Выбрать главу

Ramón J. Sender

Siete domingos rojos

Primera edición en castellano, Barcelona, 1932

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

La primera vez que se publicó esta novela, en Barcelona, yo consideraba la literatura como una forma de escapismo. Pero hay varias maneras de escapar. Una hacia el pasado, otra hacia el futuro, otra por el mundo de los sueños fuera del tiempo y aun la mía, que consistía perderse en los bajos fondos de la realidad misma del momento. Unos bajos fondos más ligados a nuestro mundo inconsciente que a nuestra conciencia.

Aunque parece irreal a veces, ese substrato viene a ser la cuna misma y la raíz de la realidad. Así sucedió, poco después, que los que no creían que esta novela estuviera autorizada por la verdad de las condiciones sociales de 1933, tuvieron la desgracia o la fortuna de persuadirse de lo contrario durante la guerra civil en la que todos -tirios y troyanos- fuimos víctimas, y los triunfadores no han estado nunca seguros de su triunfo, ya que la historia sigue y las contiendas de ese género no se acaban nunca sino que se proyectan hacia un futuro siempre problemático y amigo de las compensaciones.

El amor por la libertad es entre los anarcosindicalistas españoles (y ahora entre la llamada “nueva izquierda”, que tiene la misma mentalidad y por cierto las mismas banderas en todas partes) natural, y va ligado a los movimientos religiosos, sociales y políticos de todos los tiempos desde los primeros testimonios de la llamada protohistoria.

Pero además ese amor a la libertad (que naturalmente está hoy igualmente encendido en mí y supongo que en ti, lector) lo abarca todo y condiciona y da su calidad intrínseca a todas las formas de amor, incluidos el amor sexual y el que mueve a los astros en el espacio.

He retocado un poco la primera edición. He querido dar más unidad estructural a lo que tiene la novela de poético. En realidad, una novela, como un poema, no está acabada mientras vive su autor. Sólo hay que tener en cuenta las últimas ediciones de los poetas que ya nos dejaron y las de las novelas de los que vivieron antes que nosotros *. Espero que si alguien quiere acordarse de mí en el futuro, sean estas últimas ediciones las que tome en consideración. Pero si no es así, estará en su derecho y a mí no me importa gran cosa, ya que como digo al final de Siete domingos rojos, la única libertad absoluta posible (esa que en vano buscamos con cada paso y cada palabra y cada latido de nuestro pulso) es una libertad metafísica que se nos da a todos al final. Y que yo tendré entonces.

Sin embargo, evita mientras puedas ese final, lector amado. Es un buen consejo. La muerte es un asunto feo. Y tratemos de hacer compatible mientras tanto nuestro amor por la libertad con los otros amores más inmediatos y con la necesidad de propiciar condiciones más justas entre los hombres.

R. S.

Prólogo a la primera edición

Como hablo pocas veces a lo largo de este libro -casi siempre hablan los personajes-, no estará de más que pida la palabra antes de comenzar. Poco es lo que he de decir, pero me interesa de manera especial advertir lo siguiente:

Desde, el punto de vista político o social este libro no satisfará a nadie. Ya lo sé. Pero no se trata de hacer política ni de fijar aspectos de la lucha social ni mucho menos de señalar virtudes o errores. No busco una verdad útil -social, moral, política- ni siquiera esa inofensiva verdad estética -siempre falsa, artificiosa- en torno de la cual se desorientan tantos jóvenes.

La única verdad -realidad- que busco a lo largo de estas páginas es la verdad humana que vive detrás de las convulsiones de un sector revolucionario español. Voy buscándola en la voz, en las pasiones de los personajes y en el aire y la luz que las rodean, y con las que se identifican formando una atmósfera moral turbia o diáfana, lógica o incongruente. Ni siquiera pretendo una realidad novelesca. Es una realidad simplemente humana, con lo estúpido y lo sublime. Lo estúpido también porque miro a los hombres a la hora de escribir sin la superstición intelectualista del hombre por el hombre, que en fin de cuentas es en los novelistas la superstición pedante e insoportable de sí mismos. Los hombres de mi libro desconocen las conveniencias sociales y no han tenido nunca cédula personal.

Claro que el libro no se dirige expresamente al entendimiento del lector, sino a su sensibilidad, porque las verdades humanas más entrañables no se entienden ni se piensan, sino que se sienten.

Son las que el hombre no ha dicho ni ha probado decir porque cumplen su misión en la zona brillante y confusa del sentir. Al final del libro, el lector que se haya abandonado lealmente habrá comprendido o no el fenómeno social o político a que me refiero, pero desde luego habrá “sentido” desarrollarse dentro de sí una evidencia nueva. Dirigirse a los sentidos, a la sensibilidad y no al entendimiento, al “intelecto”, tiene para mí además la ventaja de que nadie podrá llamarme “intelectual con plena razón.

El libro podrá parecer, a veces, inconexo y desarticulado. Si el lector está bien dotado para mirar y comprender lo encontrará todo lógico porque el caos tiene en arte su lógica. Pero quiero, a pesar de todo, decir antes algo sobre mi posición personal en todo esto. Ayudar a los que no logren sacar de la evidencia de su impresión final fórmulas concretas. A mi juicio, el fenómeno anarcosindicalista obedece a una razón de supervitalidad de los individuos y de las masas. A la generosidad y al exceso de sí mismos que a los hombres y a las sociedades demasiado vitales suele acompañarles. Piensen los lectores en la enorme desproporción, que hay entre lo que las masas revolucionarias españolas han dado y dan a lo largo de sus luchas y lo que han obtenido. Y entre la fuerza que tienen y la eficacia con que la emplean. Detrás de esto puede haber muchas cosas, pero hay por encima de todas -y es lo que a mí me interesa- una generosidad heroica, a veces verdaderamente sublime.

Si alguien me preguntara qué es el anarcosindicalismo -sin prejuicios ni finalidades políticas-, yo extendería la mano hacia este libro. Si quedaran gentes bastante simples todavía para preguntar si el sindicalismo es bueno o malo, yo me encogería de hombros y les ofrecería el libro. Si alguien me dijera: “¿Cree usted en la existencia del fenómeno anarcosindicalista como un hecho trascendental de la política española?”, yo contestaría que sí y que ni hoy ni nunca podrá desconocerlo nadie. Si alguien finalmente me pidiera que concretara mi posición personal ante el anarcosindicalismo como tal hecho político, yo volvería, a lo de antes y exhibiría mi fórmula. Una fórmula apolítica: los seres demasiado ricos de humanidad sueñan con la libertad, el bien, la justicia, dándoles un alcance sentimental e individualista. Con ese bagaje un individuo puede aspirar al respeto y a la lealtad de sus parientes y amigos, pero siempre que se quiera encarar con lo social y general se aniquilará en una rebeldía heroica y estéril. No puede un hombre acercarse a los demás dando el máximo y exigiendo el máximo también. Las sociedades se forman no acumulando las virtudes individuales, sino administrando los defectos con un sistema que limita, el área de expansión de cada cual. Claro que el sistema es uno con el feudalismo, otro con el capitalismo, otro distinto con el comunismo. Los anarcosindicalistas pudieron crearse el suyo propio y mientras no lo tengan seguirán aspirando a una curiosa sociedad donde todos los hombres sean, en el desinterés, San Franciscos de Asís; en el arrojo, Espartacos; en el talento Newtons y Hegels. Detrás de esto hay una realidad humana verdaderamente generosa. A veces -repitámoslo con entusiasmo-, sublime. Ya es bastante haber.

вернуться

* Esta tercera edición es definitiva.