La fachada estaba cubierta en su tercio inferior de proclamas, carteles y convocatorias: C.N.T. y FAI. La C.N.T. embanderaba el barco “Paraninph” y sus iniciales virilizaban el título intelectual que había perdido el “Royal” al proclamarse la República. Un poco más allá un templo lanzaba sus campanas sobre la indiferencia del barrio obrero. Pequeños industriales y comerciantes asomaban sobre las tiendas cerradas con el chaleco del domingo desabrochado. Aunque había paz y sosiego, el Sol tenía de pronto sobre la capota del automóvil la muestra del dentista, la placa dorada de la comadrona, destellos azulencos y violáceos muy sospechosos. En todos los labios, palabras y rictus de protesta. Las iniciales volaban de un lado a otro: C.N.T. y C.N. -que no es lo mismo- y FAI. La revolución se alzaba sobre negaciones. ¡Apoliticismo! ¡No colaborar! ¡No votar! ¡No transigir! ¡Acción directa! Después de veinte minutos de cambiar apreciaciones y juicios, voces, periódicos, folletos, de exhibir insignias, gritos, saludos y carcajadas siempre acompañados de iniciales, resultaba ya no la C.N.T. sino más bien la C.F.A.N.I.T. A las diez menos cinco el salón estaba atestado. En los vestíbulos y en la calle había tres mil o cuatro mil hombres sin poder entrar. Miraban esperanzados a los altavoces mientras cuadriculaban mentalmente el domingo en monedas de cobre. Las bocinas asomaban por la fachada y carraspeaban preparando sus gargantas para los discursos. La calle se ensanchaba a medida que subía el Sol. ¿Y la justicia? ¿La de Dios? ¿La de la Constitución? ¿La de Progreso que hizo el “Paraninph”? La justicia no es un fin. Es una bandera.
Caía el Sol por la fachada y rebotaba en la acera, sobre el asfalto. Una mozuela de dieciséis años se asomaba al balcón y decía a dos mozalbetes que iban con otra muchacha en dirección a la iglesia:
– Es la primera vez que voy a un baile. Me bañaré a media tarde y a las nueve podéis venir a buscarme.
La calle se convertía en alcoba nupcial. Se veía en la voz de la chiquilla el temblor de una subconsciencia que aguarda y desea la violación. Ante los obreros, la chica lanzaba la alusión a su desnudez y la mañana se coronaba con sus pechos erectos, sus brazos levantados y desnudos. Star, que había vuelto a salir, lanzó sus pregones desde la puerta, y era sobre el fondo en sombras tan vivo el rojo de su jersey y tan frutal su garganta que sintió de rechazo la fuerza de su presencia y casi corriendo se metió dentro.
– ¡Folletos del comité propresos! ¡La traición de los social-fascistas por veinte céntimos! ¡Insignias para el diario confederal!
Llevaba su mercancía sobre el pecho izquierdo, apenas acusado.
A veces descansaba sobre un pie u otro como si meciera a una muñeca. De pronto descubrió a Villacampa en una butaca. Con la mano unió al casco de su pelo un mechón suelto, se mordió el labio y miró a otro lado. Toda la sala estaba ocupada y ofrecía una marea de rostros y voces reposadas después de los días de labor. Ni impaciencia ni tedio. Star veía miradas amigas y rostros familiares. De pronto oyó voces airadas junto a una puerta. Un joven encañonaba a alguien con una pistola y le señalaba con la mano la salida. El otro, con los brazos en alto retrocedía espantado. Progreso llegó a grandes zancadas y obligó a su compañero a guardar la pistola. “Es un policía”, advertían aquí y allá. Progreso rogó al agente que se marchara. Éste protestaba:
– ¡Me ha amenazado de muerte!
– ¡Qué cosas tiene usted! No es posible, hombre- decía Progreso.
– Todos éstos lo pueden atestiguar.
Progreso preguntaba a su alrededor y todos negaban. Nadie había visto pistola alguna.
– ¿Ve usted? Está excitado y cree ver armas y amenazas por todas partes. Váyase. Y diga a sus jefes que no toleramos a la policía en nuestras asambleas.
El incidente quedaba resuelto. La gente reía y se ponía a hablar de otra cosa. Star volvió a mirar a Villacampa. Estaba cerca de su padre. Tenía rasgos impertinentes, como ahora, al sacar un cuproníquel y llamarla con un gesto autoritario. Star se le acercó. Ante su traje nuevo, los ojos de Star se admiraron un instante. Los de Villacampa respondieron diciendo: “No creas que me visto así para enamorar a las chicas bobas”. Ella le vendió un folleto y después le puso en la solapa un clavel natural. “Tenía dos -le advirtió- y el otro se lo he puesto a Samar.” Villacampa lo sabía ya porque lo había visto. Algo le halagaba y le dolía a un tiempo. Se levantó y buscó a Samar con la mirada. La sala, pautada en apretadas filas de gorras, sombreros y camisas blancas ocultaba a Samar nadie sabe dónde. Se sentó y volvió a mirar a Star que se alejaba por el pasillo central. Sus pregones se sucedían y la revolución se hacía tan infantil en ellos que a Leoncio le daba vergüenza llamarse anarquista. Caían de lo alto algunas voces llamando a un compañero o trozos de discusión doctrinal. Un tipo escuálido, muy amanerado, iba y venía con un fajo de revistas financieras bajo el brazo. Informaba a tres judíos de Amsterdam que jugaban contra la peseta y andaban siempre por los medios políticos o los proletarios husmeando el porvenir. Era más mezquino y menos gallardo que el espía de las guerras, pero con la misma inconsistencia de línea y gesto, con igual indecisión en la mirada y en el paso. Aquel otro de la tercera fila de butacas, americano misterioso que se dice escritor y que tiene una linda traza de capataz de indios, lleno de dijes y sortijas, se acerca a nosotros con un terrible proyecto de doscientas cuartillas para destruir científicamente en una sola noche a la guardia civil. Lo llaman Al Capone y le va muy bien. Va buscando algo así como un consejo de administración capaz de realizar su proyecto. Ahora le compra a Star un ejemplar de cada impreso, la roseta roja de trapo y la insignia para el diario. De los pisos superiores comienzan a arrojar octavillas impresas. El manifiesto de la federación local. Star coge un fajo y los distribuye indiferente, ajena a todo. Brazos y manos se alzan y se agitan. El aire se caldea y la prosa del manifiesto lo satura del polen fecundo.
El escenario en penumbra se va poblando. Ya está el presidente en su puesto. Y periodistas -¿a qué vendrán?- que fingen en su mesa de trabajo del escenario una curiosidad de parque zoológico. De pronto alguien avanza y recomienda desde el proscenio que avisen a los camaradas que están en la calle para que ocupen los vestíbulos de los tres pisos y los pasillos laterales donde se están instalando amplificadores, porque los de la calle los prohíbe la autoridad. Rumores, protestas. Se congestiona el público en el local, arracimado en pasillos y puertas. Un camarada desconecta unos hilos y el mitin comienza con unas frases del presidente que cede enseguida la palabra al primer orador. Los altavoces de la calle han vuelto a carraspear y han dejado pasar frases sueltas: “El gobierno esclavo del capitalismo asesina a nuestros compañeros en la calle”… “El ministro de Gobernación, abusando de la autoridad que nosotros hemos puesto en su mano…” Alguien protesta. “No se puede afirmar eso. Damos armas a la oposición. La organización no pactó con los partidos burgueses.” Una ola de protestas hace callar al de la interrupción. Éste insiste: “¡Eso es oportunismo!” Otro contesta: “Bien ¿y qué?” Sigue el altavoz: “Las vilezas de la reacción, siempre dispuesta a mantener sus privilegios, se acumulan sobre la vida del proletariado; llenan las cárceles, convierten los barcos en presidios flotantes, ametrallan a nuestros hermanos…” El altavoz sigue soltando frases como trallazos. Tres mil obreros que no han podido entrar se apiñan en la calle. El teniente que manda los guardias de asalto se atusa el bigote y echa miradas fulminantes sobre las altas bocinas. Envía emisarios: “He dicho que quiten los altavoces”. Confusión. El electricista jura que los ha desconectado. Pero los altavoces siguen: “¡Toda esa podredumbre que representáis e imponéis, la barreremos nosotros! ¡Caerá por su propio peso la cabeza de la burguesía, como cayó la de la aristocracia feudal!” “¡A ver, que arranquen esos hilos!” Alguien los arranca. El altavoz de encima de la marquesina, los de la segunda planta, continúan impávidos. Es la voz del segundo orador que habla de la ley de fugas. Fue el primero que la sufrió en el año 1919. No pudieron rematarlo y ahí está erguido para acusar. Salen las palabras a borbotones, y algunas fulgen y brillan o se disparan al azul como cohetes. Traición, cobardía, miseria, crimen, pólvora, fusiles, revolución, FAI, C.N.T., FAI, C.N.T. El altavoz ruge. El grupo de la calle se hace más denso y corta la circulación. Los tranvías suenan sus campanas impacientes y se alinean en largas colas. Un ¡viva la anarquía! es contestado por mil quinientas gargantas en la calle, por cinco mil hombres dentro abandonados a la embriaguez de las palabras. Toques de corneta. La masa humana sigue quieta y en silencio afronta a los guardias de asalto. El altavoz sigue: “¡Viva la C.N.T.! ¡Muera la república!” Un cabo llega con órdenes. Acaba de hablar por teléfono con la Dirección y han dispuesto que sea suspendido el acto por desobedecer la orden que prohibía los altavoces en la calle. Siguen estáticos los guardias. Otro toque agudo del cornetín y el ataque comienza acompañado de gritos, cierres que caen, puertas que se cierran. Los tranvías se despueblan y sus ocupantes huyen aterrados. Una señora tropieza y cae chillando: “¡Canallas! ¡Canallas!” Un obrero la levanta y pregunta: