– Repítelo, pero más lento -indico.
No la oigo: la observo mientras lo hace, eso es oírla.
Sus vaqueros ceñidos, los pies sobre los pedales, el jersey holgado que a pesar de todo revela la repentina impronta de los pechos. Observo su laboriosa concentración, la ausencia de paz en todos sus músculos.
En el buzón, una propuesta prematura: se trata del folleto de una exposición en el Centro de Arte Reina Sofía. Blanca lo ha escogido como escenario de nuestro próximo ritual. Un pequeño trozo de espejo cae al suelo cuando abro el folleto: lo veo romperse con un sonido pueril.
No sé por qué estas anotaciones se han hecho indispensables: quizás porque era necesario. Ahora pasan pocos días sin que escriba mis impresiones junto a las partituras que estudio. Sentía cierto deseo de reflejarme en algo, porque la servidumbre de la música consiste en que siempre te olvida, seas intérprete u oyente, te deja solo, volcado en ella misma, poseído por ella. Así que es preciso expulsar a los demonios.
Lázaro no ha querido venir al gabinete psicológico, como era de esperar, y yo no he deseado insistir: me he limitado a comentárselo y lo he abandonado casi sin aguardar su negativa. Fue ayer tarde, en mitad de mis lecciones particulares a un intrépido aficionado de doce años de edad, cuando percibí el leve disparo de un portazo por encima de las notas de la sonatina de Clementi. Distinguí la silueta de Lázaro a través del esmerilado amarillento de la puerta como inmersa a gran profundidad: sus vaqueros, los zapatos deportivos, el jersey. Me excusé con mi alumno y abrí la puerta llamándole. Se volvió sin voluntad al final del pasillo: cargaba una mochila añil llena de correas y venía jadeante. Simplemente le dije:
– Te he conseguido cita en una consulta de psicólogos.
– Bueno -se encogió de hombros.
– ¿Vas a venir?
– No -respondió en el mismo tono susurrante y débil, con la misma tranquilidad.
– Deja de fumar porquerías -le advertí sin mirarle y cerré la puerta.
Y hoy por la tarde, tras las clases, preparado como para una cita imaginaria, he acudido a la bocacalle de Princesa. Estuve esperando hasta el anochecer, repleto de paciencia, divertido con mi propia sorpresa. Cuando la vi salir descubrí estúpidamente que era a ella a quien esperaba. Al pronto no la reconocí, ya que vestía un conjunto negro de traje y pantalón que le otorgaba un aire de seria elegancia, pero su compacta melena rizada me puso en guardia. La miré justo hasta abordarla: su forma de andar, decidida, con pasos amplios, la fuerza femenina de sus gestos, su abandono, la manera de asegurarse el bolso bajo el brazo. Sin embargo, ya junto a ella, al decir «doctora Arcos», bajé los ojos.
– Ah, hola -dijo-, qué tal. ¿Y su hermano?
Le conté la verdad: que no había querido venir y que yo, fiel a sus mismas indicaciones, no había insistido. Estábamos hablando en mitad de la acera, rodeados de tráfico y gente, y el silencio que surgió apenas tuvo oportunidad de resultar incómodo. Ella parecía querer hablar de Lázaro, pero la detuve con una sonrisa:
– Por cierto, antes de que me olvide. Se me ha ocurrido traerle algo.
Hurgué en el bolsillo de mi impermeable y saqué el casete. Se lo mostré: no traía portada sino una cartulina con notas manuscritas a lápiz. Ella lo contempló con una expresión que me hizo sonreír aún más.
– Son los Preludios -dije-. Una grabación pirata de un recital que di en el conservatorio hace un año…
Lo cogió con las dos manos, con toda la ceremonia del que acepta una valiosa ofrenda, y abrió mucho la boca.
– Gracias, gracias de verdad -dijo-. Lo grabaré y se lo devolveré en cuanto pueda…
– Es para usted. Tengo varias copias: muchas más que amigos a los que regalárselas.
Sonreímos y ella volvió a caminar mientras guardaba el casete en el bolso y me agradecía de nuevo el detalle, pero había en su voz un tono distinto de alerta: supuse que estaría preguntándose qué era lo que yo pretendía en realidad. Procuré tranquilizarla diciéndoselo de inmediato:
– Pensé que quizás aceptaría tomar un café conmigo, si no le parece demasiado tarde…
– No puedo, lo siento -contestó enseguida y con tanta rapidez que me pareció que recibía invitaciones diarias y que ésa era su respuesta aprendida. Yo repliqué que no importaba, que lo dejaríamos para otro día, y ella, casi al mismo tiempo, se detuvo, consultó su reloj (engarzado en una muñeca absolutamente fina) y volvió a hablar igual de rápido- O si no… Bien, bueno, de acuerdo. ¿Dónde?
La cafetería estaba cerca y poseía la oscuridad secreta de una iglesia: ocupamos una mesa roja y opaca como unos labios pintados, cerca de la barra. La luz caía sobre ella como sobre un velador de tahúres. Verónica Arcos se despojó de la chaqueta y descubrió un jersey de cuello de tortuga fruncido de color crema, tenso en el torso por la proyección de los pechos. Su cintura mostraba un angostamiento que debía de ser casi molesto: un fuerte cinturón de enorme hebilla dorada la ceñía como un corsé en violento contraste con la amplitud de las caderas. Juntó las manos sobre la mesa, manos grandes pero herniosas, de uñas bien cortadas y sin pintar, y empezó una conversación profesional y veloz que parecía improvisada para conjurar cualquier instante incómodo. Habló de Lázaro: dijo que comprendía su rechazo perfectamente, que eso evidenciaba el miedo que tenía a pertenecer al mundo adulto que le rodeaba; dijo que los jóvenes come él necesitan protección frente a una sociedad que les abandona o les invita a destruir sus vidas. Yo la tentaba con murmullos de asentimiento para conseguir que su conversación fuera inagotable. Mientras tanto la observaba: sus dedos largos y fuertes torturaban la bolsita de azúcar del café, que permanecía intacta. En ocasiones se llevaba la mano derecha al pelo y lo desplazaba hacia atrás con un gesto innecesario, ya que en ningún momento sus rizos llegaban a molestarla. Me pregunté muchas cosas mientras la contemplaba, y quise responderme que no estaba casada, que quizás era divorciada, o quizás naufragaba entre los restos de un lío sentimentaclass="underline" el deseo de saber si vivía sola me recomía por dentro. Sin querer, comencé también a gesticular, como si tradujera sus palabras a un grupo de sordomudos: me arreglé con indiferencia el pelo, que casi siempre llevo revuelto y largo, deslicé la yema del índice por mi bigote secular, me removí en el asiento cuando ella lo hizo y sentí un sudor frío en la espalda, una absurda inquietud interior, al percatarme de que no la estaba escuchando, como si mis oídos fueran de algodón. Sin embargo, en un momento determinado capté realmente sus palabras: creo que hablaba de la sociedad cuando lo dijo, y fue esto:
– Nos dedicamos a perseguir a ciegas el placer.
No puedo explicar por qué, pero me vi en la fisiológica necesidad de replicar algo. Me encogí de hombros y abandoné por un instante aquel laberinto de gestos para decide:
– Bueno… Perseguir a ciegas el placer no es perjudicial.
Se detuvo en el instante de beber un sorbo de café, con los ojos por encima de la curvatura blanca de la taza: aquellos ojos aislados de su rostro me recordaron los de un ciervo sorprendido.
– Estoy de acuerdo -asintió-. No digo lo contrario, pero…
– Chopin, por ejemplo, perseguía a ciegas el placer con su propia música -continué sin mirarla-. Y es que no hay otra manera de obtener el placer absoluto: únicamente a ciegas…
– ¿Por qué? -preguntó con curiosidad.
– No somos capaces de contemplarlo -dije.
Sonrió. Parecía interesada y confundida a un tiempo por mi repentina intromisión. Sin embargo, en el fondo de aquellas expresiones percibí una conformidad oculta.
– ¿No somos capaces de contemplarlo? -repitió con exactitud, divertida.
Rehuí la explicación, pero quise continuar: