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Marc Levy

Siete Días Para Una Eternidad

El azar es la forma que adopta Dios para pasar inadvertido.

Jean Cocteau

A Manine y a Louis

Al principio, Dios creó el cielo y la tierra.

Y atardeció y amaneció.

Agradecimientos

A Nathalie André, M. R. Bass, Éric Brame, Frédérique, Kamel Berkane, Antoine Caro, Philippe Dajoux, Valérie Dijian, Marie Drucker, M. P. Fehner, Guillaume Gallienne, M. C. Garot, Philippe Guez, Sophie Fontanelle, Katrin Hodapp, M. P. Leneveu, Raymond y Danièle Levy, Lorraine Levy, Daniel Manca, M. Natalini, Pauline Normand, el instructor IFR Patrick Partouche, J. M. Perbost, Regen Tell, Manon Sbaïz, Zofia y el sindicato de cargadores de la CGT del puerto de Marsella, Marie Le Fort, Alix de Saint-André, por su maravilloso libro La verdad sobre los ángeles, Nicole Lattès, Leonello Brandolini y Susanna Lea y Antoine Audouard.

Primer día

Lucas, tendido en la cama, miró el pequeño piloto del busca, que parpadeaba frenéticamente. Cerró el libro y lo dejó a un lado. Era la tercera vez en cuarenta y ocho horas que leía aquella historia, y no recordaba ninguna lectura que le hubiera hecho disfrutar tanto.

Acarició la tapa con la yema de los dedos. Ese tal Hilton estaba a punto de convertirse en su autor favorito; se alegraba de que un cliente se lo hubiera dejado en el cajón de la mesilla de noche de aquella habitación de hotel. Tomó de nuevo el volumen y lo lanzó con gesto decidido hacia la maleta abierta que estaba al otro lado del cuarto. Miró el reloj, se desperezó y se levantó de la cama. «Vamos, arriba y en marcha», se dijo, de buen humor. Frente al espejo del armario, se hizo el nudo de la corbata, se puso la chaqueta del traje negro, recogió las gafas de sol de la mesita que estaba junto al televisor y se las guardó en el bolsillo superior. El busca que llevaba sujeto a una trabilla del pantalón continuaba vibrando. Empujó con un pie la puerta del armario y se acercó a la ventana. Apartó el visillo grisáceo e inmóvil para observar el patio interior; ni un soplo de brisa se llevaría la contaminación que invadía la parte baja de Manhattan y se extendía hasta los límites de TriBeCa [1]. Sería un día caluroso. A Lucas le encantaba el sol, y nadie mejor que él para saber lo nocivo que era. ¿Acaso no permitía proliferar toda clase de gérmenes y de bacterias en las tierras que padecen sequía? ¿Acaso no era peor que la Guadaña para se parar a los débiles de los fuertes? «Y la luz se hizo», musitó mientras descolgaba el auricular. Pidió a recepción que le prepararan la cuenta; debía interrumpir su viaje a Nueva York. Después salió de la habitación.

Al final del pasillo, desconectó la alarma de la puerta que daba a la escalera de incendios.

Al llegar al patio, sacó el libro antes de deshacerse de la maleta tirándola a un gran contenedor de basura y se adentró a paso ligero en el callejón.

Mientras caminaba por aquella calle mal pavimentada del SoHo, Lucas observaba con deleite un balconcillo de hierro forjado que sólo resistía la tentación de desplomarse gracias a dos roblones oxidados. La inquilina del tercer piso, una joven modelo de pechos excesivamente bien formados, vientre insolente y labios carnosos, se había tendido en la tumbona sin sospechar el peligro, lo que era una situación perfecta. Al cabo de unos minutos (si la vista no lo engañaba, y no lo engañaba nunca), los roblones cederían y la belleza se encontraría tres pisos más abajo con el cuerpo destrozado. La sangre que fluiría desde su oreja por los intersticios de los adoquines subrayaría el terror pintado en su semblante. Su bonito rostro conservaría esa expresión hasta que se descompusiera dentro de una caja de pino, donde la familia de la señorita la habría metido antes de sepultarla bajo una lápida de mármol y unos cuantos litros de lágrimas inútiles. Una insignificancia a la que dedicarían como máximo cuatro líneas mal redactadas en el periódico del barrio y que le costaría un juicio al propietario del inmueble. Un responsable técnico del Ayuntamiento perdería su empleo (siempre hace falta un culpable) y uno de sus superiores, tras llegar a la conclusión de que el accidente podría haber sido un auténtico drama si el balcón hubiera caído sobre algún transeúnte, enterraría el asunto. Después de todo, había un Dios en el mundo, y ése, en definitiva, era el verdadero problema de Lucas.

El día habría podido empezar maravillosamente bien si en el interior de ese bonito piso no hubiera sonado un teléfono y si la idiota que en él vivía no hubiera dejado su móvil en el cuarto de baño. La estúpida cabeza de chorlito se levantó para ir a buscarlo; decididamente, tenía más memoria un Mac que el cerebro de una modelo, se dijo Lucas, decepcionado.

Lucas apretó las mandíbulas y los dientes le rechinaron al mismo tiempo que los frenos del camión de la basura que se dirigía hacia él chirriaban, haciendo temblar la calle. El ensamblado metálico se desprendió con un crujido seco y nítido de la fachada y empezó a caer. Un trozo de barandilla hizo añicos el cristal de una ventana del piso de abajo. Un diluvio de vigas de hierro oxidadas -habitáculos subterráneos de colonias de bacilos del tétanos- estaba descendiendo hacia el pavimento. La mirada de Lucas se iluminó de nuevo: un afilado larguero de metal caía hacia el suelo a una velocidad vertiginosa. Si sus cálculos resultaban exactos, y siempre lo eran, no había nada perdido. Cruzó despreocupadamente la calzada, obligando al conductor del camión a reducir la velocidad. La viga atravesó la cabina del camión de la basura y se clavó en el tórax del conductor; el vehículo dio un terrible bandazo. Los dos basureros que iban encaramados en la plataforma trasera no tuvieron tiempo de gritar: uno fue engullido por la boca de la caja e inmediatamente triturado por sus mandíbulas, que seguían funcionando, imperturbables; el otro fue proyectado hacia delante y aterrizó, inerte, en el suelo. El eje delantero le pasó por encima de una pierna.

En su carrera, el Dodge chocó contra una farola, que salió despedida por los aires. Los cables eléctricos, ya pelados, tuvieron la ocurrencia de ponerse a dar coletazos y meterse en el agua sucia del arroyo. Un haz de chispas anunció el tremendo cortocircuito que afectó a toda la manzana de casas. Los semáforos del barrio se quedaron, en señal de duelo, más negros que el traje de Lucas. Ya se oía a lo lejos el ruido de las primeras colisiones de vehículos en los cruces, abandonados a su suerte. En la intersección de las calles Crosby y Spring, el choque del camión descontrolado con un taxi amarillo fue inevitable. Al ser golpeado de través, el yellow cab se empotró en la tienda del Museo de Arte Moderno. «Otra obra de arte para su escaparate», murmuró Lucas. El eje delantero del camión se subió encima de un coche aparcado; los faros, ahora ciegos, apuntaban hacia el cielo. El pesado camión se retorció entre ruidos de chapa desgarrada, antes de tumbarse de lado, vomitar las toneladas de detritus que llevaba en las entrañas y dejar la calzada cubierta por una alfombra de inmundicias. Al estruendo del drama consumado siguió un silencio mortal. El sol proseguía tranquilamente su recorrido hacia el cenit; el calor de sus rayos no tardaría en volver pestilente la atmósfera del barrio.

Lucas se ajustó el cuello de la camisa; le horrorizaba que le sobresalieran los picos por encima de la chaqueta. Contempló la magnitud del desastre. Apenas eran las nueve en su reloj y, al final, estaba empezando un día espléndido.

La cabeza del taxista descansaba sobre el volante y accionaba el claxon, que sonaba al mismo tiempo que la sirena de los remolcadores en el puerto de Nueva York, un lugar precioso cuando hacía buen tiempo, como ese domingo de finales de otoño. Lucas se dirigía hacia allí, desde donde un helicóptero lo trasladaría al aeropuerto de LaGuardia. Sólo faltaban sesenta y seis minutos para que despegara su avión.

El muelle 80 del puerto mercante de San Francisco estaba desierto. Zofia colgó despacio el auricular del teléfono y salió de la cabina. Entornando los ojos a causa de la luz, contempló el malecón de enfrente. Un enjambre de hombres trajinaba alrededor de gigantescos contenedores. Los conductores de las grúas, encaramados en sus respectivas barquillas, dirigían un delicado ballet de plumas que se cruzaban sobre un inmenso carguero con destino a China. Zofia suspiró: aun poniendo la mejor voluntad del mundo, no podía hacerlo todo sola. Tenía muchos dones, pero no el de la ubicuidad.

La bruma ya cubría el tablero del Golden Gate, cuyos pilares apenas sobresalían de la densa nube que invadía progresivamente la bahía. En cuestión de instantes, la actividad portuaria tendría que paralizarse por falta de visibilidad. Zofia, preciosa con su uniforme de oficial encargada de la seguridad, contaba con muy poco tiempo para convencer a los capataces sindicados de que ordenaran detenerse a los cargadores que trabajaban a destajo. ¡Ojalá hubiera sabido enfadarse! La vida de un hombre debería tener prioridad sobre unas cuantas cajas cargadas deprisa y corriendo. Pero los hombres no cambian así como así; de lo contrario, no habría habido necesidad de que ella estuviera allí.

A Zofia le gustaba el ambiente que reinaba en los muelles de carga. Siempre tenía muchas cosas que hacer. Toda la miseria del mundo se daba cita a la sombra de los antiguos puertos francos. Los vagabundos se instalaban allí, apenas protegidos de las lluvias otoñales, de los vientos helados que el Pacífico arrastraba hacia la ciudad al llegar el invierno y de las patrullas de policía, poco amigas de adentrarse en ese universo hostil en cualquier estación.

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[1] Barrio del sur de Manhattan (N. de la T.)