Mi querido amigo: en mi celda adornada de rojo, dentro de mi roja enfermedad, vuelvo a soñar. Escuche con indulgencia mi fantasía, desbordada por la crecida de la fiebre. Imagino dos mujeres inexistentes.
A la primera la denomino La Que Siempre Huye: de ésta sólo observo su espalda y un largo vestido de gasa y tul con lazos azules como el cielo de verano que tanto añoro; es espléndida, y promete ser hermosa, pero nunca muestra su rostro: se aleja por el inmenso pasillo de piedra cercano a mi celda dejando un rastro de algodón y perfume mientras huye. Otros dos detalles: lleva el pelo tenso en un moño y sostiene un largo abanico cerrado en la mano derecha.
Pero nada consigo al perseguirla, aunque muchas veces lo intento: y cuando resulta inalcanzable es más hermosa, porque por delante -compruebe mi desvarío- sólo es un molde hueco de sí misma, carece de rostro, está vacía y su silueta se compone de maderas finas, curvas y barnizadas como las que forman el cuerpo de los Guarnieri o los Stradivarius.
A la otra mujer que percibo la he llamado, por contraste, La Que Siempre Se Acerca. Se muestra de continuo frente a mí, indecentemente desnuda, y su hermosura sólo es superada por los lascivos pensamientos que me provoca. Lleva también el pelo recogido atrás, y su rostro sin sonrisa es tan hermoso que parece sagrado. Separa un poco los brazos y extiende las manos, como pidiendo recibirme. Un detalle obsceno: en el triángulo suave del pubis brilla su piel sin rastros de pelo.
Al contrario que la anterior, ésta siempre es fácil.
Pero de nada sirve su posesión: aunque representa todo lo que deseo, al abrazarla envuelvo un cuerpo vacío, pues desde el centro exacto de su cabeza parte una tajante división que la despoja de toda la mitad posterior del cuerpo. Por delante es esa figura de pechos sublimes, carne suave y rostro enloquecedor, pero por detrás posee los mismos límites vacíos que la otra, idéntico barniz de violín.
La Que Siempre Huye. La Que Siempre Se Acerca.
Ahora le pregunto, amigo Pleyel, si usted me perdona: ¿a cuál de las dos debo elegir? ¿Perseguiré a la que me impulsa a hacerlo? ¿Aguardaré a la que continuamente viene hacia mí? Pero piense usted: ¿acaso no son ambas lo mismo?
Ella siempre, desnuda por delante y cubierta de ricos velos por detrás, pero a fin de cuentas una carcasa hueca cuyos pasos suenan a ataúd vacío. ¿A cuál de las dos, pues?
Consumido por estas visiones comprendo al fin por qué amo a George: ella, con nombre y maneras de un sexo y figura de otro, es imposible. Con ella no hay frustraciones porque siempre se mantiene lejana, inabordable. Miento: mi frustración existe, pero constante y lenta;
he terminado por acostumbrarme a ella como a un veneno mitridático.
Juzgue usted, querido amigo, mi locura. Quizás su mejor respuesta sea no hacerme caso, Y no se lo reprocharé.»
Ritual de la pérdida
(En la partitura: acordes lentos, ligados, que se repiten desde el inicio.)
A veces, ausente de casa, la sueño: veo sus pasillos vacíos, los cuadros sin miradas contempladoras, el salón del piano despojado de vida, el dormitorio con los fantasmas de mis pesadillas. Me gusta pensar que, en su ausencia, Blanca es comparable a mi casa solitaria: frialdad geométrica de objetos.
Ese pensamiento tomó forma en el ritual de la pérdida: soñarla y crearla a partir de ese sueño, sólo con el deseo. Fue esta mañana, fría, sin ilusiones, de últimos de noviembre, al salir hacia el conservatorio, cuando la encontré, enterrada en e! buzón: una tarjeta blanca dentro de un sobre blanco. La arrugué con calculada lentitud. «Bien», pensé. «Así que ella se irá y tendré que imaginaria.»
No hay nada más hermoso que ese vacío que aguarda para llenarse. Y en esta ocasión he conseguido incluso esa tristeza lánguida de lo irremediable, imprescindible en toda pérdida, que a veces falta, porque soy consciente de la mentira; esa melancolía que fabrica la ausencia y que queda después casi como su único testigo. De repente percibí que todo ayudaba: el viaje en coche, las calles grises, los rostros que desaparecen; todo fugaz, como transcurren las cosas para un hombre abandonado. y en el conservatorio, dentro del pequeño bastidor de mi despacho, la mano apoyada en la mejilla mientras escucho los errores de mis alumnos, he llegado a decir:
– Tócalo de nuevo con el sentimiento de haber perdido a alguien.
He descubierto que su ausencia, ya consciente, me vuelve ligero como un espíritu: no acorta el tiempo, no lo toca, pero me aleja de él y no lo siento transcurrir; las cosas ocurren leves a mi alrededor, como si viviera en el cielo..
Regresé a casa este mediodía, invadido por su pérdida, y de refilón atisbé a Lázaro leyendo en un sofá. Nos hemos cruzado un breve saludo, y yo he sido el primero en hablar, aunque él ya me había percibido. Comía algo -quizás almendras- y se aletargaba descalzo sobre el sofá, hojeando una revista. No hemos hablado nada más.
En el dormitorio, entre las sombras, he encontrado la primera señal, el primer rastro de su fantasma, doblado en cuatro. Ver y tocar este pañuelo blanco con su inicial bordada en caligrafía antigua -ese detalle: la B mayúscula rodeada armónicamente de líneas curvas- me ha conmovido. Y su perfume dentro, como olvidado. Es fácil soñarla así.
Ahora, tras el silencio de la tarde, aguardo otra señal.
(En la partitura: comienzo del tema; dos notas blancas, la segunda con trino; acompañamiento de cuatro corcheas en bloque; la melodía se desgrana con lentitud.)
Ha venido, se ha sentado en un sofá -espléndida siempre: hoy de azul oscuro, un pañuelo rojo al cuello- y no ha aceptado una bebida. Ha terminado haciéndolo, pero sin hablar: cogiendo el vaso entre las manos sin transición; sin embargo, no la he visto beber: ha jugado con las curvas del cristal mientras hablaba.
Nos hemos distanciado, Verónica y yo, como no podía ser de otra manera: creo que todo comenzó cuando ella empezó a apreciarme. O quizás un cúmulo de cosas: la proximidad del recital, al que dedico casi todo mi tiempo; también mi propia inercia, y la suya, o el temor de ambos a que un nuevo encuentro terminara mal.
Sea como sea, no nos hemos visto en varios días, hasta que ella decidió llamarme.
– He venido para decirte que lo he pensado mejor, Héctor, y quiero dejar de verte -explicó.
– Ya -dije.
Se encogió de hombros, aún sin mirarme, el vaso entre ambas manos. Y esta vez sí, las uñas pintadas.
– Quizás lo que ocurre es que todo esto es demasiado raro para mí -dijo.
– Demasiado raro -repetí, no porque no fuera capaz de comprenderla.
En mi voz hubo un tono que quizás pudo equivocarla, porque dijo entonces:
– Lo lamento.
– Oh, no -protesté.
– Lo nuestro empezó de forma extraña, así que puede terminar igual.
– Así es.
– Retorno a mis hábitos comunes -sonrió, y casi al instante prefirió la seriedad; una seriedad inquietante, madura, bordeada de carmín y polvo blanco y azul, pintura de ojos, sombras en los párpados-. He empezado a salir con alguien.
Su declaración no me sorprendió. Ella me observó asentir en silencio y comenzó una sonrisa vacilante:
– Creo que he sido demasiado brusca -dijo.
– No. Tú misma lo has dicho: esto termina igual que empezó.
Lanzó un profundo suspiro y su perfume se removió a su alrededor. Contemplé su tórax bajo la chaqueta recta y el jersey ceñido, amplio, ostentoso.
– No sirvo para estas escenas -afirmó-. Hablaremos otro día.
Se levantó de improviso, enérgica como siempre, consultando su reloj. La acompañé hasta la puerta, y cuando la vi limitada por el umbral oscuro, próxima a desaparecer, le dije:
– No quiero que te vayas.
Su expresión de asombro me hizo sonreír, pero fue una sonrisa triste: lo supe al hacerla, como si yo mismo la contemplara desde sus ojos.
– No quiero que te vayas -repetí-, porque Blanca no existe pero tú sí.
– Estás loco, Héctor -ha dicho ella, pero con cierta dulzura admirada, como si eso fuera precisamente lo que más ama de mí.
Esta noche, hojeando mis partituras, descubrí entre las páginas sus guantes blancos, aplastados como una flor dentro de un libro. Una agonía feliz, cierta tristeza extendida ante mis ojos como un velo, me nubló por un instante: se llora por igual en los encuentros y en las despedidas, pero en el momento de mi hallazgo sentí ambos: ausencia presente, regreso de algo que se marcha para siempre. Su espectro habita estos dedos fláccidos y tibios como una promesa a punto de cumplirse.
«Valldemosa, 1840.
Amigo Pleyeclass="underline" aquí, en muchos sentidos, me hallo más cerca de la muerte.
Por ejemplo, suelo visitar el cementerio donde los monjes se entierran unos a otros, y mis paseos han removido en mí un deseo íntimo y extraño: que mis restos reposen en este camposanto, junto a la pequeña estatua de Venus o de Diana cazadora.