Llegó un médico con una ambulancia, como había pedido Erlendur.
– Tengo que pedirte que le inyectes -dijo Erlendur.
– ¿Que le inyecte? -dijo el médico.
– Creo que es heroína. ¿Llevas naloxon o narcantil?
– Sí, pero…
– Tengo que hablar con ella. Deprisa. Mi hija está en peligro. Ella sabe dónde está.
El médico miró a la muchacha. Y luego volvió la mirada a Erlendur. Asintió con la cabeza.
Erlendur había vuelto a acostar a la muchacha en el colchón y pasó cierto tiempo hasta que ésta volvió en sí. Los camilleros estaban a su lado, cargando la camilla entre los dos. El niño estaba escondido en el cuarto. Los dos hombres yacían como inconscientes en sus colchones.
Erlendur se puso en cuclillas al lado de la muchacha, que iba despertando poco a poco hasta llegar a la conciencia. Miró a Erlendur y al médico y a los hombres con las camillas.
– ¿Qué pasa? -preguntó en voz baja como si hablara para sí misma.
– ¿Sabes algo de Eva Lind? -preguntó Erlendur.
– ¿Eva?
– Estaba contigo esta tarde. Creo que puede estar en peligro. ¿Sabes adónde fue?
– ¿Le pasa algo a Eva? -preguntó ella, y luego miró a su alrededor-. ¿Dónde está Kiddi?
– Hay un niño en el dormitorio de ahí -dijo Erlendur-. Te está esperando. Dime dónde puedo encontrar a Eva Lind.
– ¿Quién eres tú?
– Su padre.
– ¿El poli?
– Sí.
– No te aguanta.
– Lo sé. ¿Sabes dónde está?
– Tenía dolores. Le dije que subiera al hospital. Pensaba ir para allá.
– ¿Dolores?
– Tenía unos dolores terribles en la tripa.
– ¿Desde dónde pensaba ir? ¿Desde aquí?
– Estábamos en Hlemmur.
– ¿En Hlemmur?
– Pensaba ir al Hospital Nacional. ¿No está allí?
Erlendur se incorporó y pidió al médico el número del Hospital Nacional. Llamó y le informaron de que en las últimas horas ninguna Eva Lind había ingresado en el hospital. No había pasado por allí ninguna mujer de su edad. Se puso en contacto con la maternidad e intentó describir a su hija lo mejor que pudo, pero la comadrona de guardia no la reconoció.
Salió a toda prisa del apartamento y en un momento estaba en Hlemmur. Por allí no se veía a nadie. La estación de autobuses cierra a medianoche. Aparcó el coche y fue caminando rápidamente Snorrabraut abajo, corrió calle adelante por el barrio de Nordurmýri y se asomó a los jardines en busca de su hija. Empezó a llamarla a gritos al acercarse a los edificios del Hospital Nacional, pero no obtuvo respuesta.
Finalmente la encontró en el suelo, en medio de un charco de sangre, sobre un trozo de hierba dura entre los árboles, a cincuenta metros de la antigua maternidad. Empleó un largo rato intentando despertarla. Pero había llegado demasiado tarde. La hierba que había bajo ella estaba llena de sangre y tenía los pantalones ensangrentados.
Erlendur se agachó al lado de su hija y miró hacia la maternidad y se vio a sí mismo entrando a toda prisa por aquella puerta con Halldóra un día lluvioso, tantos años atrás, cuando Eva Lind llegó al mundo. ¿Iba a morir acaso en aquel mismo lugar?
Acarició la frente de Eva, sin saber si debía tocarla o no.
Estaba como de unos siete meses.
Había intentado huir, pero ya hacía mucho que había renunciado.
Lo dejó dos veces. En ambas ocasiones mientras aún vivían en el apartamento del sótano de Lindargata. Transcurrió un año entero desde que le pegó por primera vez hasta que volvió a perder el control, como lo llamó él mismo entonces, cuando todavía hablaba de la violencia con que la trataba. Ella nunca tuvo la sensación de que él perdiera el control. Para ella, él nunca tenía mayor control sobre sí mismo que cuando intentaba arrancarle la vida a golpes y la cubría de improperios. Aunque aparentara estar fuera de sí, era frío y calculador y estaba seguro de lo que hacía. Siempre.
Con el tiempo, ella se dio plena cuenta de que ella también tendría que ser así si pretendía derrotarlo.
Por eso, el primer intento de huida estaba condenado al fracaso. No se preparó, no sabía qué salidas tenía, no tenía ni idea de adonde dirigirse y de pronto se encontró en medio del frío de la noche, en pleno febrero, con dos niños, Símon cogido de la mano, y Mikkelína, a quien llevaba a la espalda, pero sin saber adónde ir. Lo único que sabía es que tenía que alejarse de aquel sótano.
Había hablado con su párroco, que le dijo que una buena mujer no se separaba de su esposo. El matrimonio era sagrado a los ojos de Dios y ciertamente había que soportar muchas cosas a fin de no romperlo.
– Piensa en los niños -dijo el sacerdote.
– Pienso en los niños, precisamente -dijo ella, y el párroco sonrió amable.
No intentó ir a la policía. En dos ocasiones, alentados por los vecinos, los agentes habían ido al sótano a detener la trifulca familiar y luego se habían vuelto a marchar. La primera vez ella tenía un ojo hinchado y el labio roto, y les dijeron a ambos que se comportaran con tranquilidad. Para ellos no había paz. La última vez, dos años más tarde, los policías hablaron exclusivamente con él. Salieron afuera. Entonces, ella les gritó que le había golpeado con la intención de matarla, y que no era la primera vez. Ellos le preguntaron si había estado bebiendo. No comprendió la pregunta. Que si has bebido, insistieron. Ella respondió que no. Que no bebía. Luego le dijeron algo a él allí fuera, delante de la puerta. Y se despidieron con un apretón de manos.
Cuando se hubieron ido, él le rajó la mejilla con su navaja de afeitar.
Y esa noche, mientras él dormía profundamente, la mujer se echó a Mikkelína a la espalda y empujó a Símon silenciosamente por delante hasta salir del piso y subir las escaleras. Había construido un carrito para Mikkelína, aprovechando el viejo armazón de un enorme cochecito de niño que encontró en la basura, pero él lo destrozó en un ataque de furia aquella misma tarde, como si supiera que pensaba marcharse y así pudiera impedírselo.
No había preparado la fuga ni lo más mínimo. Al final acudió al Ejército de Salvación y allí los alojaron por esa noche. No tenía parientes, ni en Reykjavik ni en ningún otro sitio, y en cuanto él despertó a la mañana siguiente y vio que se habían ido, se lanzó en su búsqueda. Recorrió como loco las calles de la ciudad en mangas de camisa pese al frío, y los vio salir del Ejército de Salvación. Ella no se dio cuenta de su presencia hasta que le arrancó de la mano al muchacho y cogió a la niña en brazos y se marchó silencioso, sin decir una sola palabra, en dirección a su casa. No volvió la cabeza para mirar atrás. Los niños estaban demasiado asustados para oponerle resistencia alguna, aunque Mikkelína extendía los brazos hacia ella y rompió en un llanto silencioso.
¿En qué estaba pensando?
Así que los siguió a casa.
Tras el último intento, él amenazó con matar a los niños, y desde entonces, ella no volvió a probarlo. Esa vez se había preparado mejor. Imaginaba que podría empezar una nueva vida. Huir a una aldea marinera del norte con los niños. Alquilar una habitación o un pequeño apartamento, trabajar en la industria del pescado y esforzarse por que no carecieran de nada. Esta vez dedicó bastante tiempo a los preparativos. Decidió escapar a Siglufjördur. Allí había trabajo de sobra; después de los años más difíciles de la depresión, muchos forasteros iban allá, y tampoco a ella y a los niños les resultaría demasiado difícil. Podía quedarse en una cabaña de pescadores al principio, hasta que encontrara una habitación.
El billete de autocar para ella y los niños costaba bastante, y el marido se guardaba hasta la última corona que ganaba con su trabajo en el puerto. A lo largo de mucho tiempo consiguió reunir unas cuantas coronas, hasta que calculó que tenía ya suficiente para los billetes. Se llevó consigo la ropa de los niños, que cabía en una maleta pequeña, unos pocos recuerdos personales y el carrito, que había reparado y aún podía soportar el peso de Mikkelína. Se marchó con pasos apresurados hacia la estación de autobuses sin dejar de mirar temerosa a su alrededor, como si esperase encontrárselo en la siguiente esquina.