– Sí, señor -afirma él sin sonreír.
No nos enseñan la habitación: simplemente nos dan la llave. Es espaciosa. Echamos las cortinas y contemplamos juntos la cama: amplia, sin adornos, apenas una cabecera barnizada. Hay una sola mesilla y un jarro sobre ella: Blanca se dedica a llenado de agua y coloca allí las flores. Todo lo hace con lentitud de oración pero sin interrumpirse: en ningún momento queda ociosa, no hay un solo instante en que su silencio sobrecoja, posee toda la dedicación exacta de los que nunca hablan.
Cuando por fin abandona las flores se desnuda. Se diría que sigue manejando flores: la chaqueta rosada, la falda de suave cremallera, las medias, la celosía blanca y dúctil del portaligas, todo cae sobre la cama con regularidad de nevada, en un silencio semejante a ella. Cada uno de sus gestos, aun los más naturales, tiene personalidad de ballet. La contemplo incansable, ya desnuda, mientras se tiende en la cama.
Se arrodilla frente a su propia ropa y, sin apartar las sábanas, se tiende desnuda por completo, bocabajo, el pelo suelto, y separa hasta el infinito las piernas.
Cierro los ojos. Los abro: esa pausa la ha transformado. La visión que ahora tengo de ella es totalmente distinta; su cuerpo parece un símbolo. Desde donde estoy, a los pies de la cama, distingo sus piernas separadas, tan separadas que casi cruzan la cama de lado a lado en ondulaciones de músculo tenso. Observo sus pies relajados, los dedos vencidos, situados en extremos opuestos, casi enfrentándose; las pantorrillas inmóviles; la esbelta contracción de los tendones en las corvas; los músculos del muslo ascendiendo suavemente, presagiando las esferas perfectas de las nalgas. Pero todo, aun el grueso desorden de la colcha o el cúmulo de ropa, converge en su mismo centro, ni siquiera en las temblorosas masas finales, ni siquiera en su separación, sino en la flor del estrecho orificio, ofrecido, revelado.
Más allá, su espalda y su cabeza oculta. La observo respirar.
Y lo más extraño: no encontrar obscenidad. Hallada así, en esta posición abierta, las piernas casi hendidas, su última oscuridad iluminada y roja, sin que exista violencia ni fuerza. Muy al contrario: una inmensa ternura parece depositada sobre su desnudez, corno un velo. La contracción de los músculos, que luchan por mantener esa abertura, ese ofrecimiento perenne hacia mí -mientras el tiempo transcurre con la lentitud del sol en la ventana-, no parece desagradable, ni siquiera esforzada: su propia voluntad silenciosa convierte toda esa molesta postura en algo natural, propio de su cuerpo.
(En la partitura: crescendo hasta el compás cuarenta y tres; entonces descenso leve y regreso al tema en pequeñas notas, con forza.)
Me acerco entre el desorden de la ropa acumulada corno tras una primera noche de amor; me acerco buscándola, buscando ese centro hacia el que todo señala. Me arrodillo entre sus piernas y contemplo esa mínima oscuridad. Desnudo mi cintura, mis muslos. Compruebo mi excitación, pero no es sólo su cuerpo ni el acto de su entrega: se trata sobre todo del ritual, de esa profecía cumplida del encuentro con ella y este postrer ofrecimiento completo.
Me acerco a su indefensa tensión: dejo caer mis manos sobre las sonrosadas cúpulas de sus nalgas; me inclino hacia su piel. Pienso que la estoy modelando: fabrico la redondez de esa carne con un gesto constante, enloquecedor, de las palmas de mis manos abiertas. Cuesta darles forma, tersura, enrojecimiento. Ella respira con fuerza, su cabello blanco abatido sobre la espalda y la almohada, el rostro hundido en las sábanas. Continúo apretando su carne firme, esas nalgas espléndidas y abiertas, y con los pulgares aparto sus curvas y descubro más el rojo interior.
Me tiendo entonces sobre ella, con cuidado: es un cuerpo pequeño, desnudo, joven; parece exánime, pero su tierna respiración le traiciona, así que cualquier brusquedad resulta un exceso. Me tiendo, vibrando de placer, sobre su espalda, apoyando mis manos en la cama, equilibrándome sobre la deliciosa suavidad de su piel. Mi sexo, sin embargo, no busca su interior. No: no se trata de consumar nada. Queda atrapado con incomodidad entre sus glúteos, señala endurecido hacia la concavidad delicada de su lomo. Le entrego el peso de mi cuerpo por fin: ella cierra los puños sobre la colcha.
No hace falta casi nada más: al abrazar esa figura cálida, delgada, al sentirla, ya en el extremo final de toda una tarde de ansias, no necesito ni siquiera de mis gestos. «Oh, por favor», pienso cerca de su pelo blanco, como si lo susurrase en su oído, «quédate así, déjame creer por un instante que esto es cierto.» Sus nalgas se abren como manos, corno algo tibio que envolviera mi placer -quizás mejillas, o labios, o pechos mórbidos-. Apenas nada más: jadeo, gimo sobre ella con los ojos cubiertos, vivo un instante -el instante exacto, cegador, en que mi orgasmo escapa- la fantasía de hacerle el amor, el sexo fingido corno nuestro encuentro o nuestros besos; transformo mi masturbación sobre ella en algo mutuo, y ella me ayuda con sus gestos fuertes, la contracción de todo su cuerpo al sentir que la riego con mi placer, sus brazos, que sujeto con fuerza de violación, sus espasmos, durante los que crispa las nalgas como si recibiera latigazos.
Al apartarme, aún jadeante, mi sexo permanece unido a ella por lentas gotas blancas que se derraman sobre su vértice, entre las piernas. Distiendo sus nalgas y juego con la caída lenta de la esperma por entre ellas. Blanca, Blanca, silenciosa, manchada, poseída.
Disfrutar teniéndote sin tenerte: eso es el placer eterno.
Todo lo sucedido ayer, en nuestro ritual del encuentro, me ha suministrado la inspiración precisa para la nueva carta que he compuesto sobre la vida onírica de Chopin en Valldemosa, dirigida a Pleyel. Fue así:
«Valldemosa,1839.
Mi querido amigo: en mi celda adornada de rojo, dentro de mi roja enfermedad, vuelvo a soñar. Escuche con indulgencia mi fantasía, desbordada por la crecida de la fiebre. Imagino dos mujeres inexistentes.
A la primera la denomino La Que Siempre Huye: de ésta sólo observo su espalda y un largo vestido de gasa y tul con lazos azules como el cielo de verano que tanto añoro; es espléndida, y promete ser hermosa, pero nunca muestra su rostro: se aleja por el inmenso pasillo de piedra cercano a mi celda dejando un rastro de algodón y perfume mientras huye. Otros dos detalles: lleva el pelo tenso en un moño y sostiene un largo abanico cerrado en la mano derecha.
Pero nada consigo al perseguirla, aunque muchas veces lo intento: y cuando resulta inalcanzable es más hermosa, porque por delante -compruebe mi desvarío- sólo es un molde hueco de sí misma, carece de rostro, está vacía y su silueta se compone de maderas finas, curvas y barnizadas como las que forman el cuerpo de los Guarnieri o los Stradivarius.
A la otra mujer que percibo la he llamado, por contraste, La Que Siempre Se Acerca. Se muestra de continuo frente a mí, indecentemente desnuda, y su hermosura sólo es superada por los lascivos pensamientos que me provoca. Lleva también el pelo recogido atrás, y su rostro sin sonrisa es tan hermoso que parece sagrado. Separa un poco los brazos y extiende las manos, como pidiendo recibirme. Un detalle obsceno: en el triángulo suave del pubis brilla su piel sin rastros de pelo.
Al contrario que la anterior, ésta siempre es fácil.
Pero de nada sirve su posesión: aunque representa todo lo que deseo, al abrazarla envuelvo un cuerpo vacío, pues desde el centro exacto de su cabeza parte una tajante división que la despoja de toda la mitad posterior del cuerpo. Por delante es esa figura de pechos sublimes, carne suave y rostro enloquecedor, pero por detrás posee los mismos límites vacíos que la otra, idéntico barniz de violín.
La Que Siempre Huye. La Que Siempre Se Acerca.