R. S.
Barcelona, 1932.
I. HABLA EL CAMARADA VILLACAMPA, DEL SINDICATO MERCANTIL
En la pared del cuarto tengo un calendario. Me gusta sacar las hojas sin esperar a que pasen los días, sólo por leer las sentencias y los cuentos instructivos del dorso: “No hay peor cuña que la de la misma madera” y “El ocio es el padre de todos los vicios” ¡Qué grandes verdades! También me dicen a veces que un perro llamado Napoleón fue vendido a un inglés en cincuenta mil pesetas, y que la Luna es un pedazo de tierra que ocupaba el hueco del océano Pacífico. Y además la historia condensada de Viriato y el asesinato de Sertorio. El calendario va hacia adelante, naturalmente. Después del lunes, el martes.
Al arrancar las hojas antes de hora no quiero expresar mi impaciencia por vivir el mañana. Yo no tengo derecho a esa elegante inquietud porque mi padre, el autor de este libro, me ha hecho nada más que dependiente de comercio. Yo arranco las hojas y las leo porque a veces me aburro un poco en mi cuarto, pero también porque desde que soy amigo de Samar, un joven que escribe en los periódicos, necesito saber quiénes eran Sertorio y Viriato para discutir alguna vez. No me gusta darle siempre la razón, entre otros motivos porque demasiado sabe él que la tiene.
Al lado del calendario, en la pared, hay una mancha de humedad que representa una figura monstruosa. Recuerda unas brujas que hay en el monumento a Goya. Los tranvías 11, 6 y 49 paran allí mismo y yo suelo ir en la plataforma, unas veces para poder hablar con alguien, ya que dentro la gente no habla, y otras porque llevo paquetes -cinco kilos de aceite y dos de azúcar, por ejemplo- y el conductor me deja ponerlos a su lado, junto al motor. En el 49 iba yo un día cuando vi a Samar con una hermosa señorita y una señora de compañía, lo que llaman una carabina. Yendo ellos el tranvía se convertía en coche de lujo. Ella era como una actriz de cine que vi una vez, y parecía que andaba y movía los brazos y hablaba con música. Él estaba concentrado y serio. Yo no sabía si darme a entender o no. Podía molestarlo que lo viera de aquella traza, tan aburguesada. Él me sonrió, me dejó paso al bajar con mis paquetes y me dio con la rodilla en la corva obligándome a doblar la pierna y a hacer una genuflexión. Ese Samar, siempre lo mismo. Tuve que hacer ante su novia una inclinación como en las iglesias. ¿Qué quería decir Samar con aquello? Todo lo hace sencillamente, pero todo parece que tiene segunda intención. Anda y vive y habla con filosofía pero no se le puede decir nada porque de pronto sonríe como diciendo: “¡Eh, qué buenos amigos somos!” Yo no me entiendo con la burguesía y menos con los burgueses que vienen con nosotros.
Ahora bien. Yo soy un hortera. Él es hombre que escribe en los periódicos. Podría llamarlo chupatintas pero él no se molestaría, como yo no me molesto porque me llamen hortera. ¡Bah! Bajo el régimen burgués todo es falso y ridículo, y si se toma en serio como yo tomé a Samar y a su novia, entonces se hacen cosas tan estúpidas como aquella genuflexión. Tengo veinticinco años. Él tiene veintiocho, un gabán con solapas muy grandes y una novia. Yo no tengo gabán como ése, pero también está enamorada de mí una chica, la hija de Germinal García, que es uno de los militantes más antiguos de la organización. Tiene quince o dieciséis años y lleva un jersey rojo. A mí no me gusta, pero ya va siendo hora de que tenga novia, si no tan guapa y perfumada como la de Samar, tampoco tan boba como la hija de Germinal. Ya digo que no me gusta. Si algún domingo me pongo cosmético en el pelo y la corbata roja no es por ella -aunque luego nos veamos en el Centro-, sino porque hay que vestirse y peinarse bien para que lo vea a uno el patrono y le suba el sueldo. El traje y el pelo son todo con la burguesía.
La chica de Germinal se llama Estrella, pero su padre la llama Star -que quiere decir lo mismo-, porque estuvo en Inglaterra y le gusta además esa marca de pistolas. Es morena, tiene los ojos grandes y quietos como los caballos, pero azules. La cara redonda y prieta. Cuando se ríe se le hacen dos hoyos en las mejillas y mira y mira siempre y no dice nada. Es más pequeña que yo, y tengo un metro setenta y dos sin zapatos. Aunque dice que ha cumplido dieciocho años, no tiene más que dieciséis. Lo dice para que su padre le compre medias. Pero es inútil. Va con las piernas desnudas y con zapatos bajos. Se pone unos calcetines bastos de su padre y los arrolla sobre el tobillo. A pesar de todo, no es fea. Pero es demasiado ignorante para ser mi novia. Yo he estado a punto de que me nombrasen delegado de mi sindicato para la federación local y aunque con otro cargo inferior soy del comité. Ella anda intrigando para que la hagan delegada del sindicato en la fábrica de lámparas donde trabaja, pero ¿quién va a proponerla si no sabe más que vender folletos en los mítines? Es hija de Germinal, pero eso aquí no vale como entre los burgueses. Aquí hay que ser hijo de sus propios, actos como yo que…
Bueno, eso no importa. Mi padre al llegar un día de la iglesia tuvo una bronca con mi madre y le dio una paliza. ¿Por qué? Bah, cosas de ellos. Yo tenía doce años. Me marché de casa. Pasé hambre y dormí a la intemperie, pero ya he dicho que nada de esto tiene importancia. Hoy soy el camarada Leoncio Villacampa. Si no sabéis lo que eso quiere decir, id por el Sindicato y preguntad. De doctrina sindical entiendo bastante para no resbalar nunca en cuestiones de organización. Lo demás es secundario. No leo más periódicos que los de la organización, que son los buenos. Los diarios burgueses, salvo las fotografías, están muy mal. No saben contar las cosas. Hay que ver lo que dicen de nuestros mítines y de nuestros movimientos. Todo por no enterarse. No entienden nada de lo nuestro, y en lo suyo les pasa igual. Con las palabras se arman unos líos terribles. Columnas y columnas para no decir nada. A veces sacan una palabra nueva y todos van detrás. El otro día vi una que no conocía: juridicidad. Samar me dijo que era una moda que seguían todos desde que cayó la dictadura. Palabras y modas, como entre las mujeres. Yo me río mucho cuando leo el diario del patrono.
Al venir la república ya sabía que todo seguiría igual, pero estaba un poco sorprendido con todo aquello. En los días que siguieron a la fuga del rey vi que de pronto las calles, los hombres, las casas, tenían algo nuevo. Parecía que hubiera bodas y verbenas en todas partes. Además se decía que iba a haber Parlamento, yo quería saber qué era eso, porque sólo lo conocía de oídas. La última vez que lo hubo era yo muy pequeño. Parece que todo el escándalo de los políticos burgueses para traer la república obedecía a la supresión del Parlamento por el rey y los militares. Debía ser importante el Parlamento. Iría a verlo por mis propios ojos, porque de lo que dicen los periódicos no se puede uno fiar. El día que se inauguró me puse la chaqueta nueva y la corbata. Me peiné con agua de Colonia y fui allá. ¿No me han visto ustedes en la primera página de “Estampa", donde salí retratado? Cerca de mí estaba el presidente del Gobierno, un hombre cincuentón que no parecía tonto.
Anduve por allí, estuve en el salón de sesiones. Todo era rojo y amarillo. Miré a ver quien andaba en aquello y fui a uno que dicen que era presidente de la Cámara -a aquel salón le llaman Cámara-. Le pregunté qué significaba aquel acto, se puso muy serio, me observó, como las mujeres cuando no quieren nada de uno, y por fin me dije que era “la apertura de Cortes”. Le hubiera preguntado más cosas, pero iba vestido todo de negro y de blanco, igual que en los escaparates de las sastrerías, y parecía que si le hacía una pregunta más le iba a manchar la pechera. Arriba, en unos balconcillos, había obispos y señoras. Abajo, filas de bancos y buenos manojos de bombillas. Por todas partes, fotógrafos. Cuando veía el palo del magnesio levantado iba disimuladamente y me ponía delante. He salido en todas. Hablé otra vez con el presidente y luego con tres o cuatro que según parece eran ministros. Buenas personas, sí, señor, aunque ninguno estaba muy seguro de lo que hacía. Me miraban y tardaban en contestar. Luego habló uno como si estuvieran en familia y todos aplaudieron. Habló otro y volvieron a aplaudir, aunque se había equivocado en una palabra y tuvo que repetirla. Yo me acordaba de las películas de dibujos animados, cuando los pobres animales asisten al teatro y se entusiasman y aplauden. Uno era igual que el chivo y otro lo mismo que la rata. Casi todos buenos mozos, pero había uno pequeñín y amarillo, que apenas se lo veía. Cuando todos aplaudían, él silbaba. Cuando todos protestaron, él aplaudió. Lo miraban y se lo querían comer con los ojos. Yo me tumbaba de risa viéndolo tan pequeño y con tan mala sangre. Luego fui al que llamaban secretario primero y hablé con él. Me miraban y tardaban en contestar. Uno dijo por fin: “Han entrado elementos extraños”. Tanto lo decían que me encaré con uno: “¿Lo dice usted por mí?” Porque yo no puedo ser extraño para la república. Con otros tres estuve a punto de hacer descarrilar el tren real hacia 1927. Me pasé un año en la cárcel. Los policías del rey me han pegado fuerte y mi pistola ha metido en su casa a algún esquirol socialista que en huelgas generales organizadas por nosotros contra la monarquía no quería secundar el paro. Yo estaba allí por mi derecho y al que no le pareciera bien que se marchara, eso le dije a un joven que llevaba papeles en una cartera y se lo repetí después a ocho o diez diputados que me miraban de cierta manera. El joven de la cartera que después subió a una tribuna a leer un largo escrito no se enteraba de lo que se hablaba a su alrededor, decía que sí a todo. ¿Aquello era el Parlamento? No me lo explicaba bien. Al salir, en los pasillos me acerqué a un ujier y le pregunté si creía que todo aquello serviría para algo. Puso la cabeza de medio lado, abrió los brazos y dijo: “¡Hombre!” Parece que no tenía mucha confianza.