Me hallo tan cerca de su rostro cuando ella se vuelve hacia mí que logro comprender el símiclass="underline" sus pupilas también son de ébano, y me reflejan. Descubrir esta realidad aplaca mi deseo y me obliga a alejarme de su cuerpo con rapidez. Le doy la espalda y medito en el terrible hallazgo: una verdad que desconocía.
Esa verdad es que mientras hacemos música, o hablamos, o pretendemos besar unos labios, algo nos refleja desde una negrura distante. La perversión oscura, curvilínea, de los deseos. El pecado, el pecado quizás: mis propios pecados, reflejos en un instrumento negro, transformados y devueltos en fragmentos de armonías, pero pecados siempre. ¿Qué he querido hacer? ¿Convertir la presencia de esta niña en otro ritual más?
– Vete -murmuré; no sé cuánto silencio transcurrió hasta que hablé de nuevo, siempre de espaldas a ella-. Vete, por favor. Vístete y vete de aquí.
– No importa -la oí decir con profunda gravedad-. No importa -repitió
Los breves ruidos me avisaron antes: cuando me volví, el sujetador ya estaba en el suelo. Los botones oscuros de sus pechos descubiertos se erguían hacia mí. Ella permanecía rígida, intocable, el pelo rizado sobre la mitad de su rostro, los labios grandes y entreabiertos.
– Sí. Sí importa -murmuré-. Es lo más importante de todo.
Sentada y desnuda y blanca, sólo la obscena intromisión de sus bragas entre unas piernas que ya eran de mujer, me miró sin comprenderme. Ella, una flor, ¿puede percibir acaso su arrebatador aroma? «Aléjate», pensé, «oh, aléjate.» Cerré los ojos, abandoné su mirada de asombro. Después he pensado: no hay solución. Vivimos en un mundo lleno de horribles imperfecciones.
No volví a hablarle: le di la espalda lejos, en una esquina del salón. La dejé vestirse sin aliviar su vergüenza.
No recuerdo cuándo se marchó: el intenso calor de su cuerpo, su olor-calor, queda frente a las teclas. Ha hechizado el piano: incluso en su ausencia lo ha investido de una atmósfera íntima de dormitorio, de secreto de adolescente. He practicado el opus 27, número 2, sobre esa sensación, y casi me ha parecido un allanamiento: cierro los ojos al tocar y es como si palpara los objetos de su cuarto mientras la aguardo en la oscuridad.
Nos hemos demorado hoy, indecisos, y al fin derivamos con lentitud hacia el Redro. Allí empezó la soledad, el escenario de hojas caídas, la intimidad del paisaje. Ha comenzado el frío compacto y gris que pertenece a noviembre, y la tarde fue casi toda crepúsculo. Verónica no parecía ella misma: estaba envuelta en un abrigo del color de la tierra de otoño con el cuello levantado y botones dorados, sus piernas resguardadas en pantalones holgados de lana. Por detrás, alejándose de mí, su silueta era como la de un hombre de siglos pasados.
Hemos recorrido sin intención las veredas hasta divisar una pérgola vacía. Me agradan estos lugares: los domingos solía venir con mi padre a escuchar música en ellas. Soñaba con vestir de uniforme y hallarme allí arriba maniobrando las clavijas de los oboes. Incluso cuando no había espectáculo me atraía subir a ellas y explorar su vacío de tiovivo invisible. Hacia allí nos dirigimos en silencio. Una ráfaga de viento helado, removedor, avanzó las hojas amarillas un paso más, como piezas de tablero. Verónica atrapó las solapas de su abrigo y las unió bajo su rostro.
La pérgola estaba sucia de hojas, con el exacto aire de abandono que yo necesitaba. Sin embargo, había sorpresas: por ejemplo, las lindas y blancas columnas, muy delgadas, que se abrían en tres arabescos para sostener el techo, o el parapeto con grabados de metal que simulaban notas de pentagrama. Subimos por la pequeña escalera hacia su plataforma y todo se llenó de un recio tambor de zapatos contra madera.
Verónica se alejó hacia el parapeto metálico y contempló el parque. Entonces volvió a hablar. La conversación que hemos tenido fue extraña, y la transcribo:
– No aspiro a ocupar un lugar entre Blanca y tú -dijo-. Me da iguaclass="underline" ya he ocupado demasiados lugares incómodos. Estoy en tu bando porque quiero estar, y me iré cuando me parezca. -Las hojas, sacudidas por otro breve golpe, recorrieron la pérgola con susurros-. Así que así están las cosas -dijo.
– Pero yo no quisiera que te fueras nunca -murmuré.
Se volvió hacia mí y enfrentó mis ojos.
– No me vengas ahora con ésas -dijo.
– La gente piensa que soy un romántico -sonreí.
– Pero es falso.
Se recostó contra una columna, las manos en los bolsillos del abrigo. La madera crujió levemente: el sonido parecía una voz.
– Sé que es una contradicción -dije-. Si no hay una relación de afecto entre nosotros, no puedo impedir que te marches. Pero no quisiera que te fueras nunca.
– ¿Qué buscas de mí?
– Escapar -dije.
– ¿Escapar?
– De Blanca.
Sacó un cigarrillo. Fumó. El viento hizo desaparecer el humo azul entre sus labios.
– ¿Por qué no lo dejáis? Me refiero a lo vuestro -dijo.
– No puedo.
– Me gustaría conocerla -dijo entonces-. A veces pienso que te la inventas.
– Y tienes razón -asentí-. Me la invento. Por eso no puedo escapar de ella.
Tardó un instante en decirme lo más importante que me han dicho jamás:
– He estado pensando acerca de ti, y he llegado a una conclusión: eres un compositor de relaciones, Héctor.
Enarqué las cejas sin comprender.
– Quiero decir que creas fantasías y las interpretas en los demás -explicó-. Y no te relacionas con personas sino con tus propias creaciones.
– Es cierto: he estado pensando eso últimamente.
– Eres un genio musical, como cree Lázaro -sonrió-, pero no compones música: te dedicas a obtener armonías en los seres que te rodean.
Me gustó arrebatadoramente la comparación.
– Soy un creador, en efecto -dije-. Pero cuando creo, libero: y todo lo que queda en libertad huye de mí, termina desapareciendo. Y no quiero que eso ocurra contigo.
El talante divertido de su mirada me gustó menos que su desprecio:
– ¿Has creado a Blanca? -preguntó.
– Sí.
– Por lo tanto, Blanca no existe.
– No, no existe.
– ¿Y a mí? -amplió la sonrisa-. ¿ Me has creado a mí?
– En cierto sentido -afirmé tras una reflexión-. Sí, en cierto sentido.
– ¿ En qué sentido?
– He contribuido a crearte un secreto -dije.
Me miró completamente seria de repente, y fue como si la luz de la tarde iluminara la palidez en sus mejillas. No hubo rubor, sólo esa emoción gélida.
– Eres el individuo más extraño que he conocido nunca -dijo-. Y he conocido a muchos, y muy extraños, incluyéndome a mí misma -sonrió débilmente-. Pero tú no pareces pertenecer a este tiempo, ni a este mundo. Debo decirte que los primeros días pensé que estabas enfermo. Ahora estoy totalmente segura de que es así, pero no creo que vivieras mejor si pudieras curarte -contempló pensativa el extremo final, rojizo, de su cigarrillo; el viento levantó con fuerza los bordes de su abrigo-. Y lo primero que aprendes en psicología es que una curación puede llegar a ser también una forma de enfermedad.
La tarde concluyó con rapidez. No nos hemos besado, no hubo despedidas. Quizás sí: ella volvió a mirarme en algún momento, los ojos brillantes por algo, una idea o una lágrima.
– Nuestro pacto sigue en pie -dijo-. Dos desconocidos.
Pero no nos hemos besado.
Un beso siempre extingue algo.
Y además, pienso en el espejo negro y curvo que te refleja cuando te acercas demasiado..