– ¡A hacer puñetas! ¡Que os den morcilla a todos!
En esa casa de ladrillo rosáceo vivían Germinal, la tía Isabela y su hija Star. Había alguien más. Un gato y un gallo. El gato se llamaba Makno y era de la abuela. El gallo no tenía nombre y era de Star. El gallo y el gato reñían a menudo porque el primero se aburría y buscaba con quién jugar. El gato, que era voluptuoso y regalón, creía que iba en serio y sacaba las uñas. Luego tenía que intervenir la familia. La tía Isabela se llevaba en brazos al felino y la pequeña al gallo, cuya defensa hacía contestando a las reprimendas de la abuela: -Lo hace por jugar.
Star castigaba al gallo y éste, sintiéndose humillado, cacareaba a cada golpe y le buscaba la mano con el pico. Era un gallo provocador, al que temían los perros y los niños de la calle, porque cuando dejaba caer un ala y andaba de costado ya había perdido el control y se lanzaba lo mismo sobre las piernas desnudas de los chicos que sobre los hocicos de los perros, mientras éstos no fueran verdaderos y auténticos perros-lobos, que eran los únicos a quienes respetaba. El gallo dormía en un pequeño cobertizo junto a la casa. No había gallinas. En realidad eran suyas todas las del barrio sin necesidad de reñir expresamente con los otros gallos, porque ya se cuidaban ellas de acercársele sin comprometer a nadie.
Star, Germinal, la tía Isabela, la casa rojiza, el gato y el gallo. De ese núcleo se desprendía Germinal con el cuerpo abierto a balazos. ¿Dónde estaría? Un grupo de vecinos invadiría la casa y la tía Isabela se aguantaría las palabras malsonantes porque habiendo un cadáver por medio y siendo éste el de su hijo la ira se resolvería en desesperación. Leoncio iría allá arriba, pero ¿para qué? Después de cada batalla no era caso de ir a dar el pésame a la familia de las víctimas. A Leoncio le preocupaban, más que la muerte de Germinal, su mirada y sus palabras últimas. Salían atropelladamente del teatro. Fuera disparaba la guardia civil. Casi tropezaron con el cuerpo sangrante de Germinal. Star quería acercársele y las masas la empujaban y se la llevaban en vilo. Germinal gritaba a los que intentaban recogerlo:
“¡Dejadme a mí, que esto es cosa perdida! Buscad a la pequeña”. Cuando vio que Lucas Samar se arrodillaba y llamaba a otros para llevárselo se incorporó, los rechazó y volvió a gritar: “¡La pequeña! ¡La pequeña!” Lucas creyó que la habían herido también; buscó a su alrededor. Las descargas seguían. Star apareció por fin y Lucas la cogió en volandas y se la llevó. Germinal sonrió al verlos y descansó la cabeza sobre el brazo. Cuando minutos después lo recogieron, había muerto.
Leoncio Villacampa se acordaba más de ese detalle de Star que de la misma muerte de Germinal. Ya se sabe que en las batallas hay muertos. Pero de todas formas quería ir a ver a Germinal, indagar lo que quiso decir con la última mirada (ver si ésta había quedado cuajada sobre la piedra del depósito judicial) respecto del porvenir de la pequeña Star. Quería también averiguar si eran más las víctimas aparte de las tres conocidas, porque los rumores señalaban la ausencia de dos compañeros de Gas y Electricidad. El ir y venir de los obreros por las secretarías de los sindicatos en aquella colmena rumorosa y alarmada y las palabras sueltas que se oían señalaban la seguridad de la huelga general. Leoncio se levantó y comenzó a andar hacia la calle. Saludó a los compañeros, leyó algunas convocatorias de las que cubrían las paredes del vestíbulo, y fue bajando. La luz comenzaba a ser la luz grisácea del cemento de la ciudad sin Sol. Cogió un tranvía en marcha. Progreso, Espartaco, Germinal. Un viejo de barba blanca agitaba en la plataforma el bastón y en vano quería discutir con el conductor. Éste compartía su misma opinión y el viejo se irritaba. El tranvía subió forcejeando en las esquinas, asomó a una amplia avenida y se perdió sonando la campana. Huía por detrás de las casas un nimbo dorado de estío. Leoncio iba al depósito judicial. Cuando llegó a las tapias del hospital civil, ya lucían las primeras lámparas sobre el cristal opaco del anochecer. El barrio, solitario y triste, se animaba de pronto alrededor de aquel caserón, y estaban el bar “Puerto Príncipe”, la taberna del “Mico”, dos pastelerías, y una parada de taxis junto a un café que hacía esquina. La ciudad se volcaba en las tabernas y los bares. Dentro de una hora saldría el público de los cines y teatros y se produciría el reflujo de la población hacia las afueras. Leoncio veía aquello y sonreía: “Estúpidos. Mañana os vais a divertir”. No podía tolerar aquella indiferencia mientras Espartaco, Progreso y Germinal yacían asomados al vacío sin nombre. “Estúpidos. ¿Qué diréis mañana?” Al día siguiente la huelga general los sorprendería a todos. “¿Por qué nos dejan sin periódicos, sin tranvías, sin pan, sin espectáculos? ¿Qué ha sucedido?” Cada ciudadano reaccionaría a su manera. ¿Es delito ver una sesión de cine? ¿Está mal emborracharse con whisky? ¿Llevarse la novia al campo es causa bastante para que lo dejen a uno al día siguiente sin los elementos indispensables de vida? Nadie había hecho nada. Nadie tenía la culpa. Leoncio sonreía, subiendo las escaleras de un pabellón: “Estúpidos”. Ya arriba se detuvo. Respiró hondo y miró hacia atrás. En el patizuelo desierto había un árbol enano mal acomodado entre las losas de piedra. El muro quedaba a la altura de sus pies. Detrás, la ciudad señalaba con halos rojizos los lugares más iluminados. El hortera Leoncio Villacampa, con la corbata roja de los domingos, hinchó su pecho y gritó: “¿No sabéis que esta mañana matasteis a tres compañeros nuestros? ¡Has sido tú, el comerciante, y tú, el Cura, y usted, señor juez, y usted, damisela de mierda! Pero eso se paga. ¡Lo vais a pagar mañana!” Había que atravesar un vestíbulo, recorrer un pasillo haciendo caso omiso de las puertas y las escaleras. Después de discutir con unos guardias y convencer a dos agentes de que era familiar de las víctimas volvió a salir del pabellón por el lado opuesto y comenzó a bajar unas escaleras análogas a las anteriores. Otro patizuelo. El depósito estaba en el pabellón de enfrente, en unos sótanos. El patio enlosado tenía color plomizo obscuro. Por encima de la silueta negra de las tapias y la pizarra del tejado el cielo era azul claro y había dos estrellas sobre un grupo de chimeneas. Junto a una tapia, recostados de espaldas en el muro, estaban, Samar y Star García. Leoncio no pudo evitar la primera impresión de disgusto. Star se condolería como hija del mártir y él tendría que buscar palabras y decirle quizás aquello de “te acompaño en el sentimiento”, frase difícil, que no había dicho nunca. Pero no dijo nada. Enseguida vio que Star seguía como siempre, como si nada fuera con ella. Al llegar él, Samar pasó un brazo por la espalda de Star y la atrajo paternalmente. Leoncio vio que aquel gesto tenia mucha elocuencia y se quedó un rato callado. Lucas Samar preguntaba con la mirada y Villacampa no tuvo más remedio que contestar, aunque dirigiéndose a Star: