Una lluvia torrencial desgarraba el silencio en las oscuras calles, gruesas gotas se estrellaban contra los cristales haciendo un ruido ensordecedor, los limpiaparabrisas resultaban inútiles para apartar el agua. A lo lejos, tan sólo la punta del último piso de la majestuosa torre piramidal del Transamerica Building asomaba por encima de la densa nube negra que cubría la ciudad.
Arrellanado en su asiento de primera clase, Lucas disfrutaba contemplando por el ojo de buey aquel espectáculo diabólico pero de una belleza divina. El Boeing 767 daba vueltas sobre la bahía de San Francisco, a la espera de una hipotética autorización para aterrizar. Lucas, impaciente, tamborileó con los dedos sobre el busca que llevaba colgado del cinturón. El piloto número siete no cesaba de parpadear. La azafata se acercó a él para decirle que lo apagara y pusiera el respaldo en posición vertical, porque el aparato estaba realizando la maniobra de aproximación.
– ¡Pues déjense de aproximaciones y tomen tierra de una puta vez! ¡Tengo prisa!
La voz del comandante sonó a través de los altavoces: las condiciones meteorológicas en tierra eran relativamente difíciles, pero la escasa cantidad de queroseno que quedaba en los depósitos los obligaba a aterrizar. Pidió a la tripulación que se sentara y le indicó a la jefa de cabina que se dirigiera al puesto de pilotaje. A continuación colgó el micro. La expresión forzada de la azafata de primera clase merecía un Oscar: ninguna actriz del mundo habría sabido desplegar la sonrisa Charlie Brown que ella plantificó en la comisura de sus labios. La anciana que estaba sentada al lado de Lucas, y que ya no era capaz de controlar su miedo, lo agarró de la muñeca. A Lucas le divirtió la humedad de su mano y el ligero temblor que la agitaba. Una serie de sacudidas, a cual más violenta, zarandeó la carlinga. El metal parecía sufrir tanto como los pasajeros. A través del ojo de buey, se podían ver oscilar las alas del aparato, al máximo de la amplitud prevista por los ingenieros de Boeing.
– ¿Por qué han llamado a la jefa de cabina? -preguntó la anciana, al borde del llanto.
– Para que se tome un trago con el comandante -contestó Lucas, radiante-. ¿Asustada?
– Más que eso, diría yo. ¡Voy a rezar por nuestra salvación!
– ¡Ni se le ocurra! Es usted afortunada, así que conserve esa angustia. ¡Es buenísima para su salud! La adrenalina lo limpia todo. Es el desatascador líquido del circuito sanguíneo, y además hace trabajar al corazón. ¡En estos momentos está ganando dos años de vida! Veinticuatro meses de abono gratis no son como para despreciarlos, aunque, por la cara que pone, los programas no deben de ser nada del otro mundo.
La pasajera tenía la boca demasiado seca para contestar y se enjugó unas gotas de sudor de la frente con el dorso de la mano. Se le había acelerado el corazón, le costaba respirar y una multitud de estrellitas le nublaba la vista. Lucas, divertido, le dio unas palmadas amistosas en la rodilla.
– Si cierra los ojos muy fuerte, y se concentra, por supuesto, verá la Osa Mayor.
Rompió a reír. Su vecina había perdido el conocimiento y la cabeza le cayó sobre el reposabrazos. A pesar de las violentas turbulencias, la azafata se levantó. Agarrándose como pudo a los portaequipajes, avanzó hacia la mujer desvanecida. Sacó un frasquito de sales del bolsillo del delantal, lo abrió y se lo puso a la anciana inconsciente bajo la nariz. Lucas la miró, todavía más divertido.
– Tenemos que disculpar a la abuela por no mantener el tipo, porque hay que reconocer que el piloto no se anda con chiquitas. Parece que estemos en la montaña rusa. Oiga, dígame una cosa…, quedará entre nosotros, se lo prometo… Esto de aplicarle a ella su remedio de vieja, ¿es para curar el mal con el mal?
Lucas no pudo reprimir otra carcajada. La jefa de cabina lo miró, indignada. A ella no le parecía nada divertida la situación y así se lo hizo saber.
Una sacudida proyectó a la azafata hacia la puerta de la cabina. Lucas le dirigió una amplia sonrisa y abofeteó sin contemplaciones a su vecina. Ésta se sobresaltó y abrió los ojos.
– ¡Vaya, ha vuelto con nosotros! ¡Menudo viajecito!, ¿eh? -Se inclinó hacia su oído y susurró-: No se avergüence. Mire a su alrededor, están todos rezando, ¡qué ridículo!
La mujer no tuvo tiempo de contestar. Entre el ruido ensordecedor de los motores, el avión acababa de tomar tierra. El piloto invirtió el impulso de los reactores y el agua azotó violentamente la carlinga. Finalmente, el aparato se detuvo. Los pasajeros aplaudían a los pilotos o juntaban las manos para dar las gracias a Dios por haberlos salvado. Lucas, exasperado, se desabrochó el cinturón de seguridad, alzó los ojos al cielo, miró el reloj y se encaminó hacia la puerta delantera.
La lluvia había arreciado. Zofia aparcó el Ford junto a la acera que bordeaba la torre y bajó la visera del parabrisas para dejar a la vista una pequeña insignia con las siglas CIA. Salió corriendo bajo el chaparrón, rebuscó en los bolsillos y metió en el parquímetro la única moneda que encontró. Después cruzó la explanada, pasó por delante de las tres puertas giratorias por las que se accedía al vestíbulo principal del majestuoso edificio piramidal y lo rodeó. El busca vibró de nuevo y Zofia alzó los ojos al cielo.
– ¡Lo siento, pero el mármol mojado es muy resbaladizo! Todo el mundo lo sabe, salvo quizás los arquitectos…
En el último piso de la torre, muchas veces decían en broma que la diferencia entre los arquitectos y Dios era que Dios no se consideraba arquitecto.
Zofia avanzó junto a la pared del edificio hasta llegar a una placa de un color más claro y apoyó una mano sobre ella. En la fachada se desplazó un panel. La joven entró e inmediatamente el panel volvió a su sitio.
Lucas había bajado del taxi y caminaba con paso decidido por la explanada que Zofia había dejado atrás hacía unos instantes. En el lado opuesto de la misma torre, apoyó la mano sobre la piedra, igual que ella. Una placa, en este caso más oscura que las demás, se deslizó y Lucas entró en el ala oeste del Transamerica Building.
Zofia no había tenido ninguna dificultad para acostumbrarse a la penumbra del corredor. Siete recodos más adelante, accedió a un amplio vestíbulo con las paredes de granito blanco desde el que se elevaban tres ascensores. La altura hasta el techo era vertiginosa. Nueve globos monumentales, todos de tamaños diferentes y colgados de cables cuyos puntos de sujeción no se veían, difundían una luz opalina.
Cada visita a la sede de la Agencia era para ella una fuente de asombro. Decididamente, la atmósfera que reinaba en aquel lugar era insólita. Saludó al conserje, que estaba detrás del mostrador y se había levantado.
– Buenos días, Pedro, ¿cómo está?
El afecto de Zofia por el que vigilaba desde siempre el acceso a la Central era sincero. Todos los recuerdos que tenía de su paso por las ansiadas puertas estaba asociado a su presencia. ¿Acaso no se debía a él el clima apacible y tranquilizador que, pese al intenso tránsito, reinaba en la Entrada de la Morada? Ni siquiera los días de gran afluencia, cuando cientos de personas se agolpaban en las puertas, Pedro permitía el desorden y los empujones. La sede de la CIA no habría sido la misma sin la presencia de aquel ser ponderado y atento.
– Mucho trabajo últimamente -dijo Pedro-. La esperan. Si desea cambiarse, debo de tener su llave del vestuario en alguna parte. Un segundo… -Se puso a rebuscar en unos cajones y murmuró-: ¡Hay tantas! A ver…, ¿dónde la he puesto?
– ¡No tengo tiempo, Pedro! -dijo Zofia, caminando apresuradamente hacia el pórtico de seguridad.
La puerta acristalada se abrió. Zofia se dirigió al ascensor de la izquierda, pero Pedro le señaló con un dedo la cabina exprés del centro, la que llevaba directamente al último piso.
– ¿Está seguro? -preguntó ella, sorprendida.
Pedro asintió con la cabeza al tiempo que las puertas se abrían y el sonido de una campanilla rebotaba en las paredes de granito. Zofia se quedó paralizada unos segundos.
– Dese prisa, y que tenga un buen día -le dijo él con una sonrisa afectuosa.
Las puertas se cerraron tras ella y la cabina se elevó hacia el último piso de la CIA.
En el ala opuesta de la torre, el neón del viejo montacargas chisporroteaba y la luz fluctuó unos segundos. Lucas se ajustó la corbata y se estiró la chaqueta. Las rejas acababan de abrirse.
Un hombre vestido con un traje idéntico al suyo se acercó inmediatamente para recibirlo. Sin dirigirle la palabra, le señaló con gesto adusto los asientos de la sala de espera y volvió a sentarse detrás de su mesa. El perro pastor con aspecto de cancerbero que dormía atado a sus pies levantó un párpado, se lamió los belfos y cerró de nuevo el ojo. Un hilo de baba cayó sobre la moqueta negra.
La recepcionista había acompañado a Zofia hasta un mullido sofá y le ofreció las revistas extendidas sobre una mesa de centro. Antes de regresar a su mostrador, le aseguró que no tardarían en ir a buscarla.
En el mismo momento, Lucas cerró una revista y consultó su reloj. Eran casi las doce de la mañana. Se desabrochó la correa y se lo puso al revés para no olvidar ponerlo en hora cuando se marchara. Algunas veces, en la «Oficina», el tiempo se detenía, y Lucas no soportaba la falta de puntualidad.