Era una ofensa, pero Murillo es un poco inconsciente en sus juicios, y la inconsciencia, y el hecho directo y espontáneo son hermanos y me gustan por igual. Samar llegaba con noticias: -En Cuatro Caminos han sacado las ametralladoras a la calle. -Cuáles. ¿Las nuestras? -pregunté. Murillo abrió los ojos de a palmo:
– ¿Tenéis ametralladoras?
Los del comité de parados sonreían con misterio y callaban. Uno preguntó a Murillo:
– ¿Cuántos sois en el partido, aquí en Madrid? -Cerca de trescientos. Pero nos vamos a separar en el próximo congreso porque entendemos que el ejecutivo hace una labor izquierdista.
Samar rubricó en broma:
– No sois aún una minoría bastante reducida para asumir el poder?
Murillo volvía a sacar la carta y hablaba otra vez de la radicalización de las masas. Gómez, un albañil, hizo con el brazo un movimiento de izquierda a derecha y dijo:
– Bueno, camaradas. Dejémonos ya de tonterías que hay cosas que hacer.
Comenzamos a tratar lo que se haría inmediatamente. Los puntos de acción -los objetivos- eran un almacén de víveres que tenía personal esquirol y que Villacampa había señalado, y una armería bien provista, que estaba en la plazuela anterior al almacén. A su juicio había que asaltar al mismo tiempo la armería y el almacén de víveres. Yo le hacía reflexiones sobre las dificultades. Había que evitar que en lo posible cayeran nuestros compañeros. Murillo intervino:
– ¿Por qué? Es natural que caigan. Los parados son la vanguardia…
Gómez lo fulminó con la mirada y siguió diciendo que llevaban entre él y otro veinte “pinas” -bombas de mano- pero que no eran armas para ponerlas en manos hambrientas, sino en la de hombres serenos y seguros. Las repartiría entre nosotros. Bien aprovechadas garantizaban el éxito. Además llevábamos pistolas. Murillo se excusó. Tenía que hacer. Nos dejó unos folletos y se quiso marchar diciendo que él lo veía bien todo. Gómez movía la cabeza de arriba abajo:
– Éste no es comunista ni es nada. Un señorito malasombra. ¡Siéntate y calla!
Murillo volvió a sentarse. Dijo que no arrojaría bombas pero que estaría a nuestro lado y que precisamente la sección española del Partido Comunista… Samar se reservó, con Gómez, la labor de contención y vigilancia en los alrededores por donde podían acudir fuerzas. Irían con ellos diez compañeros con armas, distribuidos en grupos de tres. Villacampa se encargaba de dirigir el asalto al almacén de víveres. Aceptaba su misión con orgullo. Era más peligrosa y más gallarda que la de Samar. Villacampa y Samar se trataban con cierto recelo porque el primero había hecho suya mi acusación contra el periodista dos horas antes y en realidad había tenido Samar dos fiscales. Se lo veía dispuesto fría y tenazmente a todo. Tenía presente tanto como la fuerza ascendente de los compañeros en lucha, la debilidad de los partidos en el poder y veía posibilidades y coyunturas luminosas.
– Si la huelga es completa esta tarde -decía- hay que pedir solidaridad a otras regionales.
Esperaban que los directivos socialistas no tendrían más remedio que sumarse a la huelga para no dar sensación de impotencia. Samar se apuntaría un tanto.
Salimos divididos en tres grupos después de acordar los pormenores de la acción. Murillo hacía comentarios sobre la adhesión de los socialistas y el frente único por la base. Bajamos entre las esquinas sarnosas del siglo xvii, donde los picaros de Quevedo se rascaban blasfemando de placer. La plazuela está desierta. Dos calles más abajo, hacia un mercado público, los grupos comienzan a dar a la calle su aspecto dominguero. Como abundan las mujeres que han salido a las compras mañaneras y los vendedores ambulantes, los grupos no llaman la atención. Yo me doy cuenta, por algunas caras conocidas, de que en este sector se encuentran por lo menos dos mil de los nuestros esperando la señal. El comité se disemina. Aquí y allá se detienen nuestros compañeros y en seguida son rodeados por tres o cuatro que los escuchan. Son los preliminares. Esos tres o cuatro se separan y dan a su vez las consignas. En un instante se ha desplegado una red de palabras que abarca todo el mercado de legumbres de la calle de al lado y el cordón de parados que finge tomar el Sol a la entrada de la plazuela. Los hay de los aspectos más variados, pero a todos los uniforma el desaliento.
El Sol palidece y pasan a veces las nubes pintadas del aluminio de las pantallas de cine. En el otro extremo se han arremolinado unos cuantos obreros y se los ve precipitarse por una callejuela. Mi puesto está con Gómez y Samar; los busco y voy allá. Los compañeros corren descuidadamente. Yo me he separado un poco del Comité porque he visto a Eugenio Casanova sentado en el umbral de una puerta cabeceando dormido. Lleva ahí desde ayer a mediodía, esperando que vuelva un camarada a quien le oyó decir días pasados que tenía dos pistolas. Él no tiene ninguna. Le digo que me siga y nos incorporamos a los otros. Hemos tomado las calles que afluyen a la tienda de armas. Nadie lo diría, porque tres hombres sin uniformar, paseando con aire distraído junto a una esquina no intimidan a nadie. Pero tenemos cuatro granadas cada uno y nuestra pistola en el bolsillo. Lo mismo ocurre en las calles próximas. Si llegan fuerzas, el frente se situará fuera del tumulto del asalto y los compañeros se podrán proveer de armas y de víveres. Un mar encrespado de voces y ruidos invade las cercanías. Murillo viene, nervioso, con noticias:
– Los de las juventudes van adelante. Han arrancado un poste de un andamio y lo usan como ariete contra los cierres metálicos. La vanguardia no la forman los parados. Los del ariete son huelguistas, no son parados. Aquí no se cumplen las previsiones. Voy a ver por qué.
Se marcha, y Gómez mueve la cabeza.
– Tiene el seso aguado. Los mismos compañeros le van a dar una castaña, si se descuida.
Suenan los golpes del ariete contra las persianas metálicas. Los obreros llevan el ritmo con un aullido.
El estruendo se destaca de la confusión de voces. Los compañeros se han embriagado ya. Que vengan los escuadrones de Asalto, los de Seguridad. Seguid embriagados, que nosotros os defenderemos. “Star-9”. Buen ojo y mano firme. Pero el estruendo no nos permite oír si llegan los guardias. Gómez avanza y se destaca. Regresa corriendo, levantándose las solapas y bajando la visera de la gorra.
– Cuidado. Pongámonos en estos portales. Si se da mal, podemos huir a cubierto.
Quedamos ocultos en la sillería de un viejo caserón. El ruido del ariete revela que han sido destruidas las puertas. Samar está pálido. También se ha levantado las solapas y se ha bajado las alas del sombrero de modo que sólo se le ve la nariz. Los dos empuñan la pistola. Yo tengo una granada en cada mano y un cigarro encendido en la boca. Las granadas tienen tres centímetros de mecha. Ya veremos. Ahora el clamor es más fuerte en la calle de al lado, con el asalto del almacén de víveres. Gómez vuelve a asomarse. Las fuerzas no se ven. Se nos oye la respiración.
– Han debido echar por la otra esquina. Pronto lo sabremos.
Efectivamente, los compañeros que tienen nuestra misma misión en la otra calle disparan tres veces. Patinan y caracolean los caballos. Retroceden al trote y se oyen cada vez más cerca. Samar da un salto hacia atrás y se incrusta en la pared:
– ¡Cuidado, que vienen!
Se oye el sordo estampido de los mosquetones y de las carabinas. Algunos guardias sostienen el fuego mientras los demás vuelven y buscan el acceso por nuestro lado.
– ¡Ahí están!
Gómez asoma la mano apoyando el cañón en la esquina del portal y dispara. Samar también. Ha debido caer un caballo. Yo he encendido la mecha y aunque no es indispensable porque se los ve dispuestos a retroceder, ya no puedo retener la bomba en la mano y la arrojo. El estampido ha sido formidable. Están desconcertados. Vuelven grupas casi todos. Se quedan tres pegados a las puertas, pero presentando buen blanco. Un guardia se ha retirado herido y Gómez dice extrañas palabras con los dientes apretados. En la calle de al lado se reproduce la escena.