Regreso hasta el coche con lentitud, bajo la lluvia. Los letreros luminosos de la calle se diluyen en mis ojos: la lluvia a veces es un artificio del llanto, y en ese instante imito a la tristeza y lloro sus gotas continuas. Pienso: «Todo puede ser arte, y todo arte es falso». Y concluyo: «Por eso te amo, Blanca».
Cuando entro en casa y me enfrento al silencio íntimo del salón, nada se me ocurre. Contemplo esa hogareña oscuridad con ojos cansados.
Ritual del encuentro
(En la partitura: lento sostenuto, iniciando el acompañamiento la mano izquierda con figuras de seis semicorcheas ligadas.)
De repente hoy lo he sabido: se han desplegado como alfombras todas las habitaciones, el dormitorio de Lázaro, cerrado y desocupado, la cocina casi innecesaria, mi propio dormitorio, ampuloso, con esa cama casi matrimonial donde apenas duermo aunque la habite. He entrado en casa y la he descubierto alejada de mí, no sólo vacía sino distante, como si lo observara todo a través de una lente de cámara o la mirilla de una puerta.
De vez en cuando identifico ese vacío: es como un espectro que me hechizara de mes en mes; pero su terror consiste en que dejo de creer en él cuando por fin me abandona. Finjo, por lo tanto, que no existe y que jamás regresará, y me considero felizmente solitario, incluso un hombre afortunado, me enmascaro en la sonrisa, cumplo con mi trabajo e ignoro esa presencia helada junto a mí hasta que por fin quedo atrapado por su mirada vacía cuando me encierro en casa.
Creo saber qué es, pero, sabiéndolo, no puedo conjurado: una vasta sensación de artificio. Imagino que a la dama elegante y romántica también le llega un momento parecido: frente al espejo, el carmín a punto en la mano, los collares y pulseras destellantes, los párpados nublados de azul; imagino que se mirará un instante de repente, o mejor dicho, que aquello que la mira a ella se dará a conocer en algún aterrador instante, esa mirada vacía desde más allá del reflejo, y pensará: «Toda mi belleza no son más que pinturas y adornos dorados». Y las propias lágrimas de la revelación, destruyendo su aspecto, le asegurarán la verdad.
Todos caemos, pero mi abismo es particularmente solitario. Apenas conozco seres: conozco hermosas postales. Me he dedicado demasiado a cultivar esos momentos que otros guardan en el recuerdo: me empalago de situaciones inolvidables. A mi alrededor han tomado forma, excesiva forma, esas ideas que los poetas dejan a un lado cuando finaliza la inspiración para dedicarse al vivir diario. Pero llega un momento en el que la poesía es inútil y la música no puede llenar todas las necesidades: entonces es preciso hallar sentimientos para aliviar la soledad.
He descubierto algo: no amo. Sin embargo, esta falta de un amor no es una negación -ojalá lo fuera- sino una afirmación en el vacío.
Amo a Blanca, yeso significa que no amo. Pero no amo porque he derramado mi amor en el abismo, hacia su fantasma.
Quienes creen conocerme, quienes me oyen hablar de música, me consideran el último romántico, pero supongo que blasfemarían si contemplaran los aquelarres sabáticos de este romántico pianista. No lo soy: Chopin, por ejemplo -no mi Chopin onírico, el espíritu que me posee cuando lo interpreto, sino el cierto, el que alguna vez existió y tuvo manos que tocaron lo que su mente creaba-, amaba a los seres. Alguna vez amó también los ideales; pero los ideales son seres para el idealista, o al menos son cosas. Sin embargo, yo amo aquello que es absolutamente falso, quiero decir, aquello que, dentro de su falsedad, es ampliamente sincero. No soy romántico: soy un hombre enamorado del rostro de su soledad. Pero ahora que la contemplo, y que ella me mira con sus ojos vacíos, descubro que amar una ficción es el sacrificio más espantoso, porque nada se recibe a cambio. Este abismo no tiene ecos para tus gritos. Y sin embargo, si huyo de ella, si huyo de Blanca, no hallo dónde entregar todo este amor, qué ser lo despertará para recibido completo y devolverme el suyo, su compañía, Dios mío, esa mirada intercambiada de afecto, o esas palabras únicas que se escuchan muchas veces después de oídas.
Blanca me da la espalda en silencio: yo la amo así.
Pero eso no es compañía.
He pensado en Verónica Arcos, pero la estoy utilizando como a Blanca, para redimirme en ella de lo inaccesible. No puedo amarla, ni siquiera puedo sentir su presencia: es una figura más, como mi alumna Elisa. Todo se ha inmovilizado a mi alrededor: vivo en una isla plagada de hermosas estatuas. O mejor: inmensos salones vacíos.
No sé cómo regresar a la vida. Ni siquiera sé si lo deseo.
La repetición dispar de armonías, el uso exótico de adornos, los acordes que nunca se solucionan, que no alivian la disonancia, todo eso es música del futuro. No cabe hablar de Chopin como de un «romántico» ni de su obra como la banda sonora de un melodrama. N o me hartaré de repetirlo, aunque, debido a mi escaso prestigio profesional, nadie lo escuche, ni mis alumnos, ni los doctos profesores que conozco, ni siquiera esos aficionados con los que charlo en los descansos de los conciertos: Chopin es únicamente música, y por lo tanto indefinible. La música, en palabras de don Alvaro Segura Ruiz, mi inolvidable profesor de teclado, es una mariposa única y jamás capturada que ha vivido desde el comienzo del mundo y que se extinguirá con el último sonido de todos. «¡No pretendas, Héctor», me decía, «clavar un alfiler sobre ella y clasificarla dentro de la brevedad enorme de las épocas!»
Así es el placer, pensé siempre, aunque nunca se lo dije a don Alvaro.
Mendizábal, con su sonrisa dental, se ha interesado por mis progresos con los Nocturnos: «Bien», le dije. «Ensayo todos los días.» Entonces me hizo pasar a su repleto despacho y golpeó con el índice un almanaque de horrendos números gruesos, donde las fiestas, en rojo, casi parecen amenazas. «La fecha prevista es el 13 de diciembre», me dijo. Yo ya lo sabía, pero fingí recibir la noticia por primera vez, 'quizás para no sentir su desdicha ante la pérdida de tiempo. Me explicó que el recital no puede retrasarse más, debido a que después llega Navidad y entramos ya én el año que viene, con todas las complicaciones que ello supone para la programación de otros conciertos. Me ha informado de que ya están listas las invitaciones, en tarjetas cerradas y rectangulares de cartulina elegante como avisos de boda: yo dispondré de una decena para entregar personalmente a quienes desee. El evento se anunciará además con la debida anticipación en carteles blancos con grandes letras azules: habrá un pequeño dibujo de teclas en la parte superior, o un atril, o ambas cosas, para que todo el mundo sepa desde lejos de qué va el espectáculo. Se colgarán carteles en las paredes del conservatorio, pero también en las universidades y en algunas escuelas. Habrá una pequeña nota, mucho más pequeña que las que anuncian a los muertos, para indicarlo también en los periódicos una semana antes.
Al final de todo esto me ha mirado con sus ojos afectuosos de pastor alemán:
– ¿Todo bien? -dijo.
– Sí, muy bien -dije.
Pero sucedió algo: en el instante de mi respuesta el interfono de su' despacho resonó avasallador. Él perdió el interés por su pregunta y yo respondí al vacío y me despedí con rapidez sabiendo que ambos, por pura casualidad, habíamos caído de repente en el punto ciego del otro.
De improviso, en la tarde de mayor desconfianza y tras faltar a dos clases consecutivas, ha venido Elisa.
Yo estaba ultimando la lección con Luis Fernando, un niño de once años negado para las teclas pero voluntarioso como la frustración de sus padres, cuando oí que llamaban dos veces a la puerta, casi con urgencia.
No estaba preparado para su llegada: me saludó sin mirarme, dejó la mochila en el suelo, aguardó en una esquina del salón hasta que el niño se marchó, sacó sus partituras y me las mostró como una baraja.
– Elige tú -le ofrecí.
Escogió a Czerny Y se dirigió al piano: su sonrisa estaba repleta, como si dentro aguardara un conjunto de frases que sólo esperaban el momento propicio para sonar. Llevaba la camiseta exagerada de siempre, los zapatos deportivos, los perennes rizos africanos. Al sentarse frente al piano me miró, y odié la insinceridad de mi expresión en comparación con la limpia sencillez de la suya. Desde ese instante no volvimos a observarnos los ojos a la vez: yo, confundido y avergonzado; ella quizás temerosa.
(En la partitura: variaciones en acordes dobles, espressivo.)
Antes de comenzar a tocar, y con el talante riguroso y divertido con el que un niño ordena su cuarto, se quitó las gafas metálicas, que dobló cuidadosamente y abandonó sobre la mochila; entonces se inclinó y, con preciosa lentitud, se desabrochó los cordones de los zapatos, se despojó de ellos, descubrió sus pies e introdujo los calcetines doblados en los zapatos. Suspiró profundamente, se llenó de rubor, contempló el teclado sin interés, jadeando, con las manos en la cintura, como si se hallara a punto de sumergirse en el agua y realizara ejercicios para retener aire. N o se me ocurrió pedirle que se apresurara: ni siquiera quise molestarla con mi sombra. Me retiré detrás de ella, me alejé y tosí levemente para indicarle mi segura distancia en el salón, removí algunos libros, la dejé pensar.