– Ya -dije.
Volví a sentarme y bebí otro sorbo de coñac. Ella no se había movido: me mostraba todavía su espalda, entre la inmensa sombra de la pared y yo, con las nalgas tan abultadas y prietas que la línea que las separaba constituía apenas una leve curva que parecía dibujada sobre la piel.
– Camina de un lado a otro -le pedí.
Empezó a moverse. No caminaba, claro: tentaba. Buscaba con los pies las oquedades seguras de la alfombra, vacilaba exquisitamente antes de cada paso, y ese titubeo era como un reflejo delicioso de su cuerpo, un molde trémulo de sus formas. Por ejemplo: no movía los brazos, los hacía vibrar como varas; los pechos se agitaban, pendientes y esféricos, con cada paso, como abultados adornos; las caderas se balanceaban con algo más que provocación consciente: un reflejo sin voluntad, como el paso casual de un hermoso caballo indómito. La seguí con la mirada, observando ya el rastro de sus huesos en la espalda, ya el escalofrío de sus nalgas. Dio la vuelta en un cierto punto, bajo mi mirada silenciosa, y regresó insegura por el mismo camino, las mejillas calentándose más allá de la venda. Dijo algunas cosas a las que no respondí:
– Me excita.
O bien:
– ¿Y ahora?
O bien:
– ¿Ya?
Su ceguera era como una cuerda que apretara sus músculos, como una red bajo la que se tambaleara, apresado, su cuerpo desnudo. Se hallaba indefensa como una obra de arte sobre una pared. Detrás, su sombra gigantesca me fascinaba.
– Ven -le dije por fin cuando daba otra vez la vuelta.
Supo de repente que no podía hacer preguntas: tan sólo moverse a ciegas. Se detuvo al oírme y avanzó torpemente hacia mí, o hacia su creencia de mí. Supo también no extender los brazos sino abandonarlos junto al cuerpo: esa atadura otorgó a su andar una cualidad casi obscena, una desnudez superior. Era como si me hubiese regalado la visión de sus propios ojos y yo contemplara su cuerpo con doble intensidad.
Caminó perdida hasta que su muslo derecho rozó el sofá donde yo me sentaba. Pero no le hablé. Giró su cuerpo adulto con torpeza y los pechos temblaron con el gesto. Las piernas golpearon el brazo del sofá y ella gimió: se aturdió un instante y volvió a girar, recorriendo la longitud del mueble y, al perderlo, mis propias piernas, el tacto endurecido de mis zapatos. Entonces se detuvo frente a mí. Jadeaba. Sus pezones se habían desplegado, recios. Todo su cuerpo transpiraba con un brillo oscuro y fuerte de metal.
Bebí un sorbo de coñac mientras la contemplaba.
Hubiera querido no hablarle: que ella sintiera mi voluntad como un aura o el roce del viento. Decirle: «Aléjate» sin que la palabra surgiera, sin sonidos, como a mil metros de una oscura y enorme profundidad. La observé. Sus rodillas se tensaban, los dedos acariciaban los muslos distraídamente, el sexo permanecía cercano y aun así persistía pequeño, en la convergencia de los pliegues de la carne.
La abandoné a la mirada hasta obligada a hablarme:
– ¿Por qué no me tocas? -dijo.
Movió la cabeza: no supe si me veía. Respetó mi silencio con el suyo y se mantuvo en aquella postura, de pie frente a mí, rozando con los dedos de los pies la piel rígida de mis zapatos. Dejé pasar el tiempo, que sin embargo no transcurrió: pareció hacerse húmedo y lento como su cuerpo. Dije por fin:
– Siéntate frente a la mesa.
Abrió la boca como para replicar, pero giró con lentitud y se alejó de mí, un paso tras otro, hasta que su erróneo cálculo le hizo golpear con los muslos el borde de la mesa de cristal donde habíamos comido. Frotó su carne contra ese borde hasta encontrar la silla. Se sentó sin valerse de las manos, recogió las piernas, quedó erguida, esperando.
Entonces salí del comedor y entré en la cocina: no tardé en encontrar un tarro de mermelada de fresa casi lleno y dos cucharillas de café. Regresé con las tres cosas y las deposité desordenadamente sobre la mesa, frente a ella, que se tensó con los ruidos del cristal pero no habló.
Hundí una de las cucharas en la mermelada y la acerqué a su rostro. No la avisé: toqué su boca entreabierta y ella gimió y se retiró. Volví a tocada con el borde dulce de la cuchara y se la introduje entre los labios: sacó un poco la lengua y la lamió con lentitud; erró en los gestos, y la mermelada se deslizó por su barbilla. Alcé un poco la cuchara y ella alzó la cabeza, persiguiéndola; se incorporó aún más, inclinándose hacia atrás en el asiento.
Con la mano derecha llevé la otra cucharilla, vacía, hacia su pecho izquierdo, mientras proseguía el juego en su boca. Rocé apenas el pezón erguido y ella volvió a gemir y se retiró hacia el respaldo. Repetí el gesto con ambas cucharas: hacia los labios y hacia el pezón. Se tensó, cerró los puños, se sujetó al borde de la silla como si se hallara cabeza abajo, a punto de caer. Sostuve su pezón tieso con el óvalo de la cuchara, como un bocado de algo: se hallaba tan recio que apenas se venció con mi suavidad; también muy sensible, ya que su garganta soltó un gemido leve, en sordina, apagado como la propia luz del salón, un conjunto de emes enhebradas que escaparon de entre sus dientes; la fresa que tentaba su boca se derramó otra vez.
Dirigí el pezón a un lado y a otro con el borde metálico; lo abandoné pronto. N o supo en qué momento exacto decidí abordar el otro: percibí toda su piel erizada. No aparté la cuchara de su boca, pero jugué a hacerlo, provocando que ella la buscara. Volvió a gemir cuando rocé el otro pezón, acariciándolo con levedad. La sorprendí regresando al anterior de inmediato y golpeando su base rojiza: abrió mucho la boca, lamió el extremo de la cuchara que la atosigaba. Se movió entonces como si fuera a levantarse del asiento pero lo que hizo fue afirmarse más en él, respirando con fuerza. La dejé: me fascinó la tensión de su torso, los pechos alzados con la erección potente de los pezones, la boca enrojecida.
Apretaba los muslos, pero los rocé con el frío tibio de la cuchara vacía y los separó de inmediato.
Allí, en la convergencia de los músculos y el pubis, distinguí su sexo rojizo, húmedo; ella temblaba; jugaba a repasar el contorno de su boca con la lengua manchada. Acerqué la cuchara vacía hasta un punto en el que su ceguera no podía advertirle de mi intención, y sin embargo la intuyó, porque juntó de repente los muslos. Los volvió a separar cuando la rocé de nuevo: tenía la piel erizada, como si la hubiese dejado a la intemperie toda la noche. Rocé su pubis con el borde metálico, vencí los vellos lentamente, me dirigí con absoluta paciencia hacia los carnosos pliegues ofrecidos, semiocultos. «Ooohh», murmuró, pero con una voz repleta de sinceridad. Me detuve y repitió su plegaria desde la profundidad de la garganta. Llegué hasta su intimidad con mis improvisados dedos curvos, romos, metálicos, desprovistos de tacto. Se venció cuando quise separar delicadamente sus pequeños pétalos, juntó de nuevo los muslos, se protegió el sexo con las manos, respiró con un sonido potente, como si hablara. No volvió a abrir las piernas, se inclinó sobre la mesa de cristal, derramó sus compactos rizos sobre la superficie, escondió la cara enrojecida.
Permanecí un rato observándola hasta que la vi sonreír.
He llegado a casa y me he entrenado de nuevo en la oscuridad del primer opus 27. De repente me dejé llevar por la tentación de los sueños, y retorné a mi biografía falsa de Chopin, y en concreto a su estancia en Valldemosa.
Tuve una idea que fue casi una imagen: la soledad abre los ojos. La ciudad ciega, pero la vida en un remoto monasterio provoca complejas visiones, aun en el hombre sobrio. Por ejemplo, la luna: la he mirado (ahora está completa) y la he visto sólida y blanca como un ojo de mujer vieja. Eso me ha inspirado la continuación de los retazos oníricos de Valldemosa: Fryderyk Chopin escribe una carta al editor Pleyel, un poco antes o un poco después de remitirle el manuscrito con los Preludios: