Apreté los dientes mientras frotaba el rostro contra la tensa irrupción de sus pechos y golpeé con fuerza su nalga derecha. Ella se venció hacia delante, como faltándole el equilibrio, y lanzó un gemido ahogado. Sus pechos golpearon mis mejillas como el rostro de dos niños; en ningún momento mis manos los habían tocado, pero estaban casi desnudos: el sujetador, de una sola banda horizontal, no los contenía y se alzaban impúdicos sobre ellos mismos. Repetí el golpe contra su nalga y se incorporó, tomó aire y cerró los ojos. No los abrió para murmurar:
– Vale -con voz ronca; y volvió a decirlo-: Vale.
La azoté otra vez, con gran fuerza, en ambas nalgas, sobre el vacío desfiladero de su separación, y se alzó un instante, sus muslos se tensaron sin parecerlo, como cuerpos de delfines en pleno salto, y volvió a caer sobre mí sin cesar su balanceo cerrado contra mi sexo. Percibí su mueca de deseo: sacaba la lengua, se mordía los labios, mostraba los dientes. Sin embargo, lograba controlarse: «Espera», dijo, y sometió con paciencia exquisita, imposible de soportar, el centro de mi glande descubierto contra su sexo.
– Espera -volvió a decir.
Pero no la obedecí: mi nuevo y repentino golpe sobre el temblor de su culo la impulsó hacia mí, gritando. Eyaculé de repente. Fue una blanca, drástica telaraña que alcanzó su vientre, sus manos, el tejido oscuro del pantalón; un múltiple hilo de humedad que por un instante parecimos incapaces de quebrar. Ella entonces se apartó a un lado, como herida, juntó los muslos y bloqueó su sexo con las manos; empezó a gemir como antes lo había hecho sobre mí. Seguí vaciándome también apartado, hasta que nada quedó dentro de mí y nada dentro de ella, y nos volvimos como objetos inertes, insensibles, que parecían respirar por primera vez.
– Lo siento -dije allevantarme.
– Suele pasar -la oí murmurar, porque no quise mirarla.
Pensé que estaba siendo cruel, yeso me hizo sentirme sádicamente satisfecho, como si hubiera cumplido algún destino previo u obedecido una remota inclinación de mi cuerpo. Supuse que se marcharía enseguida,
pero aún la oí revolverse sobre el sofá con el suave quejido de la tela turquesa, sus jadeos interminables en contrapunto irregular con aquellos roces. Me alejé hacia el piano abierto mientras pensaba en Lázaro: en que podía llegar de improviso -si es que no se encontraba ya en casa, sumergido en el claustro de. su cuarto- y verme así, y despreciarme.
Cuando llegó el silencio. pude murmurar:
– Te he estado utilizando.
– Nos hemos estado utilizando -replicó.
Me di la vuelta y la contemplé: se hallaba de pie, arreglándose el vestido, ordenada. El único rastro que le persistía era un rubor frutal que azotaba simétrico sus mejillas. No sé por qué, los lánguidos silencios entre las frases de despedida me recordaron el sonido muerto de un campo de batalla tras el combate. Se marchó sin complacerme en ningún extremo: no quiso sonreír pero tampoco parecía odiarme por completo.
Pensé algo terrible: he pretendido escapar.
Pero escapar de Blanca es encerrarme en la libertad.
Este sábado la esperaba en casa. En el fondo del buzón apareció uná sencilla tarjeta con una equis negra, yeso significaba justo lo que ambos deseábamos.
La casa se hallaba solitaria y tranquila cuando llegó Blanca, ya preparada. Con suma paciencia (tan diferente de mi experiencia del jueves), con pasos medidos, controlados, la hice pasar al salón. Observé sus pies: había entrado descalza. Era el detalle correcto.
Y tan hermosa. Tanto. N o quise, sin embargo, descubrirIa frente a todas las luces, salvo las íntimas. Nuestra pasión está repleta de formas en la oscuridad, de recuerdos que no son imágenes ni pueden serio: sonidos, olores, tactos; verdaderas reminiscencias de amor, sin duda.
El detalle: venía descalza. Pero había otro: el uniforme.
Traía, en primer lugar, un abrigo de lana negra sobre el que se derramaba como la luz todo su pelo blanco en bucles ordenados, inmóviles. El rostro se delineaba con un maquillaje exacto de mujer.
Guardé la debida distancia mientras se despojaba del abrigo y lo arrojaba al suelo.
Los detalles: nada puede hacerse contra ellos, son como la absoluta perfección de las líneas de una gema.
La geometría de los detalles hermosos es lo que me abruma de ella. Arrojó el abrigo al suelo y colocó las manos tras la espalda. Quisiera compartir esa imagen: permaneció de pie frente a mí con las piernas juntas, muy juntas, el torso erguido, las manos en la espalda, mostrando su uniforme blanquiazul, una chaqueta limpia de marinero con las mangas anchas atravesadas por líneas blancas y el cuello con un pañuelo holgado. El uniforme, la chaqueta blanquiazul de marinero. Nada más. La longitud de la prenda impedía descubrir de inmediato que estaba completamente desnuda debajo: había caminado así por la calle, con el abrigo y la chaqueta, y se había descalzado en el umbral, antes de entrar en casa, tal como suele hacer en el ritual. La rodeé mientras ella continuaba inmóviclass="underline" sus piernas absolutamente desnudas, la chaqueta formal por encima, con hombreras rectas y ultramares, un. ancla dorada en cada una; pero sus piernas largas, delgadas, desnudas; por delante el atisbo asombroso del sexo bajo los botones dorados y la tela planchada y blanca; por detrás, las dos líneas del final de sus nalgas reuniéndose con simetría tranquila en el centro; más arriba los fal~ones cortados de la chaqueta, dos botones dorados en su espalda, las puntas de los últimos cabellos de nieve en vertical rozando esos botones.
Contemplé la quietud viva de sus piernas, las curvas suavizadas, la tensión en reposo de los músculos, la figura soberbia de los muslos.
Lo supe: nada se puede hacer, porque somos incapaces de modificar lo inaccesible. La música, por ejemplo, no existe ya cuando se siente. Se pierde al escucharse, y, perdiéndose, llega. No puede alterarse aquello que se oye, porque al oírIo ya fue: de ahí su líquida belleza. Y es imposible quebrar el tranquilo misterio de Blanca: ése es mi límite. Aunque quisiera abalanzarme sobre ella, aun cuando deseara hacer añicos su hermosa obediencia, no podría: porque en ese instante dejaría de ser ella. Intentar penetrar en la escultura de mármol sólo sirve para desfigurarIa: su propia posesión violenta la destroza. Comprendí todo esto, pero también me dio iguaclass="underline" hay ciertas verdades que se comprenden y se olvidan sucesivamente, como si fueran soñadas.
– Camina hacia la silla -dije.
Guardé la distancia debida, bien vestido, limpio, correcto, la camisa y corbata grises, mientras la veía avanzar hacia la silla alta sin respaldo que se halla cerca del pequeño bar del salón. En silencio, sin titubeos pero con la lentitud de un suceso natural, un pie delante de otro, descalza sobre la moqueta, obedece y avanza: las áreas vírgenes de sus nalgas tiemblan y brillan bajo las luces tenues. N o aparta las manos de la espalda: camina recta, dócil, con cierto talante de soldado juvenil, y se coloca firme junto a la silla. Así podría estar, pienso, hasta el fin de los tiempos, hasta el infinito último instante, inmóvil, aguardándome.
Caminé hacia ella y me senté en la silla, mirando directamente su rostro de virgen: se hallaba un poco de perfil, blanco, como recién resucitado, aterradoramente inalterable. Sus mejillas no estaban enrojecidas, pero los ojos se hallaban bajos, la boca exangüe y entreabierta, con la exquisita pintura color perla sobre los labios, las pestañas blancas, prodigiosamente largas, la sensualidad de su expresión paciente, aguardando.
El ritual de castigo no requiere falta, sólo pureza, casi absoluta castidad: quebrar hasta la roja agonía esa castidad de hielo es lo que nos proponemos. Una regla que ambos respetamos es no acariciarnos, aunque existan -y precisamente porque existen- caricias inevitables, como la ceguera heredada al contemplar el sol. Pero nuestros cuerpos deben respetar siempre una distancia de espadachines, no hay lugar para la intimidad.