Tantea en las aceras: la inexperiencia la obliga a caminar con tal lentitud que tengo que entretenerme en disimular frente a varios comercios para no alcanzarla y terminar el juego. Tampoco sé lo que haré: existe el acuerdo tácito, que se ha hecho costumbre, de que será algo violento, inesperado, humillante; pero la perenne amenaza de testigos me impulsa a ser prudente y aguardar la mejor ocasión.
La vi llegar hasta una esquina y situarse frente a un paso de cebra, rechazando con silenciosa amabilidad los ofrecimientos de varias personas para ayudada a cruzar. La calle, próxima a Recoletos, es concurrida pero pequeña. Me acerqué hasta una distancia que a nadie intrigó y me entretuve en contemplar su silueta inmóvil. Justo entonces comenzó la lluvia.
Fue como una improvisación más en nuestro rituaclass="underline" al principio breves gotas, después un recio aguacero. Alguien -un hombre elegante y apresurado de aspecto extranjero- se acerca a Blanca y le dice algo: entonces ella se deja conducir dócilmente hasta la protección de una cornisa cercana a la mía. El hombre la abandona, y pronto la calle se convierte en un río negro de coches inmóviles y gente que huye. La contemplé: se hallaba a dos metros de distancia de mi mano derecha, tranquila, erguida, con las hombreras de su traje manchadas de lluvia, los dedos enguantados sobre el extremo del bastón.
Todo se transforma en una neblina fugaz, como el tránsito hacia el sueño.
(En la partitura: piu mosso en crescendo hasta llegar a un appassionato fortísimo.)
Es la hora de mi propia ceguera: la calle a nuestro alrededor se vacía pronto; sólo una pareja de jóvenes escoge la cornisa más cercana para protegerse de la salvaje fuerza de la lluvia, pero no importa. Me acerco más a esta muchacha ciega, que no me conoce, que no me espera -y en algún instante esto puede llegar a ser cierto-, con los zapatos negros y altos tan mojados, su extraño y elegante traje de luto, su porte distinguido y la excitante evidencia de su indefensión.
Me acerco y ella lo nota: no sabe quién soy, aunque me supone en toda presencia repentina; su rostro se alza, con las grandes gafas negras, los labios muy rojos y entreabiertos, la expresión preocupada de una dama solitaria, aunque confiada. No puede verme, pero me mira con exactitud.
Me acerco y permanezco adrede muy próximo a ella, mientras a nuestro alrededor las aceras estallan con la lluvia. Estorbo su cuerpo, la empujo levemente, se tambalea sin peligro, su lengua repasa cándidamente los labios, baja de nuevo la cabeza con cierta resignación inconsciente. Permanezco así, a una distancia tan íntima de su cuerpo que ya todos los que pueden vernos nos suponen juntos. En un momento dado, llevo mi mano abierta hasta su trasero y aprieto con fuerza sobre la falda: está desnuda, es fácil descubrirlo. Si la lluvia la empapara, ni siquiera el vestido podría ocultarla por más tiempo: dibujaría su cuerpo como otra piel. He oído su respiración, pero no ha gemido siquiera. La sorpresa de sentirse tocada de repente la impulsa a moverse: da dos breves pasos pero se detiene y retrocede. Manoseo su culo sobre la falda una y otra vez, y mi ímpetu la empuja de nuevo hacia delante. Entonces la abandono. Ella no me abandona a mí.
Miro a mi alrededor: hay bares cerrados, comercios oscuros, un portal y una cabina telefónica, todo bajo la agresión de la tormenta. Entonces, sin prevenirla, la cojo con fuerza del brazo izquierdo y avanzo hacia la calle desprotegida. Al moverla casi resbala sobre sus tacones, pero no me preocupo demasiado y de un tirón la hago avanzar. La pareja de jóvenes ya se ha marchado, corriendo de cornisa en cornisa: mejor así. Tras un breve instante de lluvia recia entro con ella en la cabina telefónica cercana. Al cerrar la doble puerta percibo aún más la tremenda humedad de nuestras ropas empapadas. Fuera, tras los rectángulos de cristal protegidos por anuncios, el mundo ha empezado a derretirse en negro; la gente sólo existe cuando alguna luz la ilumina, pero incluso entonces todo se resuelve en breves siluetas. Me arriesgo a pensar que, al menos durante un instante, dispondremos de intimidad.
Por supuesto, no hablamos: la empujo de cara contra una de las paredes de cristal y sus gafas golpean el vidrio; se aplasta contra él y eleva los brazos, las manos enguantadas arañan siempre en silencio la superficie; el bastón de ciega resbala dos veces y choca en dos esquinas.
El lugar no deja suficiente espacio para nuestros movimientos, pero tampoco necesito demasiados: me uno a ella con la misma fuerza que ella lo hace con el cristal; mi mano derecha atrapa su cintura y la sujeta, percibiendo el mecanismo creciente de sus jadeos; la mano izquierda tantea su falda con violenta torpeza, la desgarra tirando con fuerza desde el grueso imperdible. Ella, inmóvil, de espaldas, no se protege.
Vigilo el cristal opuesto: algunas figuras se acercan. Abandono su falda un instante, simulo abrazarla, descuelgo el auricular, las figuras toman forma, pasan junto a nosotros, nadie nos observa, o quizás alguien, pero nuestra ternura no les interesa.
Cuando se alejan, vuelvo a empujarla y le arranco la falda del todo, aunque la presión de mi propio cuerpo contra ella impide que la prenda se caiga. La estrechez de la cabina se llena de vaho y empezamos a respirar nuestros propios jadeos. Imagino hacer sexo bajo sábanas de acero, en pulmones artificiales, o en alguna profunda máquina submarina: violar a Blanca entre los abismos negros del océano.
Sus nalgas están ahora descubiertas: la debilísima luz de la calle las muestra como dos hermosas semilunas gemelas; las rayas negras del portaligas cruzan en vertical su carne tensa. Ella se aprieta aún más contra el cristal. Con la mano izquierda golpeo el interior de sus muslos, separándolos: Blanca colabora de forma tan dulce que casi parece burla, y abre las piernas todo lo que permite el pequeño espacio que ocupamos. Pero vuelvo a golpear el interior de nailon negro de sus muslos, cada vez con más fuerza; ella se equilibra a duras penas sobre los tacones, golpea la puerta metálica con un pie, se aturde por no poder abrirse más, flexiona un poco las rodillas y proyecta toda su intimidad hacia mí arqueando la espalda. La dejo así un instante: inmovilizada contra el cristal, las piernas en una uve inconstante, temblorosa, la desnudez ofrecida de sus nalgas. Cuando llevo mi mano izquierda hacia la abierta separación entre las cachas la veo apretar los dedos contra el cristal y resbalarlos con lentitud como las gotas de lluvia por fuera; el vaho de sus labios aureola la proximidad de su rostro; la mejilla derecha se aplasta contra el vidrio.
Finjo innecesaria violencia, jadeo sobre su oído, como insultándola, mientras mi mano busca entre los pliegues secretos de su carne. Palpo la cerrada roseta del ano y clavo allí el dedo medio; su músculo me ciñe, tibio como una boca, y responde a mi intromisión con leves sacudidas: me dejo envolver por esa carne y llevo mi dedo hasta el límite; los suyos, entre guantes blancos, se abren y cierran sin daño sobre el cristal de la cabina mientras ella exhala jadeos de enferma. Su gemido en sí no existe, pero todo en ella parece preparado para gemir: el cuerpo tenso, las piernas temblando muy separadas, el rostro golpeando el vidrio, la boca abierta, la lengua trémula, todo así, pero en silencio.
Cuando muevo mi dedo en el interior de ese guante de carne suave la noto temblar; juego con la inconsciencia de sus músculos, con el vacío que engulle mis falanges dentro de ella: distiendo los contornos de ese ojo con otro dedo y amenazo con introducirlo. El silencio le cuesta: se echa hacia atrás con tal violencia que mi hombro golpea el auricular del teléfono y lo desprende; la cabina se llena de un silbido leve y perenne, una sola nota electrónica, la o si, que grita como un niño lejano.
La presencia de gente vuelve a amenazar, pero no me importa: hundo en ese ojo ciego mi otro dedo; los gestos se repiten con más fuerza; su equilibrio es tan tenue que se desploma sobre mí; su cadera derecha acaricia mi sexo sin voluntad pero con asombrosa eficacia; las gafas se desprenden solas, descubriendo la ceguera de la venda. Está hermosa así, abriendo la boca para morder lo invisible: el gélido vapor del cristal, su escurridiza materia, tan a salvo de nuestra obsesión. La beso en el cuello con un cariño que desmienten con violencia mis dedos dentro de ella. La veo alzar los brazos, las manos rígidas buscando el techo o alguna clase de ángulo donde sostenerse; el balanceo creciente de sus caderas ha terminado con el equilibrio de la falda, que cae sin ruido. Pronuncio algunas palabras a su oído, insultos, humillaciones, mientras mi orgasmo acude con enloquecedora rapidez. Ella no sabe cuándo finalizará mi placer, en qué instante la dejaré: la exquisita conciencia de ese hecho acaba con mis fuerzas y gimo mientras mi cuerpo se estremece y noto una densa y tibia lengua ensalivando mi vientre.
Blanca, mi locura.
Ella permanece con las piernas abiertas, semidesnuda, aun cuando ya he retirado mi mano y me he apartado de su cuerpo; se halla rígida, helada y húmeda como el cristal sobre el que se apoya. Vuelvo a besar su cuello, recibo su hermoso perfume, cierro los ojos y la amo así, durante esa fugacidad, como un nuevo orgasmo.