Hoy, cinco veces: no practicaré de nuevo el mismo Nocturno, al menos en esta semana. El concierto -mi único concierto del año- ha sido retrasado hasta diciembre, me lo ha dicho Mendizábal en el conservatorio esta mañana, Escuché la noticia con cierta ofendida impaciencia, aunque debo reconocer que sólo se vulnera mi vanidad: diciembre es un buen mes para lograr que asista el público suficiente -amigos, estudiantes de piano, y, además, la preparación de una selección de los Nocturnos de Chopin es un trabajo ímprobo y este nuevo retraso, en el fondo, me beneficia a mí más que a nadie. Sin embargo, mi dignidad sigue estúpidamente: herida:
– Puedo estar listo para noviembre -repliqué con: mansedumbre.
– Nadie dice lo contrario, Héctor -me mostró los i dientes lapidarios, equinos, enormes-, pero ya no habrá más retrasos, y al final vas a terminar agradeciéndomelo.
No, no se lo agradeceré, pero da lo mismo. Quizás lograra el equilibrio justo si prescindiera de mis clases privadas por las tardes: ya son diez los alumnos que se disputan mis lecciones todas las semanas. Falta de tiempo y cierta fatigosa tendencia al perfeccionismo, particularmente en lo que respecta a Chopin, y que en nada me ayuda, contribuyen a este desajuste. Así que no puedo quejarme: un recital solista siempre es un grave riesgo, incluso cuando no se tiene un gran nombre que exponer, y creo que resultaría tópico aclarar que quiero hacerlo lo mejor posible.
Ha ocurrido algo: terminaba de practicar el opus 9, número 1, por octava vez en lo que va de tarde, y con la nota final he sentido abrirse y cerrarse la puerta de la calle casi en mágica coincidencia. He alzado la voz para decir:
– Lázaro.
Pero no he obtenido respuesta.
Todo se ha desarrollado así: el sonido doble de la puerta, llamar a mi hermano inútilmente y comprobar que había venido y se había vuelto a ir con suma rapidez. Intrigado, he dejado los ensayos y me he dirigido a su habitación sin un propósito concreto.
Vivimos solos él y yo, de modo que mi hermano puede disponer de una buena parte del piso para estar a sus anchas. De hecho así es, porque posee un amplio y cómodo dormitorio y un cuarto-estudio adyacente. Sin embargo, apenas los frecuenta: la cama plegable siempre está hecha, los libros colocados en un orden casi monótono, su pequeño trofeo de natación invadido de polvo, la foto de papá y mamá bocabajo, quizás por error, pero para toda la eternidad. Lo que más utiliza es su equipo de música, aunque con auriculares -para no molestarme-, así que su presencia en casa constituye casi siempre un débil susto para mí, casi un allanamiento de morada por parte de un extraño que crece día a día -ya con dieciocho años recién cumplidos-. No importa, me digo a veces: su vida privada me interesa en la medida en que ese interés no le molesta -y en la medida en que es mucho más joven que yo y vive a mis expensas-, pero cada vez resulta más difícil no molestarle -para ser justos, a mí me ocurre lo mismo-. Sin embargo, hay ciertos temas que no puedo pasar por alto.
Reconozco que ya he desarrollado una especie de sexto sentido para su pequeña traición, y en aquel momento me avisó aun antes de entrar en su cuarto de baño y rebuscar en el botiquín.
Me pregunto por qué juega al doble juego de ocultar y desvelar lo que hace: por qué deja pruebas de aquello que después pretende negarme, con esa interminable afición tan suya a la mentira pueril. Allí estaban, envueltos en papel de plata pero tan visibles que parecían casi colocados adrede para destacar: cinco o seis cigarrillos fabricados con torpeza, irregulares, malolientes. Algunos habían sido encendidos y vueltos a apagar antes de consumirse, en espera de mejores ocasiones.
Aguardé hasta un poco después de la madrugada y le oí regresar por fin. Su pelo rubio estaba revuelto y los ojos se hallaban enrojecidos, pero nada más: al verme de pie en el vestíbulo con talante de cancerbero, se quedó plantado junto a la puerta, llave en mano, y aguardó mis palabras.
– Lázaro, tenemos que hablar -le dije.
– ¿Por qué? -replicó.
Sin embargo, me acompañó dócilmente al salón: yo me senté junto al piano y él permaneció de pie. Le invité a sentarse pero lo rechazó con un gesto.
Ahora me percataba de su rostro enrojecido y su voz nasal, como si se hubiera hartado de llorar. Le expliqué lo que había encontrado en su baño y me escuchó en silencio, sin demostrar sorpresa ni impaciencia sino cierta tranquilidad que logró inquietarme.
– Tengo mi propia vida -se encogió de hombros cuando acabé.
– y quiero que la sigas teniendo -repliqué.
Me dijo entonces que sólo eran canutos, marihuana, pero yo le dije que me daba iguaclass="underline" era droga, y la droga mata. En realidad no fue una discusión: Lázaro y yo jamás discutimos, tan sólo intercambiamos opiniones. Yo le expliqué lo que iba a hacer, también con suprema tranquilidad: pediría hora para él con un psicólogo o un médico, un profesional que le ayudara a sobrevivir sin muletas de ese tipo. Le dije igualmente que había tirado a basura todos los canutos, o lo que fueran. Él no me miró al preguntarme, por fin:
– ¿Puedo irme ya?
– ¿Adónde?
– A mi habitación.
Respiré hondo y le dije que sí. Entonces se alejó por el pasillo. Le llamé:
– Sólo intento ayudarte.
Ni siquiera se detuvo. No hemos vuelto a hablar del tema.
Ritual de la danza
(En la partitura: se inicia el tema, andante, con cierto ritmo de vals, espressivo y do Ice; acompañamiento marcado con pedal.)
Mantener el ritmo constante aunque con sutiles variaciones que no deben estorbar al conjunto es uno de los mayores desafíos de interpretar a Chopin. Resulta difícil dominar esa técnica especialmente aquí, en que la mano derecha lleva toda la melodía y la izquierda apenas se aparta del ritmo de tres corcheas a 12/8. Sin embargo, es necesario adiestrar los dedos en este lento bailable para ejecutar todo el Nocturno con la adecuada fluidez.
El gabinete, que elegí al azar, está situado en una bocacalle de Princesa, y posee espejos y cristales rectangulares, como una casa formada sólo por ventanas o un frágil laberinto. Hay música ambiental en la recepción y enormes cuadros abstractos que relajan la mirada: círculos, espirales, vacíos realizados en un solo color. La doctora que me atendió, Verónica Arcos, también elegida al azar (y creo que con mucha fortuna), es bastante joven, le calculo unos treinta años, y lleva el cabello rizado y espeso como melena de león; posee además un rostro particularmente agradable y una atractiva figura que no desdeña mostrar: vestía un modelo de firma en una sola pieza de color amarillo fuerte y muy breve, con medias negras; los muslos, largos y modelados, captaron inevitablemente mi atención. Un broche dorado, que después, en una conversación más relajada, supe que imitaba a Quetzalcóatl, se asentaba sobre la convexidad de su pecho izquierdo, y de vez en cuando ella lo repasaba con sus largos dedos, provocando reflejos. Cuando la vi por primera vez pensé en una sirena: al levantarse y saludarme, sus piernas, ceñidas por las medias negras, me parecieron casi obscenas, pero al volver a sentarse y entrelazar sus manos con dedos de uñas sin pintar adoptó un aire completamente opuesto al erótico; excitante de cintura para abajo, profesional por encima, híbrida, con un tono de voz también confuso, grave, en desacuerdo con la feminidad de su figura. Creo que la noté al principio un poco tensa, pero puede que fuera mi propia tensión. Un espejo (después pensé que escondería un cristal unidireccional) nos reflejaba con limpia exactitud desde la pared opuesta a la puerta.
– ¿Puedo fumar? -le pedí.
No puso objeciones, y sin embargo creí necesario aclarar algo:
– No suelo fumar. En realidad, casi nunca lo hago. Pero es que ahora estoy nervioso.
– ¿Por lo de su hermano?-dijo.
Encendí un cigarrillo mientras asentía:
– Sí. No sé cómo voy a solucionar este problema. Es muy joven.
– Creo que me dijo que tenía dieciocho años -replicó sin ninguna entonación.
– Para mí, eso es ser muy joven -dije.
– Ya.
Sucedió algo que debo calificar cuando menos de curioso: yo era el que traía todas las preguntas, pero ella me hizo muchas más. De repente fui consciente de que estaba suministrando explicaciones a la defensiva, como si hubiera sido ella la que hubiese concertado aquella cita. La sutil metamorfosis (de interrogador a interrogado) fue tan leve que apenas la percibí hasta un instante después: para entonces ya había respondido algunas cosas.
– Tengo entendido que vive con usted -su sonrisa perenne seguía revelando tensión, pero eso, sin saber por qué, me agradaba.
– Así es.
– No recuerdo si son más hermanos en la familia.
– No. Sólo Lázaro y yo.
– Y usted está soltero.
Abrí la boca para responder, pero ambos parecimos damos cuenta al mismo tiempo de la extraña improcedencia de la frase.
– Quiero decir, que viven solos -dijo entonces.
– Sí.
– ¿Sus padres fallecieron?
– Sí. Mi padre hace diez años. La madre de Lázaro hace cuatro años.