Él llegó a casa a mediodía, como siempre, y enseguida supo que lo había abandonado. Ella tenía que haber preparado la comida para cuando él llegara a casa, nunca dejaba de hacerlo. Vio que el carrito había desaparecido. El ropero estaba abierto. Faltaba la maleta. Se lanzó como una fiera hacia el albergue del Ejército de Salvación, recordando el anterior intento de fuga, y se puso muy agresivo cuando le dijeron que no había ido allí. No les creyó y recorrió el edificio metiéndose en las habitaciones, bajó hasta el sótano y al no encontrarlos la tomó contra el supervisor del albergue, un capitán, lo arrojó al suelo y amenazó con matarlo si no le decía dónde estaban.
Finalmente comprendió que no había ido al Ejército de Salvación y recorrió toda la ciudad en su búsqueda, pero no consiguió hallarla. Se introdujo como una furia en tiendas y bares pero no la vio en ningún sitio y su furia y su desesperación crecieron según fue pasando el día y volvió al apartamento del sótano loco de maldad. Lo puso todo patas arriba en busca de algo que le indicara adonde podía haberse marchado y después corrió a las casas de dos amigas suyas de cuando trabajaba como sirvienta, se metió a la fuerza y llamó a gritos a su mujer y a los niños; volvió a salir corriendo sin pedir disculpas por su conducta, y desapareció
La mujer llegó a Siglufjordur a las dos de la madrugada después de haber viajado durante todo el día sin interrupción. El autobús de línea paraba tres veces, para que los pasajeros tuvieran oportunidad de estirar las piernas y comer alguna cosa o comprar algo en las tiendecitas. Ella había preparado un tentempié, pan y una botella de leche, pero les entró hambre cuando el autobús llegó a Haganesvík, en Fljót, donde un barco esperaba a los pasajeros para conducirlos hasta Siglufjordur. De esta forma se encontró con los dos niños en la explanada del embarcadero en mitad de la fría noche. Preguntó en las cabañas de pescadores y el capataz de la factoría le indicó un pequeño almacén que tenía una cama individual, le prestó un colchón para poner en el suelo, y dos mantas, y allí durmieron esa primera noche de libertad. Los niños se durmieron en cuanto los tumbó en el colchón, pero ella se quedó despierta en la cama mirando a la oscuridad sin poder contener el temblor que le recorría todo el cuerpo, hasta que se derrumbó y se echó a llorar.
La encontró varios días más tarde. La única posibilidad que se le ocurrió fue que se hubiera ido de la ciudad, seguramente en autobús de línea, de modo que se dirigió a la estación de autobuses y se dedicó a preguntar hasta que consiguió averiguar que su mujer y sus hijos habían tomado el autobús del norte, con destino a Siglufjördur. Habló con un conductor, que recordaba bien a la mujer y los niños, especialmente a la niña inválida. Compró un billete para el primer autobús hacia el norte y llegó a Siglufjördur poco después de medianoche. Obtuvo la información del capataz, a quien sacó de la cama, explicándole detalladamente el asunto: ella había ido por delante con el resto de la familia, y seguramente no se quedarían mucho tiempo.
La encontró, por fin, dormida en el almacén. Una luz mortecina penetraba desde la calle por una ventanuca; pasó sobre los niños, que estaban en el colchón, se inclinó sobre ella hasta que sus rostros casi se tocaron, y le dio un golpecito. Ella dormía profundamente y él volvió a golpearle, ahora más fuerte, hasta que ella abrió los ojos y él sonrió al ver el espanto reflejado en su mirada. La mujer estuvo a punto de gritar para pedir ayuda, pero él le tapó la boca.
– ¿De verdad crees que vas a conseguirlo? -le susurró amenazante.
Ella levantó los ojos y los clavó en los de él.
– ¿De verdad creías que sería así de fácil?
Ella sacudió la cabeza despacio.
– ¿Sabes qué es lo que más me apetece hacer ahora? -masculló apretando los dientes-. Me apetece llevarme a tu niña a la montaña y matarla y enterrarla donde nadie pueda encontrarla y decir que debe de haberse caído al mar, la pobrecita. ¿Y sabes qué? Voy a hacerlo. Voy a hacerlo ahora mismo. Si haces el más mínimo ruido, mato también al chico. Y digo que se cayó al mar detrás de ella.
La mujer dejó escapar un débil gemido y miró a los niños, con los ojos fuera de las órbitas, y él sonrió. Le quitó la mano de la boca.
– Eso es lo que quieres -dijo-. Eso es lo que quieres. Pues así será, entonces.
Hizo amago de coger a Mikkelína, que dormía al lado de Símon, pero ella lo sujetó, loca de miedo.
– No volveré a hacerlo -susurró ella-. Lo prometo. Nunca. Nunca volveré a hacerlo. Jamás. Perdóname. Perdóname. No sé en qué estaba pensando. Perdóname. Estoy loca. Lo sé. Estoy loca. No hagas que la paguen los niños. Pégame. Pégame. Tan fuerte como puedas. Pégame tan fuerte como puedas. Podemos irnos si quieres.
Su desesperación lo llenó de asco.
– Mira -dijo empezando a golpearse a sí misma en el rostro-. Mira. -Se tiró de los pelos-. Mira.
Se incorporó y se dejó caer sobre la cabecera de la cama, que era de hierro y, fuera queriendo o sin intención, el golpe la dejó inconsciente; se derrumbó, desmayada.
Ella había trabajado varios días en el saladero de arenques y él la acompañó a buscar su salario. Trabajaba en la explanada de la saladería, de modo que podía ver a sus hijos jugar por allí, o si estaban en el almacén. Explicó al capataz que tenía que volver a Reykjavik. Les habían llegado noticias que les obligaban a cambiar sus planes, y pedía su salario. El capataz escribió algo en un papel y les indicó el camino a la oficina. La miró mientras le entregaba el papel. Era como si ella quisiera decir algo. Malinterpretó su miedo como timidez.
– ¿Algún problema? -preguntó el capataz.
– Está perfectamente -dijo el marido, y se la llevó a toda prisa.
El autobús partió hacia el sur a la mañana siguiente. Cuando llegaron al piso del sótano de Reykjavik, no la tocó. Ella permaneció en la sala, vestida con un abrigo miserable, con la pequeña maleta en la mano, dispuesta a recibir una paliza mayor que ninguna, pero no sucedió nada. El golpe en la cabeza que se había propinado ella misma le había hecho perder la consciencia. Su marido no quiso buscar ayuda, intentó encargarse él mismo de que se recuperase y desplegó una atención que nunca le había mostrado desde que se casaron. Cuando volvió en sí del desmayo, le dijo que tenía que comprender que nunca podría abandonarlo. Antes la mataría a ella y a los niños. Ella era su mujer y seguiría siéndolo para siempre.
Siempre.
Después de aquello, nunca intentó escapar.
Pasaron los años. Sus planes de hacerse marino se fueron a pique tras sólo tres temporadas. Sufría terribles mareos y el malestar no le abandonaba nunca. Pero lo peor era el miedo al mar, del que tampoco conseguía librarse. Tenía miedo de que se hundiera el barcucho. Tenía miedo de caerse por la borda. Miedo a las tormentas. En la última marea tuvieron una tormenta que le hizo creer que el barco iba a volcar, y se quedó sentado en el comedor, llorando, porque creía llegada su última hora. Después de aquello, nunca volvió al mar.
Parecía incapaz de mostrarle dulzura. En el mejor de los casos le mostraba una total indiferencia. Durante los dos primeros años de matrimonio era como si se arrepintiera cada vez que le golpeaba o la insultaba hasta que le hacía saltar las lágrimas. Pero con el paso del tiempo, dejó de mostrar cualquier señal de remordimiento, como si lo que hacía no fuera antinatural ni un atentado contra su convivencia, sino justo y necesario. A veces, la mujer llegaba a pensar, y él debía de saberlo, que la violencia a que la sometía demostraba, más que cualquier otra cosa, la debilidad del marido. Cuanto más le pegaba, más miserable era él mismo. Le echaba la culpa a ella. Le vociferaba que era culpa de ella que la tratara como lo hacía. Era ella quien le obligaba a hacerlo, porque era incapaz de hacer lo que él le mandaba.