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– ¿Crees que por el hecho de que los persiga la policía tienen que abrírseles los hogares honrados?

– No es ningún criminal -balbucea ella.

– Ya lo sé. Es tu primo, lleva una camisa de lana obscura con cierre metálico y tiene un aire taciturno. ¿Por qué viene a refugiarse aquí? ¡Que afronte por su cuenta la responsabilidad!

La mujer se incorpora.

– ¿Vas a echarlo? ¿Vas a entregarlo a la policía?

– De ningún modo. El sentimiento humanitario es reaccionario. Yo soy reaccionario.

Ella calla, pero ha dejado de sollozar. Está escuchando con ansiedad y asintiendo con el silencio.

– ¡Bonita anarquista, tú! Con cincuenta mil pesetas de renta.

– ¿Y qué? ¿Me sirven para algo? ¿No vale más un ideal?

– Cállate. ¿O es que quieres que te oiga él?

– ¡Grosero!

– ¿Te he ofendido?

– Sí.

Se levanta y va a salir. Enseña una pierna redonda y firme.

– ¿A dónde vas?

– A mi cuarto.

El marido se incorpora y abre el cajón de la mesilla. Coge un objeto extraño y dice silabeando:

– Te quiero. Si pones un pie en el pasillo, te pegaré un tiro.

Yo huyo de allí. Una vez me dieron un balazo en un espejo y aunque no me hirieron recibí una impresión tremenda. Por lo demás, escenas como ésa las presencio con alguna frecuencia. He de confesar que el temor y el riesgo de que la mujer fuera al otro cuarto se lo he sugerido al marido yo. Mis agrupaciones de átomos han ido a herir su cerebro por ese lado. No me hubiera costado más trabajo hacerlo disparar, pero ya digo que a eso le tengo miedo.

No deben estar lejos estos hombres que han despistado a la policía enviando a sus amigos al otro extremo de la ciudad. Detrás de los hoteles hay dos campos sembrados de alfalfa. Luego una colina en comba. Después un camino, una corta hilera de árboles que bordean una acequia, luego una explanada donde las piedras hacen pequeñas sombras, todavía otra colina y allí una ermita en ruinas. Detrás de sus tapias, al otro lado, yo no puedo verter mi luz. Hay una regular extensión en sombras. A veces surge, por encima de la tapia, una visera de caucho, y no hace mucho he sacado chispas de la punta del cañón de una pistola en ese mismo lugar. Hay, efectivamente, dos hombres vigilando. Los otros deben andar cerca. Agucemos el oído, que yo lo tengo muy fino, y como no hay por aquí ranas ni grillos, que son los que perturban, percibiré bien cualquier rumor. He cogido dos palabras: “capitalismo” y sabotaje. Eso es que deben andar por el principio, porque la primera corresponde netamente a la sensibilidad de un delegado sindical y la segunda a la inquietud de un anarquista de la federación de grupos. Y en estas reuniones se trata de tácticas sindicales más, que de acción revolucionaria. Pero al principio están los campos todavía sin definir. Preside uno grueso, por cuya tez resbalo sin hallar más que curvas. Están hasta veinte delegados. Ahora habla el secretario: “Ha venido una comisión de chinas diciendo que se ponían a nuestras órdenes. Llevaban credenciales. Yo les he dicho que no hay que hacer más que seguirnos”. Los demás aprueban. “Se les ha notificado la huelga general para mañana. Pero parece que querían entrar en detalles. Como no se había acordado nada en firme, yo me he limitado a insistir en lo de la huelga. Que ayuden a que sea completa. La organización está aquí en minoría porque dominan los reformistas, pero treinta mil de los nuestros pueden y deben arrastrar al paro a los demás. Los chinos aunque son pocos, tienen bastante movilidad y pueden ayudamos.” El que habla es un obrero cetrino y enjuto que lleva sobre su conciencia inquietudes de otro orden. Su compañera está en el hospital y a él no lo han dejado entrar a verla desde hace tres días porque las monjas se han enterado de que no están casados. Hacen bien. A mí me gusta la religión por lo romántica. Pero además esas monjas son seres superiores. ¡Qué labor la suya en favor del orden y de la paz social! ¡Cómo me conmuevo viéndolas renunciar hasta al agradecimiento de los demás, ya que lo que hacen -subir el embozo, poner el orinal, tomar la temperatura- no es por humanidad, aunque lo aparenten modestamente, sino por amor de Dios! Yo no soy nunca más feliz que cuando veo mi propia blancura reflejada en sus limpias tocas. Pero ese bárbaro las odia. Ha dejado en el suelo, entre las piernas, la pistola y me mira pensando en los días felices. Luego suspira, se pasa la mano por la barba sin afeitar, se palpa los maxilares bajo la piel amarilla y se queda escuchando. Habla ahora otro al que no se le hace mucho caso porque insiste demasiado en generalidades ya sabidas: “La crueldad del capitalismo, la necesidad de vengar a los compañeros muertos, el deseo de ir a una rebelión de duración y de alcance indefinidos”. Todo esto se ha dicho hasta la saciedad. Han quedado aprobados dos manifiestos -eso ya es concreto-. Uno que será compuesto y tirado esta misma noche y repartido con las primeras luces. Otro dispuesto a contestar a las exhortaciones que, como otras veces, harán los socialdemócratas para que sus afiliados no abandonen el trabajo. Un delegado, de mejor porte, que tiene algo de poeta pero que no es amigo mío ni lo será nunca porque capitanea a su modo la oposición contra mí -contra la Luna-, pide la palabra para advertir que aún hay necesidad de prever otro manifiesto: “El que los socialistas lanzarán a media tarde declarando la huelga general como expresión de dolor por los compañeros muertos y pidiendo como reivindicación la dimisión del director general de Seguridad”.

Un viejo anarquista protesta: “Ése es un punto de vista político”. Y se lanza a una larga perorata sobre el apoliticismo. Le dicen que “el compañero Samar no hace suyo ese manifiesto, sino que se ha limitado a advertir que los socialistas lo publicarán”, pero el viejo tiene precisamente ahora dos frases dispuestas entre los huecos de los dientes y sigue hablando sin hacer caso. Al final cierra con una gentileza para mí: “Seamos claros como la Luna que nos preside”. Samar se encoge de hombros: “¡Apoliticismo!” Y luego añade: “Todo es política, hasta tus melenas blancas, compañero”. Ríen aquí y allá, y Samar añade: “En cuanto a la Luna, yo recuso su presidencia por cursi y por alcahueta”. Vuelven a reír. Con esto se olvidan del segundo manifiesto de los socialistas. Samar insiste en que éstos, “obligados por la adhesión de sus cuadros sindicales a nuestra protesta, no tendrán más remedio que declarar la huelga general para no sentirse en ridículo. Ese triunfo debemos apuntárnoslo y divulgarlo de manera que lo sepan todos los camaradas”. Ahora el viejo de las melenas blancas comienza a repetir las frases de Samar en lo que se refiere al ridículo de los socialistas, y agarrándose a esa sugerencia insiste y machaca sobre la posición desairada en que quedarán los directivos reformistas si van a la huelga obligados por la unanimidad del movimiento. Samar sonríe y separa con la culata de la pistola unas piedrecillas. Al final dice: “Celebro que el compañero venga a coincidir conmigo”. Pero entonces el viejo rectifica brevemente, y para decir algo que no haya dicho Samar, algo original, hace una exaltación del amor libre. Luego propone un voto de gracias a la Luna. Yo se lo agradezco mucho. No entiendo a esos hombres. No puedo influir sobre su cerebro porque para ello hace falta un mínimo de capacidad de asimilación que no tienen. Algunos delegados jóvenes no saben qué hacer con el voto de gracias, si votar en pro o en contra. No conciben hasta qué punto yo les puedo ayudar contra el capitalismo y entonces el viejo recita unos versos para convencerlos. El presidente se impacienta y reclama atención para el orden del día. Se aprueba con indiferencia el voto y se establece el orden de las reuniones clandestinas para el día siguiente. Las instrucciones para las comisiones, el contacto con los delegados de barriada para ir de acuerdo con la federación de grupos anarquistas. A propósito de esto, el viejo hace un nuevo canto a la fraternidad universal y habla de los átomos. Los jóvenes no lo escuchan y recuentan las cápsulas. El viejo recurre a textos autorizados y cita a unos diputados constituyentes. Los jóvenes sonríen tristemente y Samar ve que a pesar de todo ese viejo tiene sobre ellos una influencia morbosa, sentimental y retórica. Un voto de gracias a mí. Yo no se lo puedo agradecer sino formulariamente porque los desprecio, pero siempre halaga la gratitud. Ahora se han enzarzado sobre el sentido de una palabra, y los tres más caracterizados dialogan y debaten cosas lejanas con una dialéctica de sonámbulos. Los otros piensan que sus compañeros de los sindicatos no pueden imaginar todo esto. Un joven, anarquista también, con un aplomo y una conciencia de su responsabilidad que lo distingue de los otros tres, plantea un programa inmediato de acción. Pero luego los otros tres viejos se enzarzan con él sobre el significado de lo que ha dicho y analizan su ortodoxia con minuciosidad de padres de la Iglesia. Los demás delegados callan. Uno impone silencio con un gesto. Se ha oído un silbido largo en la dirección de la ermita. Y aquí entro yo en acción.