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Las motos de la policía, los caballos de la guardia civil, han aparecido entre los hoteles y van irrumpiendo en el campo. Yo agarro una nube y la coloco delante, proyectando sobre ellos una sombra propicia. Amparados por ella van avanzando. Con otra nube oculto a los revolucionarios que callan, confiados y esperan el segundo silbido, la señal de la fuga. Cuando los vigilantes quieren apercibirse, en las ruinas de la ermita están rodeados de agentes. Ha resultado gracioso. Ahora van sobre los otros. Yo retiro la nube como se descorre una cortina. Han aprobado, por sugerencia del viejo anarquista, un voto de gracias para mí y yo los delato. Ahí están, a plena luz. Ya os han visto. Es en vano vuestra prisa por huir, buenos viejos. Los jóvenes, en cambio, se atrincheran en la comba de la loma. La cuestión es ésa. Poderlos contener para huir luego escalonadamente. El campo está demasiado descubierto para escapar a la desbandada. Hay que huir, pero dando la cara y haciendo fuego. Esto último es terrible, pero lo menos que puedo hacer por los míos es aguantarme la jaqueca del remordimiento.

Dos muchachos gritan algo que no se entiende y varios disparos salen de la guerrilla de los obreros en una sola descarga. Los agentes retroceden y los caballos de la guardia civil vacilan y se separan en dos bandos. Una pareja ha retrocedido al galope. Sin duda van a buscar más fuerzas. Los delegados se cambian rápidas miradas, otean el terreno a su espalda. Tres de ellos retroceden cautelosamente y toman posiciones más atrás. El que actuaba como secretario de actas recoge el cuaderno donde había tomado sus notas. Un muchacho pequeño y cetrino grita, al disparar: “Este por Germinal; ahí va, por Espartaco.” No ha habido bajas. La guerrilla se ha deshecho. Van retrocediendo más de prisa que avanzan los otros. Al volver hacia los árboles que bordean la acequia, aparece un agente a tres metros. Disparan él y un grupo de sindicalistas al mismo tiempo. El agente cae y los otros huyen. Uno se agarra el brazo donde lleva un balazo. Samar va a su lado. Con el cinturón y un pañuelo rasgado le improvisa un vendaje, sin dejar de huir. Los cascos de la guardia civil suenan al otro lado de la acequia. Han confundido el terreno y ahora la acequia se interpone y ayudará a los fugitivos. Samar se ve ya en libertad y corre con el herido y el viejo de la melena blanca. Un momento piensa en algo remoto: en Amparo García del Río. Se avergüenza de ella. Pero piensa después: “Si me viera, me creería un criminal, un salteador. Quizá se avergonzara también de mí.” Los disparos se oyen lejos y alguna bala pasa alta. Samar me mira de reojo y me insulta, pero él no sabe que en este momento inundo el barrio obrero del Oeste, el cuartel del 75 ligero de Artillería, el jardín del coronel, y que por el balcón entro en el cuarto de Amparo y le acaricio los brazos turgentes y redondos y ella duerme y sueña algo triste. ¡Qué partido sacaría un tierno poeta del llanto de una hermosa muchacha dormida! Pero Samar es ahora incapaz de decirle una ternura al oído.

Recuerda que no ha visto a su novia hoy domingo, que no ha podido hacerle llegar todavía la carta, que habrá llamado en vano a su casa por teléfono una vez y otra y que… -eso es peor- probablemente en alguna de esas llamadas se haya puesto al teléfono un agente de policía y se haya permitido una ironía o una grosería con ella. Por eso, al entrar en las últimas calles después de un largo rodeo, se separa bruscamente de los otros dos.

– ¿Adónde vas?

– A casa.

– Tendrás policía allí y no debes entregarte de esa manera.

Suenan lejanos dos disparos.

– De todas formas debemos separarnos después de lo que ha ocurrido.

Los grupos se dispersan y como se meten en la sombra, bajo los aleros, no puedo seguirlos. Supongo que por esta noche no habrá más. Pero ¿qué ha ocurrido en la ciudad manchega para que los enemigos de mis tiernos poetas anden tan inquietos? Seguramente me darán la solución en el hospital civil, en el depósito de cadáveres. Vamos allá. No puedo entrar por las ventanas porque tropiezo con el tejado del pabellón de enfrente. En el patizuelo hay un árbol delgado y alto que tiene arriba un pequeño copo negruzco. Las losas tienen verdín y son grandes y porosas. Se oye en el depósito arrastrar unos ataúdes. Deben estar poniendo dentro los cadáveres. Ahora suena un martillo y a juzgar por el ruido los ataúdes ya no están vacíos. Facturaciones en gran velocidad para la nada. Mis tiernos poetas rubios harían lindos versos si los ataúdes fueran blancos y hubiera una azucena en la tapa. En la calle hay una vieja enlutada que gime pegada a la puerta del hospital. No me gustan los viejos. Debe ser terrible la vejez que dobla el espinazo e impide a las gentes gozar de mi contemplación. Ahora se le acerca un muchacho joven y le advierte:

– Soy Leoncio Villacampa. ¿Dónde está su nieta?

– En casa.

Comienza la vieja a contar los obstáculos con que ha tropezado para ver a su hijo, adobando su lenguaje con imprecaciones, súplicas a la divinidad, blasfemias y denuestos. Lleva el rosario en la mano izquierda y con la otra busca la faldriquera y saca de ella un objeto redondo musitando:

– ¡A algún hijo de puta le va a volar la cabeza!

Es una pequeña granada. Leoncio le ruega que se la dé llamándola “tía Isabela” y ella accede. Se ve que no tenía demasiado interés en conservarla y que la ha enseñado con el fin de que se la quite Leoncio. Éste me mira con melancolía e interrumpe las oraciones de la vieja:

– La pobre Star tiene mala suerte ¡Sola en el mundo!

– ¿Y yo? -clama la “tía Isabela”-. Ella siquiera va pa' arriba y cuando se tienen catorce años nada hace falta más que un peine y un espejo. Pero ¿y yo?