Golpeé una tecla y Elisa -ojos cerrados, boca abierta, respirando profundamente- se sobresaltó como si despertara de un sueño violento.
– Continúa -le dije.
Lo hizo, pero apenas era música: notas dispersas, como al azar, casi las que podría producir un niño pequeño. La observé desde alguna distancia: salvo por la camiseta que pendía de su cintura, se hallaba casi desnuda; las bragas parecían haber desaparecido, y la finura de bramante que permanecía entre sus cachas. y se tensaba muy por encima, sobre el hueso de sus caderas, era como una demostración de su desnudez auténtica.
Me acerqué por detrás, la atraje un poco de los hombros, le indiqué de nuevo que prosiguiera -sentí su temblor de hoja por todo el cuerpo- y llegué con las manos hasta la cercanía arriesgada de sus ingles. Cuando toqué las bragas allí, hundiéndose en las líneas más suaves que podrían imaginarse, Elisa golpeó una nota que sonó a grito y dejó de tocar. Juntó los muslos y me impidió proseguir, pero no se volvió: agradezco esto último; su rostro me hubiera condenado en el mismo instante en que lo viera, así que preferí que continuara de espaldas: era mejor imaginar su vergüenza a contemplada.
A pesar de todo, su rigidez me hizo proseguir: rodeé el pequeño cuerpo con mis brazos, me incliné, palpé la carne suavísima del comienzo de los muslos, toqué las bragas sobre una piel sin vello, limpia, intenté realizar la misma operación que por detrás: ella puso entonces ambas manos sobre las mías y retrocedió tan rápido que tuve que apartarme para que su cabeza no me golpeara.
Se deslizó entre mi cuerpo y el piano y dio varios pasos torpes y veloces hacia la puerta. Su camiseta descendió por un lado pero se mantuvo tercamente en la cintura por el otro, dejando al descubierto la nalga, que tembló con sus prisas. La llamé:
– ¿ Adónde vas?
Se detuvo, pero hizo el mismo ruido que si caminara, descalza y silenciosa sobre la moqueta.
– Ven-dije.
Se dio la vuelta y noté su angustia, sus ojos desmesurados, la expresión de pavor, el cansancio de sus jadeos de adulto. Se había bajado la camiseta por completo, se arreglaba. Las huellas de su cuerpo aparecían y desaparecían bajo la prenda como burbujas. Se acercó por fin, recelosa, despejándose la cara de rizos.
– Siéntate: no voy a hacerte nada -le indiqué.
No lo hizo: permaneció de pie frente a mí con cierta frigidez de manos cruzadas sobre el centro de su cuerpo, los muslos juntos.
– ¿Vas a decírselo a tus padres? -dije percibiendo con inmensa felicidad que no me importaba que lo hiciese.
Respondió que no con la cabeza, pero muy rápido, de tal manera que no supe si su respuesta era puro miedo o sincera convicción. Tampoco me interesó saberlo: caminé hasta situarme entre ella y la única luz del salón, y mi sombra de hombre la ocultó por completo.
– Soy un pervertido -le dije sin esfuerzo-. Un pervertido absoluto.
No respondió: el blanco de sus ojos traspasaba mi propia sombra como pequeñas luces.
– Pero juro que no voy a hacerte daño -y entonces sí me esforcé en hablar, porque era mi propio sentimiento lo que narraba-: Estás tan hermosa así… Tan hermosa… Pero no voy a tocarte, sólo deseo verte. N o te tocaré nunca: te descubriré como ahora. O tú lo harás, de igual manera que haces con los zapatos o las gafas. Pero la decisión es tuya.
Decírselo todo me excitó más que su propia desnudez. Me acerqué a ella soslayando el piano y la oscuridad de mi figura creció a su alrededor, como una noche íntima.
– Por favor -gemí-, déjame verte.
Esa expresión suya entonces: la blancura instantánea de su rostro, como con las emociones disueltas, la mirada sin párpados fija en la mía, la boca a punto de una palabra pero tan semejante a la del beso. Sentí al verla, diciéndole todo lo que le dije, el anuncio de un sorprendente orgasmo que quise demorar. Mi miembro, erguido, rozaba las vestiduras. Pensé con insatisfacción que todo acabaría en ese instante: ella se volvería entonces una excusa más, un medio más, un objeto sin vida desprovisto de otras sensaciones. Cerré los ojos, controlándome. Ella malinterpretó mi temblor y retrocedió hasta tropezar con una silla.
– Vete ahora-dije.
Cuando abrí los ojos ya no estaba. Pero hasta mucho tiempo después, con un silencio ya antiguo, no pude reaccionar: llegó la noche, la noche completa, con su propio silencio, su oscuridad invasora, su cansancio.
Soporté la ausencia de alivio: volví al piano y toqué con sordina. Percibí el calor del asiento -su calor, olvidado allí- y me mantuve alerta, tenso, expectante.
Hemos caminado hasta su casa: le gusta hacerlo, es fuerte y ágil. En su apartamento de Juan Bravo todo es similar: hay desorden, pero plagado de color, como un paisaje del trópico; muchas habitaciones pequeñas, lámparas ocultas o demasiado evidentes, escabeles en diversos tonos de mezcla, una alfombra roja con el tacto de la angora en el salón. Me ha sorprendido con su afición a la pintura: le gustan los temas geométrico s, particularmente circulares o elípticos, sobre distintos fondos monocolores; me contó que había expuesto en una pequeña galería de la Costa del Sol, pero que apenas lo consideraba un pasatiempo. Todo lo demás está repleto de muebles de diseño: es una casa curiosa, parece preparada para una multitud de seres invisibles, porque todo tiene uso, todo es variado y se repite -interruptores inútiles, luces sin significado, butacas en ángulos que nadie ocuparía, pantallas verdes de televisores; incluso el simulacro de una chimenea-, pero apenas hay espacio real para que convivan a gusto más de d6spersonas con sus respectivos cuerpos. Su decoración, como sus cuadros, es un vértigo, y éste se prolongó en la bebida. Al principio hubo vermuts y brindamos, ella agazapada en su sofá rosado de cojines malvas, sin zapatos, como un animal doméstico. Los vasos chocaron y Verónica pronunció la primera intimidad:
– Por los desconocidos.
La frase me sorprendió y traté de indagar:
– ¿Quieres decir que es mejor no conocernos mutuamente?
– ¿Tú no piensas lo mismo?
Sellamos el pacto: pensé que también se puede firmar con un seudónimo. Aquel preámbulo me tensó: además, la notaba bastante diferente del otro día, deseosa de hacer algo inolvidable, con la necesidad urgente de la locura en su mirada. No permanecía quieta un solo instante: se levantaba, controlaba la comida en la cocina, volvía a sentarse, olvidaba el vaso, olvidaba la botella, parecía acorralada por algo distinto a mi presencia. En un momento dado puso música en el admirable equipo del salón: eran los Preludios que yo le había regalado. Me escuché a mí mismo tocar a través del tiempo y el espacio, lo que interpreté como una caricia invisible por parte de ella.
Sirvió la comida y cambiamos de bebida, un denso vino tinto en copas finas. En contra de lo que esperaba, comimos en absoluto silencio, salvo algunos comentarios sobre el plato -un asado que elogié merecidamente-. Pero nos mantuvimos fieles a nuestro pacto y continuamos desconocidos: en ella me pareció aquel deseo un exceso de heridas viejas; en mí, el temor a la primera.
No había vuelto a calzarse desde los vermuts, pero casi era lo mismo, porque había llevado zapatos planos.
Vestía esa noche un moldeado conjunto rojo, tan tenso que pensé que conservaría su figura como un maniquí cuando ella se lo quitara: por encima era una flor y un escote sin tirantes, oblicuo, dejando los hombros desnudos; por abajo, de nuevo tajante, con una horizontal prieta sobre. la carne superior de los muslos, sus ubicuas piernas siempre descubiertas, ese día tras la fina oscuridad de unos panties negros y lisos. Iba elegante y maquillada, pero sus manos continuaban desnudas y limpias, las uñas como uñas de muchacho.