Estamos preparados para traspasar por fin esa barrera imaginaria que hemos ido creando, el falso azogue que nos separa.
Escogemos uno de los ascensores exteriores: por los curvos cristales entra al principio casi todo Madrid desde la altura y el aire azul de una mañana bonita y otoñal, y por fin las casas grises y las aceras pobladas. Bajamos, frente a frente, al principio en solitario, ambos recostados en paredes opuestas, y empezamos a acariciarnos: en ella el movimiento recoge la faldita negra hasta casi las caderas. Observo sus muslos juntos y trato de imaginarme su placer -que es el mío- humedeciéndola, su mano deslizándose como haría la mía en ella, entre la ternura del interior de sus piernas, las rodillas muy juntas. Allí, en sus gafas de sol, distingo guardada una convexa miniatura de mi cuerpo reflejado.
El ascensor se detiene a media altura y entra gente. Un hombre se coloca entre nosotros, calvo y delgado como un fiel de balanza, y arruga el pequeño rostro al contemplar los tanteos de Blanca.
Seguimos descendiendo entre cristales trasparentes como figuras de escaparate; el ascensor es una noria sin vértigo que nos posa lentamente en la ciudad. Inmóviles, el uno frente al otro, continuamos mirándonos; pero la gente enturbia el reflejo. Por un instante imagino nuestro doble orgasmo: gemir con un solo gemido, quizás abrir una sola boca. Eso también es amor. Lo murmuré de nuevo -te amo- y te vi susurrarlo a lo lejos. Pensé: «Cuánto te amo. Somos los únicos habitantes de un mundo repleto de belleza, y por un instante sale el sol sobre nuestra tierra y nos contemplamos en absoluta soledad».
Salimos del Centro de Arte y caminamos distanciados hacia la calle; pero nuestra distancia es mera ficción, porque las miradas, que no se separan, nos acercan más que los abrazos de otros. Las aceras del Paseo del Prado nos permitieron alejarnos paralelamente: las palomas jugaron con nosotros y se apartaron a la vez de nuestros pies. Blanca cruzó entonces la avenida y continuó caminando más allá, lejana, aunque hasta el último momento pude observar que su cuerpo imitaba al mío. Soñé después, al perderla, con que el reflejo continuase, como la sombra que se ausenta con la luz pero sigue bajo los pies, dócil, sumisa, silenciosa. Mi sombra blanca.
(En la partitura: cambio de tema, agitato, rápidos arpegios de. la mano izquierda, tumultuosos.)
A veces una pesadilla no me enfada si hay algo en ella que pueda resultar hermoso: pero esta noche todo ha sido oscuro y he despertado lleno de sudor y casi borracho de sueño malo. Sin saber qué hacer, recordé el ritual de ayer sábado, me excité sin remedio ante la evidencia de las imágenes y regresé al piano en medio de la tiniebla. Ahí guardo mis notas de Valldemosa; cogí la pluma y las completé:
«En 1838, Chopin viaja a Mallorca con Aurore Dudevant, de soltera Dupin, cuyo seudónimo literario era George Sand, y se hospeda por unos meses en el monasterio de Valldemosa, donde termina de componer los Preludios.
Imagínalo tocando en la oscuridad del convento.
Imagina, por ejemplo, que interpreta la misteriosa melodía del Nocturno en si mayor, opus 9.
Puedes pensar que la ventana, la única ventana de su celda, se halla abierta, y que por ella penetra el resplandor platino de la luna. Pero también puedes imaginar unos barrotes, rotos a intervalos irregulares de tal forma que la luz lunar, al pasar por entre ellos, fabrica sombras que son como párrafos interrumpidos o columnas de versos incompletos.
Y ahora imagínala a ella, a George Sand, paseando desnuda mientras le escucha tocar: sobre su cuerpo, iluminado por la luna, se trazan las rayas dispares de las sombras.
Su cuerpo desnudo y cubierto de azul plata, franjeado de líneas negras.
Imagínala así como un tigre nocturno.
Imagínala paseando desnuda mientras Fryderyk termina de ejecutar el opus 9, número 3. Piensa en esas líneas de tigre prestadas por la luna y las sombras.»
La visión me hizo componer algo misterioso. Pero después, recordándolo sin los resabios del sueño, ha dejado de gustarme.
Ritual del castigo
(En la partitura: andante cantabile, comienzo semplice e tranquillo, ritmo de tresillos en la mano izquierda.)
He tocado hasta permitir que el recuerdo me invada, pero ha sido tan a traición que apenas lo supe hasta que se hizo concreto dentro de mí, casi visible. Me sumergí en el primer Nocturno, opus 15, hasta regresar a mi infancia, pero en silencio. No puedo decir nada de mi infancia -¿y quién puede?-: la felicidad no estaba inventada; las lágrimas eran gotas vacías; había dolor, y juego, y soledad.
Transcurrieron muchos años antes de Lázaro, que fue el resultado no del todo deseado de un segundo matrimonio de mi padre. Para mí, muchos años de ideas, de deseos, de ansias que aguardaban su momento.
Una tarde escuché un piano: eso decidió mi profesión. Su sonido me invade ahora: era un piano tan antiguo que sus teclas poseían voz doble, la nota musical y el quejido de la madera. Sonido de madera, madera dulce, olor a música vieja por toda la habitación, melodía de madera que se alzaba como una fragancia. Oigo ese piano en mi recuerdo: al mismo tiempo melodía y golpes, pasos de gato sobre el teclado, crujidos bajo la trama musical.
Elisa llegó puntual, como siempre, pero casi podría decirse que se materializó entre las sombras. Incluso su forma de tocar el timbre fue discreta. Me acerqué a la puerta en zapatillas, abrí y vi oscuridad: ella estaba envuelta por esa tiniebla, sus gafas lanzando breves destellos. Le dejé paso, nos saludamos, observé su vestido y quedé atónito: una larga camiseta hasta la mitad de los muslos, rebeca ultramar, calcetines y zapatos de deporte. Aplastaba las partituras bajo el brazo y parecía deseosa por empezar: se despojó de la rebeca, se sentó frente al piano y comenzó el estudio de Czerny con grandiosa tranquilidad.
La observé: queda desprotegida cuando toca. Sus manos no pueden envolver los pequeños pechos, las piernas se mueven ante la mirada, se descubren los muslos mientras pisa los pedales. Queda tan abandonada que se vuelve peligrosa.
Sus padres saben mucho de este peligro: antes de recibida como alumna yo mismo sufrí un examen. La madre es culta, una mujer de mundo, ha vivido en Francia, o es medio francesa, o tiene parientes franceses, aunque su acento es muy español; esconde el verdadero color de su pelo hasta un punto que parece que ni ella misma lo recuerda, pero la última vez que la vi lo llevaba dorado mate; sin embargo, la hija ha salido a ella en la serena belleza del rostro. El padre es un negociante suspicaz: vino tan sólo la primera vez y dejó que su esposa se mostrara encantadora y refinada mientras él se dedicaba, con sus ranurados ojos engastados en dos bolsas de grasa, a espiarme y espiar mi alrededor: los diplomas y cursos enmarcados, la calidad del piano en el salón, mi forma de hablar o gesticular; valoraba el estuche donde pensaban depositar su querida joya. Sin embargo, en ningún momento hubo tensiones: llegamos a un breve acuerdo y en la siguiente visita el padre fue sustituido por la propia Elisa. Pero esto ya es sólo una anécdota sin importancia: la rutina regresó con lentitud, e incluso ella, a sus trece años -ahora tiene catorce-, se convirtió en una alumna más. No me equivoco: ella era una alumna más, pero no se resigna. O quizás su excepción anida en mí, o en algún espacio invisible entre ambos. Es posible, muy posible, que ella desconozca que no es sólo una de tantas alumnas. Yo tampoco me considero culpable a ciencia cierta: fue una revelación, creo que mutua.