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Hemos recorrido sin intención las veredas hasta divisar una pérgola vacía. Me agradan estos lugares: los domingos solía venir con mi padre a escuchar música en ellas. Soñaba con vestir de uniforme y hallarme allí arriba maniobrando las clavijas de los oboes. Incluso cuando no había espectáculo me atraía subir a ellas y explorar su vacío de tiovivo invisible. Hacia allí nos dirigimos en silencio. Una ráfaga de viento helado, removedor, avanzó las hojas amarillas un paso más, como piezas de tablero. Verónica atrapó las solapas de su abrigo y las unió bajo su rostro.

La pérgola estaba sucia de hojas, con el exacto aire de abandono que yo necesitaba. Sin embargo, había sorpresas: por ejemplo, las lindas y blancas columnas, muy delgadas, que se abrían en tres arabescos para sostener el techo, o el parapeto con grabados de metal que simulaban notas de pentagrama. Subimos por la pequeña escalera hacia su plataforma y todo se llenó de un recio tambor de zapatos contra madera.

Verónica se alejó hacia el parapeto metálico y contempló el parque. Entonces volvió a hablar. La conversación que hemos tenido fue extraña, y la transcribo:

– No aspiro a ocupar un lugar entre Blanca y tú -dijo-. Me da iguaclass="underline" ya he ocupado demasiados lugares incómodos. Estoy en tu bando porque quiero estar, y me iré cuando me parezca. -Las hojas, sacudidas por otro breve golpe, recorrieron la pérgola con susurros-. Así que así están las cosas -dijo.

– Pero yo no quisiera que te fueras nunca -murmuré.

Se volvió hacia mí y enfrentó mis ojos.

– No me vengas ahora con ésas -dijo.

– La gente piensa que soy un romántico -sonreí.

– Pero es falso.

Se recostó contra una columna, las manos en los bolsillos del abrigo. La madera crujió levemente: el sonido parecía una voz.

– Sé que es una contradicción -dije-. Si no hay una relación de afecto entre nosotros, no puedo impedir que te marches. Pero no quisiera que te fueras nunca.

– ¿Qué buscas de mí?

– Escapar -dije.

– ¿Escapar?

– De Blanca.

Sacó un cigarrillo. Fumó. El viento hizo desaparecer el humo azul entre sus labios.

– ¿Por qué no lo dejáis? Me refiero a lo vuestro -dijo.

– No puedo.

– Me gustaría conocerla -dijo entonces-. A veces pienso que te la inventas.

– Y tienes razón -asentí-. Me la invento. Por eso no puedo escapar de ella.

Tardó un instante en decirme lo más importante que me han dicho jamás:

– He estado pensando acerca de ti, y he llegado a una conclusión: eres un compositor de relaciones, Héctor.

Enarqué las cejas sin comprender.

– Quiero decir que creas fantasías y las interpretas en los demás -explicó-. Y no te relacionas con personas sino con tus propias creaciones.

– Es cierto: he estado pensando eso últimamente.

– Eres un genio musical, como cree Lázaro -sonrió-, pero no compones música: te dedicas a obtener armonías en los seres que te rodean.

Me gustó arrebatadoramente la comparación.

– Soy un creador, en efecto -dije-. Pero cuando creo, libero: y todo lo que queda en libertad huye de mí, termina desapareciendo. Y no quiero que eso ocurra contigo.

El talante divertido de su mirada me gustó menos que su desprecio:

– ¿Has creado a Blanca? -preguntó.

– Sí.

– Por lo tanto, Blanca no existe.

– No, no existe.

– ¿Y a mí? -amplió la sonrisa-. ¿ Me has creado a mí?

– En cierto sentido -afirmé tras una reflexión-. Sí, en cierto sentido.

– ¿ En qué sentido?

– He contribuido a crearte un secreto -dije.

Me miró completamente seria de repente, y fue como si la luz de la tarde iluminara la palidez en sus mejillas. No hubo rubor, sólo esa emoción gélida.

– Eres el individuo más extraño que he conocido nunca -dijo-. Y he conocido a muchos, y muy extraños, incluyéndome a mí misma -sonrió débilmente-. Pero tú no pareces pertenecer a este tiempo, ni a este mundo. Debo decirte que los primeros días pensé que estabas enfermo. Ahora estoy totalmente segura de que es así, pero no creo que vivieras mejor si pudieras curarte -contempló pensativa el extremo final, rojizo, de su cigarrillo; el viento levantó con fuerza los bordes de su abrigo-. Y lo primero que aprendes en psicología es que una curación puede llegar a ser también una forma de enfermedad.

La tarde concluyó con rapidez. No nos hemos besado, no hubo despedidas. Quizás sí: ella volvió a mirarme en algún momento, los ojos brillantes por algo, una idea o una lágrima.

– Nuestro pacto sigue en pie -dijo-. Dos desconocidos.

Pero no nos hemos besado.

Un beso siempre extingue algo.

Y además, pienso en el espejo negro y curvo que te refleja cuando te acercas demasiado..

La tarjeta con la flor apareció esta mañana en mi buzón, tan sencilla que me asombra pensar en todo lo que significa.

(En la partitura: regreso. al tema; acordes en legatissimo que dejan paso a la segunda parte.)

Ayer sábado lo pensé mientras me vestía: ¿qué separa realmente a dos seres? La añoranza, el sueño de un encuentro próximo, premonitorio.

Mis nervios parecían sinceros: iba a veda, por fin, tras una espera infinita. Un encuentro es la única forma de unión: todo lo demás, aun la convivencia, nos separa. Eso he pensado mientras me vestía -camisa, corbata, traje oscuro- y miraba la hora y mi ansiedad aumentaba casi sin objeto, químicamente.

He salido con tiempo. Adquirí el ramo de rosas tiernas en una floristería conocida y cogí un taxi para ir al aeropuerto. ¿Qué otra cosa puede mantener la ansiedad del encuentro cercano? ¿Qué lugar mejor, qué atmósfera más propicia que el anonimato de los transportes públicos y de las grandes salas repletas de ecos y de rostros confusos para recibir todo el impacto de un regreso deseado? ¡Saber que ella me esperará! Era tan excitante que apenas podía pensado sin estremecerme de placer.

Repaso con los dedos los pétalos de las rosas y sus tallos peligrosos, interrumpo el silencio constantemente con el roce del plástico que las envuelve, consulto el reloj: su avión -invisible, imposible- llegaría a las cinco en punto. Ya casi eran las cinco: cinco minutos para las cinco. Cierro los ojos sobre la luna del reloj y pienso en ella.

Saber que hay alguien que me conoce y que sonreirá al verme entre un millón de miradas frías. Pensar: estará allí, y casi veda ya, encontrada ya, mientras viajo hacia ella lleno de deseo.

– A Llegadas Internacionales -dije-. Y todo lo rápido que pueda, por favor: su avión llega dentro de cinco minutos.

El hombre sonrió hacia el retrovisor: vio el ramo de rosas y percibió mis nervios.

– Pero no se marchará sin usted, hombre -dijo, divertido.

Contemplé el retrovisor, donde sus ojos me guiñaban.

– No -tragué saliva de puro placer-. No se marchará. Estará allí.

Baste con decir que en Barajas se hallaba la gente correcta, los rostros sincronizados con el desprecio justo, la ansiedad que despierta el tráfico inmenso de caras desconocidas, de abrazos que no nos pertenecen, de miradas confusas que nos traspasan, que no nos ven.

Debo decir: ella estaba… Pero no, porque se obró el delicioso milagro de contemplada sin saber que era ella: y, consciente de mi error, siguió inmóvil, sin hacer ningún gesto de saludo. Sin embargo, allí estaba, reflejada dos veces frente a los amplios cristales de las puertas de salida, solitaria. Qué decir entonces de su primera imagen consciente dentro de mí:.unir la ansiedad de no verla al principio y el instante preciso de hallada.

Ella, allí, esperándome.

Vestía una chaqueta rosada, del rosa llamativo de ciertos pájaros exóticos, con hombreras rectas y solapas y botones blancos; la falda se ceñía hasta un poco por encima de las rodillas; la silueta delgada de las piernas estaba cubierta por medias de un color crema tan suave que parecía blanco, pero sin la ofensa de la blancura. Sujetaba un pequeño bolso de mano y llevaba un sombrero de alas amplias que se inclinaba sobre su cabeza, rematado por una cinta rosada y una flor de artificio; bajo él, la mata de cabellos blancos bien peinada y recogida atrás. Traía el rostro velado a medias por sus gafas de sol. Sus labios se abrían en una sonrisa inmóvil.

La sonrisa del encuentro.

Viajeros que pasaban junto a ella la miraban con curiosidad: era una mujer elegante.

Y me esperaba. De entre toda la marea anónima de seres que no importan, ella, allí, elegante y sonriente, estaba dedicada a mi presencia.

Imaginamos frases de saludo que no hemos pronunciado (porque nuestro ritual exige silencio), pero el abrazo tuvo el mismo valor: el gesto, casi siempre torpe, que se recuerda toda la vida, la improvisación desmañada del cariño. Su sombrero se ladeó un poco mientras la estrechaba contra mí, su perfume me invadió como un recuerdo, sentí sus manos apretarse contra mi cuerpo. Llorábamos sin fingir, como si en verdad hubiera transcurrido un tiempo abrumador hasta ese momento. La besé sobre sus lágrimas y la vi sonreír débilmente.

El ritual no es una mentira sino la repetición de una costumbre creada en el silencio. Puedes escuchar esa misma música una y otra vez: cuanto más lo hagas, más te gustará. El verdadero problema es que nuestros placeres se resumen siempre en uno solo, unánime. Y vivimos y morimos creyendo que sólo existe un paraíso.