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– Visto. ¡Olvídalo!

– ¡Ya estamos! -murmuró Mathilde.

– Mathilde, tu última aventura estuvo a punto de costarte la vida, de manera que si esta vez puedo evitar que te metas en algo peor…

– No sé por qué dices eso.

– Porque lo que he visto es peor.

– ¿Y se puede saber qué has visto?

– Una mirada deliberadamente turbulenta.

– ¡Oye, oye, no dispares tan rápido! ¡Ni siquiera te había oído cargar el revólver!

– Tardaste seis meses en desintoxicarte de todas las mierdas que tu barman de O'Farrell [2] tenía la generosidad de compartir contigo. ¿Quieres desaprovechar tu segunda oportunidad? Tienes un trabajo, un sitio donde vivir, y estás «limpia» desde hace diecisiete semanas. ¿Es que quieres recaer ahora?

– Mi sangre no está limpia.

– Ten un poco de paciencia y tómate la medicación.

– Ese tipo parece de lo más simpático.

– ¡Sí, como un cocodrilo delante de un solomillo!

– ¿Lo conoces?

– No lo había visto en mi vida.

– Entonces, ¿por qué haces ese juicio tan apresurado?

– Confía en mí, tengo un sexto sentido para estas cosas.

Zofia se sobresaltó al oír la voz grave de Lucas y notar su aliento en la nuca.

– Ya que había quedado en pasar la velada con su deliciosa amiga, sea generosa y acepte una invitación común a una de las mejores mesas de la ciudad. En mi descapotable cabemos perfectamente los tres.

– Tiene usted mucha intuición: no hay nadie más generoso que Zofia -dijo Mathilde, confiando en que su amiga se adaptara a la situación.

Zofia se volvió con la intención de darle las gracias y despedirlo, pero quedó inmediatamente atrapada por los ojos que la miraban. Los dos se miraron largamente, incapaces de decir nada. Lucas intentó hablar, pero de su garganta no salió ningún sonido. Escrutaba en silencio las facciones de aquel rostro femenino tan turbador como desconocido. Ella, que se había quedado sin una gota de saliva en la boca, acercó una mano a la barra y buscó a tientas algo de beber. Un cruce de gestos torpes hizo volcar el vaso, que rodó por la barra de cinc, cayó al suelo y se hizo añicos. Zofia se agachó para recoger con precaución tres trozos de cristal; Lucas se inclinó con intención de ayudarla y recogió cuatro más. Cuando se incorporaron, siguieron mirándose.

Mathilde los había observado a ambos y dijo, irritada:

– ¡Voy a barrer!

– Quítate el delantal y vámonos. Es tardísimo -repuso Zofia apartando la mirada.

Saludó a Lucas con un gesto de cabeza y arrastró sin contemplaciones a su amiga hasta la calle. Al llegar al aparcamiento, apretó el paso. Después de haberle abierto la puerta a Mathilde, subió al coche, arrancó y salió como una exhalación.

– Pero ¿qué te pasa? -preguntó Mathilde, desconcertada.

– ¿A mí? Nada de nada.

Mathilde hizo girar el retrovisor central.

– Mírate la cara y repítemelo.

El coche circulaba deprisa por el puerto. Zofia abrió la ventanilla y un aire helado invadió el interior del vehículo. Mathilde se estremeció.

– Ese hombre es terriblemente grave -murmuró Zofia.

– A ver, los conozco altos, bajos, guapos, feos, delgados, gordos, peludos, imberbes, calvos…, pero graves…, la verdad, me has dejado de una pieza.

– Entonces, confía en mí. Ni yo misma sé cómo calificarlo. Es un hombre triste, y parece tan atormentado… Nunca había…

– Pues con lo que te gustan las almas en pena, es el candidato perfecto para ti. ¡Seguro que acabas con una pequeña herida en el ventrículo izquierdo!

– ¡No seas cáustica!

– Desde luego, esto es el mundo al revés. Te pido una opinión imparcial sobre un hombre que me parece que está para comérselo, tú ni siquiera lo miras pero lo pones de vuelta y media, y cuando por fin te dignas volver la cabeza, clavas los ojos en los suyos como una ventosa que quisiera desembozar el lavabo de mi cuarto de baño. Y después de todo eso, resulta que no tengo derecho a ser cáustica.

– ¿Tú no has notado nada, Mathilde?

– Sí, ya que insistes, que olía a perfume Habit Rouge, y como sólo lo venden en Macy's [3], yo creía que eso era más bien una buena señal.

– ¿No te has dado cuenta del aspecto tan sombrío que tenía?

Mathilde se ajustó la parka en torno al cuello y respondió:

– Bueno, vale, llevaba una chaqueta un poco oscura, ¡pero de corte italiano y de cachemir de seis hilos!

– No me refiero a eso.

– ¿Quieres que te diga una cosa? Estoy segura de que no es de los que se ponen calzoncillos corrientes y molientes.

Mathilde sacó un cigarrillo y lo encendió. Bajó su ventanilla y expulsó una larga columna de humo que salió por la abertura.

– ¡Puestos a morir de una neumonía! -exclamó-. En fin, perdona que insista, pero hay calzoncillos y calzoncillos.

– ¡No has escuchado ni una sola palabra de lo que he dicho! -repuso Zofia, preocupada.

– ¿Te imaginas qué corte para la hija de Calvin Klein ver el nombre de su padre escrito en letras grandes cuando un hombre se desnuda delante de ella?

– ¿Lo habías visto antes? -preguntó Zofia, imperturbable.

– Quizás en el bar de Mario, pero no puedo asegurártelo. En aquella época, las noches que veía claro eran bastante escasas.

– Pero eso se ha acabado, lo has dejado atrás -dijo Zofia.

– ¿Tú crees en la sensación de déjà-vu?

– Es posible. ¿Por qué?

– Hace un momento, en el bar, cuando se te ha escapado el vaso de las manos…, he tenido la sensación de que caía a cámara lenta.

– Tienes el estómago vacío. Voy a llevarte a cenar a un restaurante asiático -repuso Zofia.

– ¿Puedo hacerte otra pregunta?

– Claro.

– ¿No tienes nunca frío?

– ¿Por qué lo dices?

– Porque tengo la sensación de que soy una esquimal. ¡Por lo que más quieras, sube esa ventanilla!

El Ford circulaba en dirección a la antigua chocolatería de la calle Ghirardelli. Tras unos minutos de silencio, Mathilde conectó la radio y contempló la ciudad. En el cruce de la avenida Colombus y la calle Bay el puerto desapareció de su vista.

– ¿Tendría la amabilidad de retirar la mano para que pueda limpiar la barra?

El dueño del Fisher's Deli había sacado a Lucas de su ensimismamiento.

– Perdón…

– Hay cristales debajo de su mano. Se va a cortar.

– No se preocupe por mí. ¿Quién era?

– Una chica atractiva, cosa que no abunda por aquí.

– Sí, por eso me gusta tanto el barrio -repuso Lucas con la misma sequedad-. No ha contestado a mi pregunta.

– ¿La que le interesa es mi empleada? Lo siento, pero no doy información sobre el personal. Tendrá que volver y preguntárselo usted mismo; mañana a las diez estará otra vez aquí.

Lucas dio un puñetazo sobre la barra de cinc. Los fragmentos de cristal saltaron por los aires y el propietario del establecimiento dio un paso atrás.

– ¡Su camarera me importa un comino! ¿Conoce a la chica que se ha ido con ella? -dijo Lucas.

– Es amiga suya y trabaja en la segundad del puerto. Es lo único que le puedo decir.

Lucas le arrebató al hombre el paño que llevaba colgando de la cintura del pantalón y se frotó con él la palma de la mano, que no presentaba ni un solo rasguño. Luego lo arrojó al cubo de la basura que estaba detrás de la barra.

El patrón del Fisher's Deli frunció el entrecejo.

– No te preocupes, tío -dijo Lucas, mirando su mano intacta-. Es lo mismo que andar sobre ascuas, tiene truco. Todo tiene un truco.

A continuación se dirigió hacia la salida. Una vez fuera, se quitó una esquirla que se le había quedado entre el índice y el pulgar.

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[2] Calle de San Francisco llena de bares frecuentados por gente de mala vida (N. de la T.)

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[3] Cadena de grandes almacenes de lujo (N. de la T.)