La tarjeta con la flor apareció esta mañana en mi buzón, tan sencilla que me asombra pensar en todo lo que significa.
(En la partitura: regreso. al tema; acordes en legatissimo que dejan paso a la segunda parte.)
Ayer sábado lo pensé mientras me vestía: ¿qué separa realmente a dos seres? La añoranza, el sueño de un encuentro próximo, premonitorio.
Mis nervios parecían sinceros: iba a veda, por fin, tras una espera infinita. Un encuentro es la única forma de unión: todo lo demás, aun la convivencia, nos separa. Eso he pensado mientras me vestía -camisa, corbata, traje oscuro- y miraba la hora y mi ansiedad aumentaba casi sin objeto, químicamente.
He salido con tiempo. Adquirí el ramo de rosas tiernas en una floristería conocida y cogí un taxi para ir al aeropuerto. ¿Qué otra cosa puede mantener la ansiedad del encuentro cercano? ¿Qué lugar mejor, qué atmósfera más propicia que el anonimato de los transportes públicos y de las grandes salas repletas de ecos y de rostros confusos para recibir todo el impacto de un regreso deseado? ¡Saber que ella me esperará! Era tan excitante que apenas podía pensado sin estremecerme de placer.
Repaso con los dedos los pétalos de las rosas y sus tallos peligrosos, interrumpo el silencio constantemente con el roce del plástico que las envuelve, consulto el reloj: su avión -invisible, imposible- llegaría a las cinco en punto. Ya casi eran las cinco: cinco minutos para las cinco. Cierro los ojos sobre la luna del reloj y pienso en ella.
Saber que hay alguien que me conoce y que sonreirá al verme entre un millón de miradas frías. Pensar: estará allí, y casi veda ya, encontrada ya, mientras viajo hacia ella lleno de deseo.
– A Llegadas Internacionales -dije-. Y todo lo rápido que pueda, por favor: su avión llega dentro de cinco minutos.
El hombre sonrió hacia el retrovisor: vio el ramo de rosas y percibió mis nervios.
– Pero no se marchará sin usted, hombre -dijo, divertido.
Contemplé el retrovisor, donde sus ojos me guiñaban.
– No -tragué saliva de puro placer-. No se marchará. Estará allí.
Baste con decir que en Barajas se hallaba la gente correcta, los rostros sincronizados con el desprecio justo, la ansiedad que despierta el tráfico inmenso de caras desconocidas, de abrazos que no nos pertenecen, de miradas confusas que nos traspasan, que no nos ven.
Debo decir: ella estaba… Pero no, porque se obró el delicioso milagro de contemplada sin saber que era ella: y, consciente de mi error, siguió inmóvil, sin hacer ningún gesto de saludo. Sin embargo, allí estaba, reflejada dos veces frente a los amplios cristales de las puertas de salida, solitaria. Qué decir entonces de su primera imagen consciente dentro de mí:.unir la ansiedad de no verla al principio y el instante preciso de hallada.
Ella, allí, esperándome.
Vestía una chaqueta rosada, del rosa llamativo de ciertos pájaros exóticos, con hombreras rectas y solapas y botones blancos; la falda se ceñía hasta un poco por encima de las rodillas; la silueta delgada de las piernas estaba cubierta por medias de un color crema tan suave que parecía blanco, pero sin la ofensa de la blancura. Sujetaba un pequeño bolso de mano y llevaba un sombrero de alas amplias que se inclinaba sobre su cabeza, rematado por una cinta rosada y una flor de artificio; bajo él, la mata de cabellos blancos bien peinada y recogida atrás. Traía el rostro velado a medias por sus gafas de sol. Sus labios se abrían en una sonrisa inmóvil.
La sonrisa del encuentro.
Viajeros que pasaban junto a ella la miraban con curiosidad: era una mujer elegante.
Y me esperaba. De entre toda la marea anónima de seres que no importan, ella, allí, elegante y sonriente, estaba dedicada a mi presencia.
Imaginamos frases de saludo que no hemos pronunciado (porque nuestro ritual exige silencio), pero el abrazo tuvo el mismo valor: el gesto, casi siempre torpe, que se recuerda toda la vida, la improvisación desmañada del cariño. Su sombrero se ladeó un poco mientras la estrechaba contra mí, su perfume me invadió como un recuerdo, sentí sus manos apretarse contra mi cuerpo. Llorábamos sin fingir, como si en verdad hubiera transcurrido un tiempo abrumador hasta ese momento. La besé sobre sus lágrimas y la vi sonreír débilmente.
El ritual no es una mentira sino la repetición de una costumbre creada en el silencio. Puedes escuchar esa misma música una y otra vez: cuanto más lo hagas, más te gustará. El verdadero problema es que nuestros placeres se resumen siempre en uno solo, unánime. Y vivimos y morimos creyendo que sólo existe un paraíso.
Creyendo que, ya que hay una sola muerte, la vida no tiene por qué ser múltiple.
Pero hay muchas clases de placer en el mismo placer y muchas clases de vida en la misma vida: lo pienso mientras caminamos abrazados hacia la salida, el ramo de rosas entre sus manos -manos enguantadas en blanco con guantes que se cierran con un broche en las muñecas-. ¿Cuántas veces hemos repetido este juego extraño? No lo recuerdo. Pero cada una -ésta ahora mismo- me parece única. Imaginamos frases pero también gestos; gestos y deseos. Nos acomodamos en el asiento posterior de un taxi invadidos de felicidad, con esa alegría que pronto se contagia, que se reproduce en otros o provoca la envidia, repleta de risas casuales. Menciono el nombre de un motel de carretera cercano a Barajas y le explico al conductor cómo llegar; quizás éste se intriga un poco, porque nos contempla -siempre desde el rectángulo del espejo transformado en un par de ojos- sólo por un instante pero con una fijeza insoslayable. Sin embargo, es lo mismo, porque un aura de libertad y de goce nos aísla: durante el trayecto nos envolvemos en abrazos.
Blanca se desnuda el rostro, aunque cierra los ojos: una de sus manos cubierta de seda sostiene todavía los cristales negros de las gafas mientras su brazo rodea mi cuello tras el respaldo del asiento; la otra me atrae por la nuca con lenta dulzura. La beso en la superficie de los labios y me empapa de rosa y de sabor a perfume. Enseñamos las lenguas y nos tocamos con ellas, los alientos se unen en una calidez central, mutua, que crea como una tercera boca que respirara. Ella recuesta su cabeza en mi hombro; el sombrero, desprendido, forma un círculo rosado tras ella, sus alas retiemblan con la brisa de la ventanilla.
Blanca ha cruzado las piernas, ofreciéndome la suave curva de malla de su muslo derecho por encima, bien descubierto. Sobre esa piel brillante deposito mi mano y aprieto hasta sentir que incluso su fuerte músculo obedece. No permitimos que esta caricia interrumpa el beso, el abrazo dulce, el ansia que ya no es fingida: porque hay un punto tras el cual dos bocas que se humedecen juntas crean un deseo aunque antes no existiera. Busco entonces más allá de la media, en el extremo del muslo: introduzco la otra mano por el borde tenso de la falda, la hago subir más, alcanzo los límites de su piel desnuda. Me deshago en el sabor de su lengua mientras acaricio la carne bajo la falda, el liguero recto y tenso, la
ausencia -que se hace exquisita, notoria- de otra prenda íntima. Todo me excita: pero no la caricia en sí, sino la presencia de ella -que sea ella a quien acaricio, aunque su tacto simule el de otras-, la mirada curiosa en el retrovisor y la fantasía que refleja, nuestro propio teatro y su transición suave hacia la realidad. No hay amor, ni siquiera un verdadero deseo: pero las consecuencias son iguales.
Y por fin el motel, en una desviación previa a Madrid, inmerso en un área de largas y civilizadas casas. Ella permanece sujetando el sombrero entre las manos y dando vueltas lentas por el vestíbulo mientras yo arreglo los breves trámites. El ramo de rosas descansa en la mesa de recepción, que es de madera oscura y rojiza: alguien lo ve y sonríe. Yo sonrío también.
– Una sola noche -advierto al recepcionista: un hombre maduro, vestido de negro, que finge desinterés de la misma forma que nosotros nos fingimos interesados; todos llegamos a creernos nuestros papeles.