Pareció más adulta mientras me obedecía: sus bucles rizados ocultaban su rostro al inclinarse; subía y bajaba las piernas con absoluta indiferencia,. desvelando y ocultando sus muslos sin querer, o con un querer imperceptible. Observé sus pies pequeños, bonitos, bien formados, los breves tendones tensando los dedos: los levantó al pisar la moqueta y me observó sonriente; había logrado descalzarse mucho antes que mi propio deseo, que persistía. Entonces se acercó al piano, puso las manos sobre el teclado y comenzó a tocar. Sus pies desnudos abrazaron los pedales, los dedos se abrían sobre la frialdad dorada del mecanismo exigiendo un pequeño esfuerzo suplementario de la pierna; los empeines se alzaron un poco, como si calzara tacones, quizás por el contacto helado con el metal. Repitió el ejercicio completo de esta forma..
No supe la razón, pero cierto sentimiento de prohibido lo abarcó todo de repente. N o hallé falta alguna, pero tenía que existir. Quizás -pensé- era mi mirada. Pero cerré los ojos y seguí notando el escalofrío del pecado.
Descubrí entonces que me enardecía la comprensión de lo que había conseguido: dejada así, tan sólo con su camiseta grande; su camiseta dividiéndola, rompiendo su desnudez, por encima los bucles negros y los hombros desnudos, por debajo las piernas, los pies descalzos, en el centro el símbolo vacío del cero, o la O mayúscula. Pero al tiempo que aquel pensamiento impúdico me condenaba, ella, al tocar, me perdonaba la falta. Quedé lleno de compasión oyéndola, a salvo de mi propia conciencia, bendito para siempre, sin nada ante lo que responder, como si de repente Dios hubiera desaparecido.
Deseé pensar esto: hay un secreto, una conjura cuyo fin consiste en ocultar a los hombres la verdad. La belleza, la pura belleza, está cubierta por telones como una estatua antigua, ése es nuestro destierro; y la vulgaridad de las razones, de las meras palabras, no nos permite regresar. En la música se desvela por fin todo lo oculto, pero al final, con el retorno del lenguaje y la mentira, el brillo de esa verdad se esconde otra vez entre las nubes.
Elisa se pone los zapatos, se coloca las gafas con gestos metódicos, rápidos, olvidada ya su artística lentitud, se levanta, recoge las partituras, se despide de mí… ¡se despide de mí!, dice: «Hasta el próximo día», y la veo marcharse. En ese mismo instante regresa la culpa, o se muestra por completo ante mis ojos, y aparece el miedo.
Y es que hemos sido expulsados para siempre de la felicidad.
Nuestro parque infantil está abandonado: hay una lona sobre el columpio, han arrojado una sábana cruel en el tobogán, los caballos de madera yacen ocultos bajo lienzos.
He vuelto a escribir esta semana. Era necesario. Quizás pueda llamar a esta necesidad «razón onírica», pero mentiría, porque no sueño. «Visión» tampoco sería un nombre correcto, ya que se trata de una inferencia casi lógica que surge cuando escucho o interpreto, y que queda en el extremo opuesto a la percepción: es algo invisible que se presiente. «Un ángel caminando sobre mi tumba» podría ser una descripción acertada. Y continué con la estancia en Valldemosa:
«He dicho ya que George Sand se cubría de rayas de tigre, pero podemos imaginarIa distinta: las ventanas de la habitación se hallaban cerradas y los postigos soportaban persianas de madera. Cuando la luz logra entrar -y prefiero pensar en la luz de la luna-, las franjas de sombra, regulares, exactas, predecibles, forman sobre el cuerpo desnudo de George Sand un teclado alucinatorio: tonos de color blanco carne, semitonos en negro, un poco menos tigre pero más precisa, quizás más imposible.
He imaginado componer sobre ella; sentir que asciende desde el centro del p ia,,! o, como la música, los brazoS levantados tras la cabeza, el pelo siempre muy corto, el rostro sereno de madonna, desnuda por completo, los Inuslos muy separados. Semitonos sobre sus pechos, tonos bajo ellos, semitonos cruzando su vientre, tonos cortando el pubis. Por la ventana, a su izquierda, a la derecha de Fryderyk, se deshace la luna.
La he soñado emergiendo así desde el piano; imagino sus pezones exagerados, erectos, fuertes, no sé por qué.
Y el sufrimiento de Chopin: saber que, para obtenerla, deberá interpretarla; es decir, tendrá que inventarIa para poseerla, pero al hacerlo la perderá: ésa será su única posesión; a pesar de la realidad física de su cuerpo de teclas y cuerdas, de su carne sonora…
Para gozarla, Fryderyk deberá convertirla en música y hacerla desaparecer.»
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Ritual de la ceguera
(En la partitura: larghetto, comienzo en pianissimo de la mano izquierda, seis notas en legato, suaves, oscuras; la melodía, a partir del tercer compás, sotto voce.)
Regreso del conservatorio con el viento a mi espalda y el cielo bloqueado de nubes grises. El buzón me anima, porqu~ encuentro un aviso, una profecía: el trozo de tela negra, inconfundible, que anuncia el próximo ritual. Se me ocurre algo: vivir con los ojos cerrados hasta el sábado, para otorgarle un adecuado prólogo. O para fingir que despierto contemplando su figura. Pero es una felicidad tan exquisita que me asusta.
Hay un giro simple sobre mi y mi sostenido, como el revoloteo de un pájaro, en este Nocturno: música para ciegos. Al tacto, las teclas de la mano izquierda se desprenden de las sombras como asperezas de Braille y adoptan volumen, forma, identidad. Todo lo que gira es voluptuoso: y hay voluptuosidad en esa nota obsesionante. He repetido la partitura varias veces con los ojos cerrados, pero es peligroso. No ver es ver demasiado. Las tinieblas y los sueños se parecen en algo: ambos provocan visiones intensas. Es peligrosa esa oscuridad repleta, esa forma suave que palpamos en la oscuridad. Porque la oscuridad es el deseo, y es arriesgado abandonarse a ella, liberar el instinto como un aliento de niebla.
Los días se acortan, como si ya faltara el tiempo: lo decidí ayer, de pie en la acera, junto a la pared entre dos comercios, mientras veía encenderse a mi alrededor las luces de las farolas. Eran sólo las ocho menos cuarto, pero ya había caído la noche completa, y en lo que a mí respecta me tomó por sorpresa, como la muerte.
Ella salió puntual, envuelta en una trenca oscura con medias azules: su altura y sus piernas delineadas siempre visibles hasta el comienzo de los muslos parecen detalles irremediables. Al salir se detuvo para colgarse del hombro una especie de mochila, de continuo con esa equívoca rapidez de quien se cree perseguido o debe llegar cuanto antes a ninguna parte. Me acerqué, quizás con demasiada violencia -posiblemente debido a la oscuridad, que falsea las distancias-, y dije: «Hola». Su gesto de susto me asustó: giró de repente, protegió la mochila, por un instante su rostro no fue suyo -por un instante fue la mueca del miedo, como antes recordaba yo la de su placer-, y al final mostró, según creo, cierta alegría genuina. Caminamos juntos hacia la gran avenida, donde las voces, y hasta la noche, se pierden; yo, sin mirarla, hablando como si me confesara ante mi propia conciencia; de vez en cuando contemplaba sus pies -grandes pero bien hechos- y su calzado plano azul oscuro.
– He venido para disculparme -dije.
– No es preciso -dijo ella-. No ha ocurrido nada.
No hubo ironía en su voz; en general fue una conversación agradable, mucho más de lo que esperaba.