qué hora habíais quedado?

– A las cinco en punto.

Lucas miró su reloj; eran las cinco menos diez y el tránsito que había les dejaba pocas esperanzas de cumplir la promesa de Zofia.

– Llegarás con un cuarto de hora de retraso como mucho.

– Será demasiado tarde, se habrá puesto el sol. Ella necesitaba determinada luz para enseñarme las fotos; era una especie de apoyo, de pretexto para abrir ciertas páginas de su memoria. He trabajado tanto para que su corazón se liberara… Le debía estar a su lado. La verdad es que ya no soy gran cosa.

Lucas miró de nuevo su reloj y le acarició la mejilla a Zofia haciendo un mohín.

– Vamos a dar otra vueltecita con el girofaro y la sirena puestos. Nos quedan siete minutos para llegar a tiempo, así que no hay que eternizarse. ¡Abróchate el cinturón!

El Ford se pasó inmediatamente al carril izquierdo y subió por la calle California a toda velocidad. En el norte de la ciudad, todos los semáforos se acompasaron para formar una magnífica avenida de luces rojas y dejar libres todos los cruces por los que pasaban.

– ¡Ya voy, ya voy! -contestó Reina a la campanilla que avisaba del final de la cocción.

Se agachó para sacar el bizcocho del horno de gas. La bandeja caliente pesaba demasiado para que pudiera sostenerla con una sola mano. Dejó abierta la puerta del horno y puso el bizcocho sobre el banco de la cocina. Procurando no quemarse, lo pasó a una tabla de madera y, con un cuchillo ancho y fino, empezó a cortarlo. Se enjugó la frente y notó que unas gotas le resbalaban por la nuca. Ella nunca sudaba; debía de ser a causa de ese terrible cansancio que sentía desde la mañana. Dejó un momento el bizcocho para ir al dormitorio. Una ráfaga de aire entró entonces en la cocina. Cuando regresó, Reina miró el reloj y se apresuró a colocar las tazas en la bandeja. A su espalda, una de las siete velas dispuestas sobre la superficie de trabajo se había apagado, la que estaba más cerca de la cocina de gas.

El Ford giró en Van Ness y Lucas aprovechó la curva para consultar el reloj: aún tenían cinco minutos para llegar a la hora. La aguja del cuentakilómetros se desplazó hacia los números más altos.

Reina se acercó al viejo armario y abrió la puerta, cuya madera crujió. Sus manos, delicadamente manchadas por los años, se metieron bajo la pila de ropa blanca de encaje, antigua, y sus frágiles dedos se cerraron sobre el álbum de tapas de piel cuarteadas. Cerró los ojos y las olió antes de dejar el álbum en el suelo, sobre la alfombra extendida en el centro del salón. Sólo le faltaba calentar el agua y toda estaría a punto; Zofia llegaría de un momento a otro. Notó que el corazón le latía un poco más deprisa y se concentró en controlar la emoción que la dominaba. Volvió a la cocina y se preguntó dónde había podido dejar las cerillas.

Zofia se agarraba lo mejor que podía del asa de encima de la portezuela. Lucas le sonrió.

– ¡No te puedes ni imaginar la cantidad de coches que he conducido sin rayar jamás ninguno! Dos semáforos más y llegaremos a tu calle. Relájate, sólo son las cinco menos dos minutos.

Reina rebuscó en los cajones del aparador, después en los del trinchero y por último en los de la despensa sin ningún resultado. Apartó la cortina de debajo del banco y miró atentamente en los estantes. Al levantarse, sintió un ligero vértigo y sacudió la cabeza antes de seguir buscando.

– Pero ¿dónde las habré metido? -masculló.

Miró a su alrededor y finalmente vio la cajita sobre el reborde del fogón.

– Si llega a ser un toro… -se dijo, haciendo girar la llave del quemador.

Los neumáticos del coche chirriaron en la curva. Lucas acababa de adentrarse en Pacific Heights y la casa estaba a menos de cien metros. Le anunció con orgullo a Zofia que llegaría como mucho con quince segundos de retraso. Desconectó la sirena… y, en la cocina, Reina encendió la cerilla.

La explosión hizo estallar al instante todos los cristales de la casa. Lucas pisó con los dos pies el pedal del freno y el Ford dio un bandazo, evitando por los pelos la puerta de entrada, que había salido disparada hacia la calle. Zofia y Lucas se miraron, horrorizados: la planta baja estaba envuelta en llamas, les era imposible cruzar semejante muro de fuego. Eran las cinco… y apenas unos segundos.

Mathilde había sido proyectada al centro del salón. A su alrededor, todo estaba por el suelo: la mesita yacía a su lado, el cuadro de encima de la chimenea se había roto al caer, esparciendo mil fragmentos de cristal sobre la alfombra. La puerta del frigorífico colgaba de las bisagras, la gran lámpara se balanceaba, peligrosamente suspendida de los cables eléctricos. Un olor acre de humo se filtraba ya a través del suelo. Mathilde se incorporó y se pasó las manos por la cara para retirar el polvo que la cubría. La escayola se había rajado de arriba abajo. Separó con decisión los bordes y la arrojó lejos. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, se apoyó en el respaldo de la silla volcada y se levantó. Avanzó cojeando entre los escombros, tocó la puerta de entrada y, como no estaba caliente, salió al rellano y se acercó a la barandilla. Al asomarse, vio por dónde podría abrirse camino entre los numerosos focos del incendio y empezó a bajar la escalera haciendo caso omiso de las dolorosas punzadas que sentía en la pierna. En el recibidor, la temperatura era insoportable; tenía la impresión de que el pelo y las pestañas se le iban a incendiar de un momento a otro. Delante de ella, una viga al rojo vivo se desprendió del techo, arrastrando en su caída una lluvia de brasas rojizas. El concierto de crujidos de madera era ensordecedor, el aire que aspiraba le quemaba los pulmones; cada vez que inspiraba, Mathilde se asfixiaba. El último peldaño le despertó demasiado vivamente el dolor, las piernas le fallaron y cayó cuan larga era. En el suelo, aprovechó el poco oxígeno que quedaba en la habitación. Inspiró y espiró a costa de grandes esfuerzos y se rehízo. A su derecha había un enorme boquete en la pared; le bastaría arrastrarse unos metros para salvar la vida. Pero a su izquierda, a la misma distancia. Reina yacía boca arriba. Sus miradas se cruzaron a través de un velo de humo. Reina le indicó con la mano que se marchara y le señaló la abertura.

Mathilde se puso en pie con un grito de dolor. Apretando las mandíbulas hasta casi partirse los dientes, avanzó hacia Reina. Cada paso asestaba un puñetazo en su carne. Apartó los jirones de artesonado lamidos por el fuego y continuó avanzando. Entró en las habitaciones de Reina y se tendió a su lado para recobrar el aliento.

– Voy a ayudarla a levantarse, usted agárrese a mí -dijo, jadeando.

Reina pestañeó en señal de asentimiento. Mathilde pasó un brazo por debajo de la nuca de la anciana e intentó levantarla.

El dolor fue insoportable, una constelación de estrellas la cegó, perdió el equilibrio.

– Sálvate tú -dijo Reina-. No discutas y sal de aquí. Dile a Zofia de mi parte que la quiero; dile también que me ha encantado conversar contigo, que eres muy cariñosa. Eres una chica maravillosa, Mathilde, tienes un corazón de oro; simplemente debes tratar de escoger mejor a quién se lo entregas. Vamos, vete antes de que sea demasiado tarde. De todas formas, quería que esparcieran mis cenizas alrededor de la casa, así que más o menos se habrá cumplido mi voluntad.