José Carlos Somoza
Silencio De Blanca
Ritual de la rosa (1)
(En la partitura: un grupo de seis corcheas inicia el tema, larghetto espressivo, piano.)
Los dedos deberían acariciar con suavidad, apenas el roce de los extremos, como de puntillas, sin brusquedades, las muñecas flexibles, las palmas ahuecadas: transformar entonces esa caricia, imperceptiblemente, en cuatro breves toques; al repetir, con ligereza, jugar sobre el mismo punto, cosquilleando casi, hasta terminar en el remanso de blanca. La otra mano, la izquierda, apenas se mueve: palpa y traza círculos sobre la superficie en un lentísimo masaje, casi levitando, como si quisiera percibir el calor de una piel sin llegar a tocarla o distinguir las palabras recibiendo en los dedos el aliento que las produce. Esa mano no debe variar, forma el dulce tejido que envuelve el cuerpo, crea la figura. La figura.
Me esperaba sentada en el banco con las piernas cruzadas: esa imagen regresa tantas veces a mis ojos que parece permanecer, pero es sólo un recuerdo. Yo me acerco por la vereda junto a los árboles, ahora salpicada de hojas amarillas. Ella me espera en el banco, naturalmente solitaria. Este sábado vestía un brevísimo gabán acharolado bajo el que despuntaba no mucho más allá el borde último de la minifalda; entonces las botas negras, cortas, hasta los tobillos; sus piernas no estaban desnudas, pero lo parecían: las medias cobraban forma mientras me acercaba, reflejos en sus rodillas, reflejos en la delgada silueta de los muslos; el cabello casi de nieve, suelto, ocultando su rostro. Me acerqué pero me detuve un instante antes de sentarme junto a ella, pensando en lo que iba a hacer: ¿cómo expresar el amor en silencio, sin invasión, un amor de palabras creadas con los gestos? Cuando me hallo frente al piano, como ahora, me parece que resulta sumamente sencillo con la música: no hay lenguaje pero lo hay, no existen palabras pero se escuchan voces, algo habla en nuestro oído como en los sueños de un loco. Sin embargo, en aquel momento no lo recordé: mi ansiedad me llevaba a desear que todo saliera bien, o mejor aún, que todo saliera muy mal, porque eso me condenaría a repetir.
Me acerqué por fin. Una pareja también se aproximaba, aunque en dirección opuesta: nos cruzaríamos en el banco, frente a ella. Eran jóvenes: él llevaba cazadora a rombos y ella un anorak blanco; no se miraban ni nos miraban: cada uno parecía interesado por un lugar diferente del parque; sin embargo, entrelazaban sus manos mientras caminaban. Eso me dio la idea: el tacto, claro; el tacto a ciegas, la conciencia de estar juntos como la conciencia de los latidos: ahí, aunque oculta, perenne. ¡Eso ya era una expresión sin palabras! Pensé que tendría que aplicar aquella lección entre nosotros.
Llegué hasta el banco y me senté junto a ella: un aroma a flores distintas me alcanzó con la brisa fría que removía las hojas; era lo justo, no me sentí incómodo. Ella no se había movido: seguía con las piernas cruzadas, descubiertas, el pelo blanco ligeramente desordenado, la visión fugaz de las esquinas de sus gafas de sol; ahora también observaba el pequeño bolso en su regazo. ¿Dónde estaría la flor? «Quizás la oculta, o quizás no la ha conseguido», pensé. Sin embargo, una flor era necesaria: la imagen que nos inspiró el ritual, el Amor generoso de Lucas Waltzmann, que ahora contemplo frente a mí, en la pared opuesta al piano de cola del salón, consiste en dos figuras azules al estilo de Picas so, con cierto aire circense; una le entrega a la otra una flor, y esta ofrenda es lo importante porque el artista ha cortado los rostros por la mitad; dos seres anónimos y asexuados cuya única importancia estriba en dar y recibir.
Lo primero que hice fue contemplarla detenidamente. Recuerdo que me pregunté cuál tendría que ser mi siguiente paso: ¿cómo expresar el amor en silencio? Pensé en el deseo. El silencio del amor es el deseo. O quizás debería decir que todo silencio lleva implícito un deseo, y por ello una ofensa. El simple hecho de mirar, ¿acaso no es ya una intromisión? Ante una mirada, un cuerpo siempre se muestra desnudo.
Yo miraba su cuerpo desnudo.
La espalda recostada sobre la débil curva del banco, una S invertida; las manos sobre los muslos; las piernas delgadas, juveniles; la delicada silueta de una adolescente ya desarrollada; y su pelo, lacio, intensamente blanco, intensamente extraño. Persistía en su indiferencia, las piernas cruzadas, el rostro resguardado por los cabellos. Pensé en una amante primeriza necesitada de exquisita lentitud, incluso de cierto grado de distancia.
Dios mío, la quise tanto en aquel momento.
No supe por qué, pero fue quererla de esa manera y saber casi de inmediato y con absoluta certeza que la había dañado: hay un algo de agresión en todo sentimiento. Y, por lo mismo, deseé llorar. Era como si la fuerza de mi deseo la alejara de mí, como esos nadadores torpes y nerviosos que se adentran cada vez más en el mar mientras bracean frenéticamente intentando llegar a la orilla. Así pues, mirar no bastaba: mirar en silencio, deseando, es alejar, distanciarse, añorar desde algún punto solitario; y ésa no es la expresión silenciosa del amor, porque no llega, no alcanza, se agota en ese deseo lejano. Era preciso hallar algún gesto de intercambio, pero ¿cuál?
Fue la casualidad de aquella pareja, que caminaba sintiéndose a ciegas, lo que me sugirió el primer movimiento: extendí mi mano izquierda y toqué la derecha suya, tan fría.
Ella se dejó hacer con un abandono que me afectó: abrió la mano y recibió la mía sin apretarla. Aún no me miraba, y yo no esperaba que lo hiciese: realmente nuestros ojos no importaban, el artista había cortado los rostros por la mitad y las figuras eran ciegas. Atraje su mano hacia mi cuerpo sintiendo sus dedos delgados como marfiles y los débiles tendones inquietos. La deposité sobre mi pierna y la entrelacé. Permanecí un instante así, cerrando mi mano sobre la suya, pero no logré compartir mi calor: continuaba helada, como de cristal. Algo en esa obstinada frialdad llegó a excitarme: pensé de repente, con esa rapidez con la que 'todo acude y huye de nosotros, con esa fugacidad que convierte hasta lo más solemne en pura intrascendencia, que ese frío de su mano era el frío de su cuerpo, y que el frío de su cuerpo obedecía a que se ocultaba desnuda. Pensé que sólo llevaba encima el gabán de brillo de charol, la breve minifalda y las medias, pero nada más: la tarde de octubre se había depositado sobre su piel convirtiéndola en mármol tierno, en dulce estatua de parque. Y fue como tocar de repente las aristas de una joya y sentir el deseo de robada: un deseo infinito de posesión. Su mano derecha cerrada en la mía, muy fría, los dedos delgados, las uñas muy recortadas, sin pintar, casi un modelo a escala de su propio cuerpo frío y delgado, parecía pedirme que prosiguiera.
Apoyé entonces mi mano derecha en su muslo; acaricié con torpeza la malla lisa de la media, la suave curva del músculo, el redondeado promontorio de la rodilla. Quise descruzar sus piernas con un gesto, y ella entendió y obedeció: separó los muslos hasta que mi mano dejó de presionar y permaneció así. Un ligero ángulo en uve de sus muslos convergía hacia el centro de la pequeña falda, que se había tensado.
Obediencia: ahí estaba el peligro. En esa dejadez se hallaba el riesgo.
Dar no es tomar: ella da en espera de que yo respete, ése es el sentido del ritual. Mi forma de aceptar lo que ella ofrece consiste en respetar su ofrenda.
Descubrí la flor junto a su muslo izquierdo, sobre el banco: el gesto de des cruzar las piernas la había revelado. Era una rosa, y parecía recién cortada. Destacaban dos o tres espinas en el tallo, los pétalos se hallaban muy juntos y eran demasiado pequeños. No era una flor bonita, pero no importaba: se trataba de mi premio.
Ella no me miraba: permanecía con el rostro vuelto, los cabellos blancos rozándome. Ofrecida. Durante un instante ese ofrecimiento infinito me trastornó y no supe proseguir: cerré los ojos sin apartar la mano de su muslo derecho, tenso. Gritos de niños y ruidos de barcas me llegaron desde el gran lago cercano. «Te amo», pensé, pero de nada sirvió. Me sentí torpe.
Deslicé entonces mi mano derecha por su pecho: el gabán parecía su propio cuerpo, y me reveló lo que ya sospechaba. Comprendí que, en efecto, se hallaba desnuda. Al tacto comprobé varias veces lo ceñida que se encontraba la falda en la cintura: estaba seguro de que no había ropa interior. Por un instante me sorprendí de que la gente que paseaba ociosa frente a nosotros no lo descubriera también.
Qué obsceno me pareció entonces tocarla: las caricias eran casi imaginarias, porque en ningún momento sentí su piel real, salvo en la mano, pero toda caricia imaginaria -lo supe de inmediato- es terriblemente obscena, toda barrera es justo lo más vulnerable. Porque contemplar su desnudez no es comparable a suponerla, y porque su abandono entre mis manos invitaba al error: semejante a ciertas músicas, su propia facilidad escondía un poderoso desafío.
Por fin, descendiendo por su falda, busqué la piel bajo ella, introduje los dedos con improvisada brusquedad y apreté su muslo con algo más que la simple presión, con algo más que el deseo de que la carne muscular, tensa, se venciera bajo mis dedos, con algo más que el tacto. Fue un error.