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Entre los grupos que pueblan la acera junto a las puertas abiertas, Progreso González dice que hoy va a ver a su gusto el teatro, cosa que no le había sido posible todavía. Lo dice recostado contra el quicio, rascando con una uña del pulgar una gota de cal seca que lleva en el pantalón. Luego se mete dos dedos en la boca y silba para decir adiós a un amigo que pasa en la plataforma de un tranvía. Los vendedores de periódicos obreros lanzan sus pregones como banderas desplegadas: ¡”Solidaridad”, “Libertad y Tierra”!

Progreso trabajaba en las obras de ese teatro y la policía fue un día a buscarlo a la alta techumbre donde hacía remaches. Estuvo tres meses en la cárcel.

– ¡Ah, sí! -interrumpe uno-. ¿Cuándo se fugó el Cojo?

– No, después. Fue la última vez.

Al recobrar la libertad se dijo: “Voy a ver cómo quedó aquello y a recoger la herramienta”. Muchos ladrillos había puesto. Conocía el frío de los altos remates del andamiaje. “Vamos a ver aquella primera planta de la viga 32 y la rotonda, tan fantástica, del segundo piso.” Era un buen oficial y no poca parte de la obra había pasado por sus manos. Desde la cárcel se fue allá.

– ¡Hola, paredes amigas, líneas valientes, curvas de hierro y vidrio! ¡Cómo canta la luz en el ojo redondo de un costado! ¡Con qué gracia cae esa flecha de cristal encendido desde la retejera!

Miraba y sonreía. A su lado, dos viejos parados ante los carteles comentaban con ojillos salaces la alineación de grupas y piernas. Rumiaban la rijosidad de los viejos días del internado religioso. Progreso les pidió una cerilla, se quedó con la mitad de la caja, les echó una bocanada de humo a las narices -¡es nada salir de la cárcel!-, levantó los ojos y avanzó. “Royal Paraninph.” No sabía que el empresario conociera tantos idiomas. Aquella tarde no había reunión. Tanto mejor. Entraría a dar un vistazo y a ver si por casualidad hallaba las herramientas.

El empresario merendaba en la cantina. Había que hablarle. Progreso no se quitaba la gorra y el otro no le quitaba de ella los ojos. La situación no era muy cómoda. ¿Cómo se le habla a un empresario en la cubierta de un barco anclado en plena calle de una ciudad castellana? Le expuso su deseo. El otro negaba con la cabeza entre trago y trago.

– Aquí no hay herramientas de nadie ni tiene usted nada que hacer.

– Es que yo trabajé en esta obra más de seis meses.

– Si trabajó le pagaron, y en paz.

El empresario señalaba la puerta. Progreso indicaba a su vez la escalera interior.

– Me voy por ahí. Cuando lo haya visto todo vendré a despedirme de usted. O me quedaré, si quiero. Esto -y señalaba las paredes, el techo, la tapicería- es más mío que suyo.

Comenzó a subir. El empresario quiso hablar. Tragó cerveza por mal camino y se puso a toser y a patalear. Luego corrió al teléfono. ¿Cómo no habían puesto el de la Comisaría del distrito entre la lista de los urgentes? 92741. Es decir, 92417. Entre tanto, Progreso desaparecía en el recodo de la segunda planta.

Visitó despacio todo aquello. Comprobaba los ajustes de las vigas, la calidad de la madera; le gustó la tapicería, y aunque no pudo advertir la distribución de luz eléctrica, lo que se veía no estaba mal. Palpó la viga transversal, otra de 6,5 y acarició una columna y otra. Subió repartiendo vivaces ojeadas hasta la última fila de butacas del tercer piso. Después había una galería de cristales de más de quince metros, en curva. La luz de la flecha -luz malva, medular- tiznaba los vidrios. Miraba y sonreía desde su atalaya. Sentóse en un peldaño y acabó de fumar. Con la colilla sobre la alfombra quedó rubricada su obra. “Royal Paraninph.” ¿Qué significarían esas dos palabras?

Cuando se disponía a bajar aparecieron por el comienzo de la gradería dos agentes de la brigada social. Al verlo se detuvieron con la mano en el bolsillo del gabán. También Progreso se detuvo. Conocía aquella actitud de los policías y su trascendencia.

– Baje usted -ordenaron.

Progreso se hizo el tonto:

– ¿Para qué? ¿Es que quieren ustedes hacer una película?

– Baje inmediatamente.

Progreso se llevó la mano al bolsillo donde no llevaba nada e insistió:

– Si quieren ustedes película, la hacemos. Por mí no hay inconveniente.

Por fin lo detuvieron. El comisario le recriminó. Acababa de salir de la cárcel y en lugar de ir a ver a su mujer, a sus hijos, como todo ciudadano honrado, volvía a ponerse en trance de perder la libertad. Progreso le argumentaba: “Mujer e hijos los tiene cualquiera. O los hace usted o se los regala el vecino”. El trabajo vale más. Las obras de nuestro esfuerzo son nuestros auténticos hijos y los sentimientos hay que enfocarlos hacia la eficacia de la obra, no hacia la mujer y el hijo y los cinco reales. Esto es limitado. Y además, es mentira. Progreso no decía todas estas cosas, pero las sentía bullir en la sangre.

Ahora reía entre los compañeros recordando el incidente. El Sol daba a la mañana su paz ritual. Los grupos se hacían mayores. Más de la mitad del teatro estaba ya ocupado. Samar llegaba con prisa, a grandes zancadas. Era de regular estatura, fuerte, desgarbado. Salieron voces de un corro llamándolo, los saludó y se puso a mirar los balcones de enfrente donde el Sol blanco de mayo prendía sus randas de encaje. Faltaba aún más de media hora para el comienzo del mitin. El mitin no era más que una pequeña diligencia -casi una cuestión de trámite- en la lucha incesante que los sindicatos sostenían contra lo humano y divino. Contra socialistas, republicanos, frailes y generales. Contra los tenores y los barítonos de la burguesía que actuaban “de temporada” en el Parlamento, contra las “vedettes” de la intelectualidad “de cámara”. Contra todo. Contra sí mismos también, de vez en cuando. Samar veía aquello, un poco deslumbrado. ¿Qué buscaban aquellos hombres? ¿Qué querían? Se lo preguntaba todos los días y sin embargo estaba a su lado e iba con ellos lleno de fe ¿Adonde?

Llegaba Star García con mercancía nueva. Vendía rosetas de trapo rojo para los presos sociales. La piedad se hacía en ella estatua, se consagraba en mármol. Se acercó a Samar y le puso en la solapa un clavel natural. Seria, grave. Cuidaba mucho su seriedad, porque si una vez sonreía ya lo había dicho todo. Samar le dio dos pesetas. Antes le había preguntado, reticente, por Villacampa. Star encogió los hombros redondos, levantó las cejas y advirtió:

– ¿Sabes lo que te digo? No me preguntes más por Villacampa.

Luego se fue hacia adentro. Sus piernas desnudas sobre el tosco calcetín de su padre eran las piernas bucólicas que aparecen en las tapas de laca de las tabaqueras. Entraba ella en el teatro y quedaba la ausencia hecha sombra bajo la marquesina. También el grupo fue deshaciéndose en murmullos hacia el interior. En las calles próximas se alineaban los guardias de asalto. Dos compañeros trepaban, por la fachada instalando altavoces. Ya estaba la sala llena y los alrededores seguían poblándose de obreros. Un viejo casi ciego, con bigotes blancos de foca paseaba cantando a media voz la Internacional y llevando el ritmo con el bastón sobre las losas. Su fe en la revolución le sostenía la espina dorsal sobre los setenta años. Otros iban y venían ofreciendo folletos y revistas.