Y he aquí que la avalancha de los nuestros llega, rica en armas y en entusiasmo. Uno lleva una pistola ametralladora y no sabiendo qué hacer con el culatín lo arroja al suelo. Luego, a salvo de los tiros, hojea un folleto y va poniendo los dedos según las instrucciones. Han caído dos y los demás avanzan. Los guardias retroceden y huyen abandonando los caballos. Llega Murillo. Yo le pregunto y me va contestando, con una alegría diabólica:
– El almacén de víveres está vacío. La armería también. Hay algunos heridos con cortaduras en la mano porque han roto el escaparate a puñetazos.
– ¡Hay que retirarse!
– ¿Retirarse? ¿Por qué?
– La línea exige que vosotros no intervengáis.
Lo apartan de un empujón y avanzan. Siguen llegando balas desde muy lejos. Murillo se ha quedado danzando entre los rebotes de los proyectiles y gruñendo: “Las etapas se cumplen. No me podéis herir. Yo no puedo caer. Ni vosotros, compañeros.” Se refiere a nosotros tres. Gómez se guarda la pistola y salimos del escondite. Coge a Murillo de una manga y lo arrastra, a la otra parte de la esquina. Ya allí le dice:
– Te vamos a recusar en el comité.
– ¿Por qué? -pregunta Murillo impávido.
– Porque estás, “chalao”.
Luego llega Villacampa, muy satisfecho. Hay que huir. No podemos seguir aquí un instante. Samar lo mira de una manera rara. Como ha sido Villacampa el que llevó la acusación esta mañana en la Federación de grupos… Villacampa sostiene la mirada. Temo que lleguen a pegarse, pero de pronto veo a Samar que le pone la mano en el hombro y le sonríe. También el otro sonríe. Luego hablan los dos al mismo tiempo, se cambian impresiones, con visible aturdimiento.
La fuga se va generalizando. Apenas hemos disparado diez tiros. Todo ha sido demasiado fácil. Quedan algunos compañeros rezagados, que por nada del mundo se retirarían.
Se tirotean con unas siluetas lejanas, apenas visibles. Tres compañeros que llegan cargados con víveres, al oír los disparos tiran su cargamento, avanzan y sacan las pistolas. Samar se dobla las solapas, mete la mano en el bolsillo donde guarda la pistola y asoma un dedo por un orificio. Saca los papeles. Están atravesados por una bala que le ha rozado la cadera. Entre ellos está la carta de Amparo. La rompe en mil pedazos, los tira al aire y caen en fina lluvia. Al lado gritan:
– Hay seis detenidos. Los conducen a empujones por la calle.
Samar piensa: esto es como una verbena, pero con sangre.
VIII. LOS ATAÚDES PIERDEN EL RUMBO Y NAUFRAGAN
Hemos comido dos amigos y yo en una taberna que hay junto al hospital y nos ha resultado muy barato porque sólo hemos tenido que pagar el vino y la cocina. Los víveres los traíamos nosotros. Había arroz de primera, jamón, latas de guisantes, y luego manjares caros como foiegrás y caviar, que los otros no han hecho más que probar porque no les gustan. A mí tampoco, pero sea porque soy del ramo mercantil y sabemos apreciar lo fino o porque conociendo el precio no puedo pensar que sepa mal sino que mi paladar está desabrido, el caso es que me los he comido yo. Los amigos están contentos porque tienen armas. Creen que ahora va de veras y que la república se hunde. Con menos se hundió la monarquía. En un rincón está la tía Isabela dormitando sobre un vaso de vino. Ha pasado la noche rezando a la puerta del hospital. Al amanecer la hemos hecho entrar aquí. Tiene el pelo blanco y tirante, y su cara es una nuez pelada. Ese vaso es el mismo que le pusieron a las seis de la mañana y no lo ha tocado. De vez en cuando pide agua, reza un padrenuestro o blasfema en voz baja sin inmutarse. ¡Quién sabe lo que a esa vieja le ocurre por dentro! Más que una madre a la que le han matado el hijo es una vieja avara cuyo tesoro ha sido robado. Indignación contra nosotros, contra la policía, contra el tabernero. Le hemos ofrecido de comer y nos ha soltado dos tacos redondos, como un carretero. Alguien se ha reído a carcajadas:
– Es templada la abuela.
Después ha entrado un argentino que a veces va por los sindicatos. Habla con un dejo triste como los cantores de tangos cuando entre la música se ponen a recitar. Creo que es rico y que ha venido a la organización hace poco. Cuando habla, acciona como los atletas que salen en el cine con ralenti. Samar me dijo que si me fijaba vería que hablaba siempre con pedazos de títulos de la prensa. Y es verdad. Al entrar vino y me dijo:
– El entierro se verificará a las tres -yo afirmé y él añadió cabeceando-: La situación se agrava.
Había querido encargar una corona de claveles rojos, pero no trabajaban en las tiendas. Uno de los amigos le advirtió:
– Déjese de pamplinas y dele el dinero al comité de socorros.
El argentino quedó extrañado.
– Hombre; pamplinas…
Yo lo arreglé:
– Quiere decir delicadezas; que se deje de finezas.
Seguía comentado:
– Ha sido terrible. La policía se ha extralimitado en sus funciones y la conciencia proletaria se rebela.
Apoyaba en una palabra toda la fuerza de cada frase y luego de esa palabra se comía la mitad. Alzaba los brazos rítmicamente, se columpiaba sobre un pie.
– Fueron terribles.
– ¿Qué?
– Los graves sucesos de ayer.
Afirmábamos todos, y él seguía:
– ¡Tres familias proletarias en la miseria!
Volvíamos a afirmar. Yo no sabía qué decirle. Veinticuatro horas pensando en eso para que ahora venga a descubrírnoslo. Le señalé a la tía Isabela:
– Ahí tiene usted a la madre de Germinal.
Le dio el pésame. La vieja se quedó mirándolo:
– ¿Usted quién es?
– Uno más.
El argentino se sentaba y le decía que tomara lo que quisiera. Ella negó, sin darle las gracias. Lo estuvo examinando y no se sentía mal, a pesar de todo, con su compañía y sus finezas. Debía pensar: “Me trata como a una alta señora”. Entretanto yo contaba que un día los agentes hicieron un registro en su casa -en casa del argentino-. Él estaba contento porque los agentes le preguntaron su ideología y les dijo que era anarquista. Hablaron un poco más con él y uno fue al gramófono y puso un disco mientras el otro registraba. De vez en cuando dejaban de registrar y buscaban otro disco; discutían sobre qué tiple era mejor y cuando se ponían de acuerdo le daban al manubrio y registraban otro poco, tarareando. El argentino se indignaba:
– ¿Es que no me van a llevar a la cárcel?
Luego justificaba el que no lo detuvieran diciendo que los agentes tenían miedo a complicaciones diplomáticas. Pero lo cierto es que no terminaron mientras hubo discos y que se llevaron una caja de cigarrillos caros. El argentino movía inquieto sus posaderas sobre el taburete. Ahora la tía Isabela hablaba muy excitada:
– Todas las mujeres del mundo, si les asesinan al hijo pueden ir al juez, a la policía, a los tribunales. Todo eso está para apoyarles y defenderles. Pero dígame usted ¿a quién voy a ir yo? ¿Quién va a castigar a los asesinos?
Calló un poco y luego añadió:
– ¡Ah, si yo fuera joven!
Apretaba los puños y daba sobre la mesa. El argentino decía algo que yo no comprendía: “justicia popular”, “tribunal de la revolución”. La tía Isabela blasfemaba con una lágrima en las pestañas:
– Desde hace treinta años venía pensando Germinal que la revolución era cosa de unas semanas y decía esas mismas palabras.
El argentino afirmaba, y entonces ella le hizo una seña y le dio algo por debajo de la mesa. La cara del argentino cambió de pronto. Por el tacto reconoció que era un explosivo de “piña". Se levantó con él en la mano. Ella le hacía señas vivaces para que lo escondiera, pero el argentino vino, como un sonámbulo. Sonreía con cara de vinagre y decía que sí a los gestos de la vieja. En la taberna había dos ancianos más y un flamenquillo del barrio. El susto que yo me llevé no es para describirlo. Uno de los viejos se puso a hablar con el tabernero. Era ayudante de los médicos, una especie de mozo del depósito. Entraba y salía con los cubos y las ampollas de desinfectantes. Asistía a las autopsias y estaba familiarizado con su trabajo. Tenía un aire muy tranquilo y reposado y se parecía algo al contable que hay en mi tienda. De monjas y médicos se le habían quedado unos meneos delicados. Hablaba de la autopsia de Germinal como si la hubiera hecho él.